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COMIENZA LA QUINTA JORNADA DEL DECAMERÓN, EN LA CUAL, BAJO EL GOBIERNO DE FIAMETA, SE RAZONA SOBRE LO QUE A ALGÚN AMANTE, DESPUÉS DE DUROS O DESVENTURADOS ACCIDENTES, SUCEDIÓ DE FELIZ.



[ PRINCIPIO ]

ESTABA ya el oriente todo blanco y los surgentes rayos de todo nuestro hemisferio habían extendido la claridad, cuando Fiameta, por los dulces cantos de los jóvenes que a primera hora del día cantaban alegremente en los arbustos incitada, se levantó e hizo llamar a todas las demás y a los tres jóvenes; y con suave paso descendiendo a los campos, por la ancha llanura arriba entre las hierbas cubiertas de rocío, hasta que el sol se hubo alzado un tanto, con su compañía fue paseando, hablando con ellos de una y otra cosa.
Pero al sentir que ya los solares rayos se calentaban, hacia su habitación volvieron los pasos; llegados a la cual, con óptimos vinos y con dulces del ligero trabajo pasado les hizo confortarse y por el deleitoso jardín hasta la hora de comer se recrearon. Venida la cual, estando todas las cosas aparejadas por el discretísimo senescal, luego de que alguna estampida y una baladilla o dos fueron cantadas, alegremente, según plugo a la reina, se pusieron a comer; y habiéndolo hecho ordenadamente y con alegría, no olvidada la establecida costumbre de bailar, con los instrumentos y con las canciones algunas danzas siguieron.
Después de las cuales, hasta pasada la hora de dormir, la reina dio licencia a todos; algunos de ellos se fueron a dormir y otros a su solaz por el bello jardín se quedaron. Pero todos, un poco pasada nona, allí, como quiso la reina, según la usada costumbre se reunieron junto a la fuente; y habiéndose sentado la reina pro tribunali, mirando hacia Pánfilo, sonriendo, a él le ordenó que diese principio a las felices novelas; el cual a ello se dispuso de grado, y dijo así.



NOVELA PRIMERA

Cimone, por amar, se hace sabio y a Ifigenia su señora rapta en el mar, es hecho prisionero en Rodas, de donde Lisímaco le libera y, de acuerdo con él, rapta a Ifigenia y a Casandra en sus bodas, huyendo con ellas a Creta; y allí, haciéndolas sus mujeres, con ellas a sus casas son llamados.

Muchas historias, amables señoras, para dar principio a tan alegre jornada como será ésta se me ponen delante para ser contadas; de las cuales una más agrada a mi ánimo porque por ella podréis entender no solamente el feliz final según el cual comenzamos a razonar, sino cuán santas sean, cuán poderosas y cuán benéficas las fuerzas del Amor, las cuales muchos, sin saber lo que dicen, condenan y vituperan con gran error; lo que, si no me equivoco (porque creo que estáis enamoradas) mucho deberá agradaros.
Pues así como hemos leído en las antiguas historias de los chipriotas, en la isla de Chipre hubo un hombre nobilísimo que tuvo por nombre Aristippo, más que sus otros paisanos riquísimo en todos los bienes temporales, y si con una cosa no le hubiese herido la fortuna, más que nadie hubiera podido sentirse contento. Y era ésta que entre sus otros hijos tenía uno que en estatura y belleza de cuerpo a todos los demás jóvenes sobrepasaba, pero que era estúpido sin esperanza, cuyo verdadero nombre era Caleso; pero porque ni con trabajo de ningún maestro ni por lisonja o golpes del padre ni por ingenio de ningún otro había podido metérsele en la cabeza ni letra ni educación alguna, así como por su voz gruesa y deforme y por sus maneras más propias de animal que de hombre, por burla era de todos llamado Cimone, lo que en su lengua sonaba como en la nuestra «asno». Cuya malgastada vida el padre soportaba con grandísimo dolor; y habiendo perdido ya toda esperanza, para no tener siempre delante la causa de su dolor, le mandó que se fuese al campo y que allí viviera con sus labradores; la cual cosa agradó muchísimo a Cimone porque las costumbres y las maneras de los hombres rústicos eran más de su gusto que las ciudadanas.
Yéndose, pues, Cimone al campo, y haciendo allí las cosas que correspondían a aquel lugar, sucedió que un día, pasado ya mediodía, yendo él de una posesión a otra con un bastón echado al cuello, entró en un bosquecillo que había hermosísimo en aquella comarca, y que, porque el mes de mayo era, estaba todo frondoso; andando por el cual llegó, según le guió su fortuna, a un pradecillo rodeado de altísimos árboles, en uno de los rincones del cual había una bellísima y fresca fuente junto a la que vio, sobre el verde prado, dormir a una hermosísima joven cubierta por un vestido tan sutil que casi nada de las cándidas carnes escondía, y de la cintura para arriba estaba solamente cubierta por un paño blanquísimo y sutil; y junto a ella semejantemente dormían dos mujeres y un hombre, siervos de esta joven. A la cual, como Cimone vio, no de otra manera que si nunca hubiera visto forma de mujer, apoyándose sobre su bastón, sin decir cosa alguna, con admiración grandísima comenzó intensísimamente a contemplar; y en el rudo pecho, donde con mil enseñanzas no se había podido hacer entrar impresión alguna de ciudadano placer, sintió despertar un pensamiento que le decía a su material y gruesa mente que aquélla era la más hermosa cosa que nunca había sido vista por ningún viviente.
Y allí empezó a distinguir sus partes alabando los cabellos, que estimaba de oro, la frente, la nariz y la boca, la garganta y los brazos y sumamente el pecho, todavía no muy elevado; y de labrador convertido súbitamente en juez de la hermosura, deseaba sumamente en su interior verle los ojos que, por alto sueño apesadumbrados, tenía cerrados; y por vérselos muchas veces tuvo deseos de despertarla. Pero pareciéndole infinitamente más hermosa que otras mujeres que antes había visto, dudaba que fuese alguna diosa; y tanto juicio mostraba que juzgaba que las cosas divinas eran más dignas de reverencia que las mundanas y por ello se contenía esperando que por sí misma se despertase; y aunque la espera le pareciese excesiva, invadido por desusado placer, no sabía irse de allí.
Sucedió, pues, que, luego de un largo espacio, la joven, cuyo nombre era Ifigenia, antes que ninguno de los suyos se despertó, y alzando la cabeza y abriendo los ojos y viendo que en su bastón apoyado estaba Cimone delante, se maravilló mucho, y dijo:
-Cimone, ¿qué vas buscando a estas horas por este bosque?
Era Cimone, tanto por su hermosura como por su rudeza y por la nobleza y riqueza del padre, conocido a cualquiera del país. No contestó nada a las palabras de Ifigenia, pero al verla abrir los ojos empezó a mirárselos fijamente pareciéndole que de ellos salía una suavidad que le llenaba de un placer nunca por él probado. Lo que viendo la joven comenzó a temer que aquel su fijo mirar moviese su rudeza a alguna cosa que pudiera causarle deshonra, por lo que, llamadas sus mujeres, se levantó diciendo:
-Cimone, quedaos con Dios.
Y entonces Cimone le respondió: -Yo voy contigo.
Y por mucho que la joven rechazase su compañía, siempre temiéndole, no pudo separarlo de ella hasta que no la hubo acompañado a su casa; y de allí se fue a casa de su padre afirmando que de ninguna manera volvería al campo; lo que, por muy pesado que fuera a su padre y a los suyos, le dejaron hacer esperando ver qué causa era la que de aquella manera le había hecho mudar de opinión.
Habiendo, pues, entrado en el corazón de Cimone, en el que ninguna enseñanza había podido entrar, la saeta de Amor por la hermosura de Ifigenia, en brevísimo tiempo, yendo de un pensamiento a otro, maravilló a su padre y a todos los suyos y a cualquiera otro que le conocía. Primeramente pidió a su padre que le hiciera vestir con los trajes y todas las demás cosas adornado que llevaban sus hermanos, lo que su padre hizo contentísimo. Luego, reuniéndose con los jóvenes de pro y oyendo hablar de las cosas que corresponden a los gentileshombres, y máximamente a los enamorados, primero con admiración grandísima de todos en poco espacio de tiempo, no solamente aprendió las primeras letras, sino que llegó a ser de gran valor entre los filósofos; y después de esto, siendo razón de todo aquello el amor que tenía a Ifigenia, no solamente la voz bronca y rústica redujo a educada y ciudadana, sino que llegó a ser maestro de canto y de música, y en el cabalgar y en las cosas bélicas, tanto marinas como de tierra, expertísimo y valeroso llegó a ser. Y en breve, para no contar en detalle todas las cosas de su virtud, no había pasado el cuarto año desde el día de su primer enamoramiento cuando había llegado a ser el más gallardo y el más cortés y el que tenía más particulares virtudes entre los otros jóvenes que hubiera en la isla de Chipre.
¿Qué es, amables señoras, lo que hemos de pensar de Cimone? Ciertamente, no otra cosa sino que las altas virtudes por el cielo infundidas en su valerosa alma habían sido por la envidiosa fortuna en una pequeñísima parte de su corazón con lazos fortísimos atadas y encerradas, los cuales todos Amor rompió e hizo pedazos, como que era mucho más poderoso que ella; y como animador de los adormecidos ingenios, a aquéllos, oscurecidos por crueles tinieblas, con su fuerza arrastró a la clara luz mostrando abiertamente de qué lugar arrastra a los espíritus sujetos a él y a cuál los conduce con sus rayos.
Cimone, pues, por mucho que en amar a Ifigenia en algunas cosas, así como suelen hacer los jóvenes amantes, exagerase, no por ello Aristippo, considerando que Amor lo había hecho de borrego transformarse en persona, no sólo no dejaba pacientemente de ayudarlo sino que le animaba a seguir en todo su voluntad.
Pero Cimone, que rehusaba ser llamado Galeso por acordarse de que así lo había llamado Ifigenia, queriendo dar honesto fin a su deseo, muchas veces hizo sondear a Cipseo, padre de Ifigenia, para que se la diese por mujer, pero Cipseo repuso siempre que se la había prometido a Pasimundas, noble joven rodense a quien entendía no faltar.
Y habiendo llegado el tiempo de las pactadas nupcias de Ifigenia, y habiendo mandado a por ella su esposo, se dijo Cimone:
«Ahora es tiempo de mostrar, oh Ifigenia, cuánto eres amada por mí. Por ti me he hecho un hombre y si puedo tenerte no dudo que me convertiré en más glorioso que algún dios; y con certeza o te tendré o moriré.» Y dicho esto, ocultamente a algunos nobles jóvenes pidiendo ayuda, que eran sus amigos, y haciendo secretamente armar un barco con todas las cosas oportunas para la batalla naval, se hizo a la mar, en espera del barco que debía transportar a Ifigenia a su esposo en Rodas. La cual, luego de muchos honores que le hicieron su padre y los amigos de su esposo, hecha a la mar, hacia Rodas enderezaron la proa y salieron.
Cimone, que no se dormía, al día siguiente con su barco la alcanzó, y de lo alto de la proa a los que en el barco de Ifigenia iban, gritó fuerte:
-Deteneos, arriad las velas, o esperad ser vencidos y hundidos en el mar.
Los adversarios de Cimone habían traído las armas a cubierta y se preparaban a defenderse; por lo que Cimone, tomando, después de las palabras, un arpón de hierro, sobre la popa de los rodenses, que se alejaban deprisa, lo echó y la proa de su barco lo sujetó con fuerza; y fiero como un león, sin esperar a ser seguido por nadie, sobre la nave de Rodas saltó, como si a todos tuviera por nadie; y espoleándolo Amor, con maravillosa fuerza entre los enemigos se arrojó con un cuchillo en la mano y ora a éste ora a aquél hiriendo, como a ovejas los abatía. Lo que viendo los rodenses, arrojando en tierra las armas, casi al unísono se declararon prisioneros.
A los que Cimone dijo:
-Jóvenes, ni deseo de botín ni enojo contra vosotros me hizo partir de Chipre para asaltaros en medio del mar con mano armada: lo que me movió es para mí grandísima cosa de conseguir y para vosotros fácil de conceder con paz, y es Ifigenia, sobre todas las cosas por mí amada, a quien no pudiendo obtener de su padre como amigo y en paz, a vosotros como enemigo y con las armas me ha empujado Amor a quitárosla; y porque entiendo ser yo para ella lo que debía ser vuestro Pasimundas, dádmela, e idos con la gracia de Dios.
Los jóvenes, a quienes más la fuerza que la liberalidad obligaba, a Ifigenia, lacrimosa, concedieron a Cimone; el cual, viéndola llorar, le dijo:
-Noble señora, no te aflijas; soy tu Cimone, que por un largo amor mucho más he merecido tenerte que Pasimundas por una palabra dada.
Volvióse, pues, Cimone, habiéndola ya hecho llevar sobre su nave, sin tocar nada más de los rodenses, con sus compañeros, y los dejó marchar. Cimone entonces, más que ningún otro hombre contento con la adquisición de tan cara prenda, luego de que algún tiempo hubo empleado en consolarla a ella, que lloraba, deliberó con sus compañeros que no era el caso de volver a Chipre por el momento, por lo que, de común consejo, todos hacia Creta, donde casi todos ellos y máximamente Cimone, por parentescos viejos y recientes y por muchos amigos creían que estarían seguros junto con Ifigenia, enderezaron la proa de su nave. Pero la fortuna, que asaz fácilmente había otorgado a Cimone la consecución de la mujer, inconstante, súbitamente en triste y amargo llanto mudó la indecible alegría del enamorado joven.
No habían todavía pasado cuatro horas desde que Cimone había dejado a los rodenses cuando, llegando la noche (que Cimone esperaba más placentera que ninguna de las pasadas antes) junto con ella se levantó un temporal bravísimo y tempestuoso que al cielo con nubes y al mar con perniciosos vientos llenó; por la cual cosa ni podía nadie ver qué hacer ni adónde ir, ni siquiera mantenerse en cubierta para buscar algún remedio. Cuánto dolió esto a Cimone no hay que preguntárselo. Parecía que los dioses le hubiesen concedido su deseo para que más doloroso le fuese el morir, de lo que sin aquello poco se hubiese preocupado antes. Se dolían del mismo modo sus compañeros, pero sobre todos se dolía Ifigenia, llorando fuertemente y temiendo cada sacudida de las olas, y en su llanto ásperamente maldecía el amor de Cimone y se quejaba de su atrevimiento, afirmando que por ninguna otra cosa había nacido aquel tempestuoso azar sino porque los dioses no querían que aquel que contra su gusto quería tenerla por esposa pudiera gozar de su presuntuoso deseo sino que, viéndola primero morir a ella, él después muriese miserablemente.
Con tales lamentos y con otros mayores no sabiendo los marineros qué hacerse, haciéndose el viento cada vez más fuerte, sin saber ni distinguir adónde iban, llegaron junto a la isla de Rodas; y no sabiendo sin embargo qué isla fuese aquélla, con todo ingenio se esforzaron, para salvar sus vidas en llegar a tierra si se podía. A lo cual fue favorable la fortuna y los condujo a un pequeño seno del mar adonde poco antes que ellos los rodenses dejados libres por Cimone habían llegado con su nave; y antes de apercibirse de haber anclado en la isla de Rodas, se vieron (al salir la aurora y hacer el cielo algo más claro) como vecinos por un tiro de arco del barco que el día anterior habían dejado libre, de la cual cosa Cimone, angustiado sin medida, temiendo que le sucedería lo que le sucedió, mandó que se pusiera todo esfuerzo en salir de allí e ir a donde la fortuna los llevase porque en ninguna parte podían estar peor que aquí.
Se hicieron grandes esfuerzos para poder salir de allí, pero en vano: el viento poderosísimo los empujaba al lado contrario hasta el punto de que no sólo no pudieron salir del pequeño golfo, sino que, quisieran o no, los empujó a tierra. Y al llegar a ella fueron reconocidos por los marineros rodenses que habían descendido de su nave, de los cuales rápidamente alguno corrió a una hacienda cercana adonde habían ido los nobles jóvenes rodenses y les contó que allí Cimone con Ifigenia a bordo de su nave habían llegado por azar del mismo modo que ellos. Éstos, al oírlo, contentísimos, tomando a muchos de los hombres de la hacienda, prestamente fueron al mar; y Cimone, que ya en tierra con los suyos había tomado la decisión de huir a algún bosque cercano, todos juntos con Ifigenia fueron presos y llevados a la hacienda, y de allí, venido de la ciudad Lisímaco, sobre quien reposaba aquel año la suma magistratura de los rodenses, con grandísima compañía de hombres de armas, a Cimone y a todos sus compañeros se llevó a prisión, como Pasimundas, a quien las noticias habían llegado, había ordenado querellándose ante el senado de Rodas. Y de tal guisa el mísero y enamorado Cimone perdió a su Ifigenia ganada por él poco antes sin haberle quitado más que algún beso.
Ifigenia fue recibida y confortada por muchas mujeres nobles de Rodas, tanto por el dolor sufrido en su captura como por la fatiga pasada en el airado mar, y junto a ellas se estuvo hasta el día fijado para sus bodas. A Cimone y a sus compañeros, por la libertad que habían dado el día antes a los jóvenes rodenses, les fue concedida la vida, que Pasimundas solicitaba con todas sus fuerzas que les fuera quitada, y a prisión perpetua fueron condenados; en la cual, como puede creerse, dolorosos estaban y sin esperanza ya de ningún placer. Pasimundas cuanto podía la preparación de las futuras nupcias solicitaba; pero la fortuna, como arrepentida de la súbita injuria hecha a Cimone, obró un nuevo accidente en favor de su salud.
Tenía Pasimundas un hermano menor en edad que él, pero no en virtud que tenía por nombre Orínisda, que había estado en largas negociaciones para tomar por mujer a una joven noble y hermosa de la ciudad, que se llamaba Casandra, a quien Lisímaco sumamente amaba; y se había aplazado el matrimonio muchas veces por distintos accidentes. Ahora, viéndose Pasimundas a punto de celebrar sus nupcias con grandísima fiesta, pensó que óptimamente estaría si en aquella misma fiesta, para no volver de nuevo a los gastos y a los festejos, pudiera hacer que Orínisda semejantemente tomara mujer, por lo que con los parientes de Casandra renovó las conversaciones y las llevó a término, y él junto con el hermano decidieron que el mismo día que Pasimundas se llevase a Ifigenia, el mismo Orínisda se llevase a Casandra. La cual cosa oyendo Lisímaco, sobremanera le desagradó porque se veía privado de su esperanza, según la cual pensaba que si Orínisda no la desposaba, ciertamente la obtendría él; pero como prudente, tuvo escondido su dolor y empezó a pensar de qué manera podría impedir que aquello tuviera lugar, y no vio ninguna vía posible sino raptarla. Esto le pareció fácil por el cargo que tenía, pero mucho más deshonroso lo juzgaba que si no hubiera tenido aquel cargo; pero en resumen, después de larga deliberación, la honestidad cedió el lugar al amor y tomó el partido de que, sucediera lo que sucediese, raptaría a Casandra.
Y pensando en la compañía que para hacer aquello necesitaba y de la manera en que debla procederse, se acordó de Cimone, a quien tenía prisionero junto con sus compañeros, e imaginó que ningún otro compañero mejor ni más leal podía tener que Cimone en este asunto; por lo que la noche siguiente ocultamente le hizo venir a su cámara y comenzó a hablarle de esta guisa:
-Cimone, así como los dioses son óptimos y liberales donantes de las cosas a los hombres, así son sagacísimos probadores de su virtud, y a quienes encuentran firmes y constantes en todos los casos, como a los más valerosos hacen dignos de las más altas recompensas. Ellos han querido una prueba de tu virtud más cierta que aquella que pudiste mostrar dentro de los límites de la casa de tu padre, a quien sé abundantísimo en riquezas; y primero con las punzantes solicitudes de amor te hicieron hombre de insensato animal (tal como he sabido), y luego con dura fortuna y al presente con dolorosa prisión quieren ver si tu ánimo cambia de lo que era cuando por poco tiempo te sentiste feliz con la ganada presa; el cual si es el mismo que fue, nada tan feliz te concedieron como lo que al presente se preparan a darte, lo cual, para que recobres las usadas fuerzas y te sientas animoso, entiendo mostrarte. Pasimundas, contento con tu desgracia y solicito procurador de tu muerte, cuanto puede se apresura a celebrar las bodas con tu Ifigenia para gozar en ellas de la presa que primero una alegre fortuna te había concedido y súbitamente airada te quitó; la cual cosa, cuánto tiene que dolerte, si amas como yo creo, por mí mismo lo conozco, a quien igual injuria que la tuya se prepara a hacerme el mismo día su hermano Orínisda con Casandra, a quien yo amo sobre todas las cosas. Y para escapar a tanta injuria y a tanto dolor de la fortuna ninguna vía veo que quede abierta sino la virtud de nuestros ánimos y de nuestras diestras con las que debemos mantener las espadas y abrirnos camino, tú para el segundo rapto, y yo para el primero de nuestras señoras; por lo que si tú, no quiero decir tu libertad (de la que poco creo que te preocupes sin tu señora), sino si a tu señora quieres recuperar, en tus manos la han puesto los dioses si quieres seguirme en mi empresa.
Estas palabras hicieron volver a Cimone todo el perdido ánimo, y sin demasiado respiro tomarse para responder, dijo:
-Lísimaco, ni más fuerte ni más fiel compañero que yo puedes tener en tal cosa si es que de ella se seguirá para mí lo que dices; y por ello lo que te parece que tenga que hacer ordénamelo y verás que lo hago con maravillosa fuerza.
A quien Lísimaco dijo:
-El tercer día a partir de hoy, entrarán por vez primera las nuevas esposas en casa de sus maridos, donde tú armado con tus compañeros y yo con algunos de los míos en los que más confío, al caer la tarde entraremos, y raptándolas en medio del convite, a una nave que he hecho aprestar secretamente las llevaremos matando a cualquiera que se atreva a hacernos frente.
Gustó la orden a Cimone y, callado, hasta el tiempo acordado estuvo en la prisión. Llegado el día de las bodas, la pompa fue grande y magnífica, y por todas partes la casa de los dos hermanos estaba en fiesta.
Habiendo preparado Lísimaco todas las cosas oportunas, a Cimone y sus compañeros y semejantemente a sus amigos, todos armados bajo sus vestidos, cuando le pareció oportuno y habiéndolos primero con muchas palabras animado a su propósito, dividió en tres partes, de las cuales cautamente a una mandó al puerto para que nadie pudiera impedir el subir a la nave cuando lo necesitasen; y con las otras dos venidos a la casa de Pasimundas, a una dejó a la puerta para que ninguno pudiera encerrarlos dentro e impedir su salida, y con el remanente, junto con Cimone, subió por las escaleras.
Y llegados ya a la sala donde las nuevas esposas con muchas otras señoras ya a la mesa se habían sentado para comer ordenadamente, echándose hacia adelante y tirando al suelo las mesas, cada uno cogió a la suya y, poniéndolas en brazos de sus compañeros, mandaron que a la preparada nave las llevasen inmediatamente. Las recién casadas empezaron a llorar y a gritar e igualmente las otras mujeres y servidores; y repentinamente todo se llenó de voces y de llanto. Pero Cimone y Lisímaco y sus compañeros, sacando las espadas, sin que nadie se enfrentase a ellos, dejándoles todos paso, hacia la escalera se volvieron; y bajando por ella corrió a ellos Pasimundas que con un gran bastón en la mano corría al ruido, al que animosamente Cimone con su espada golpeó en la cabeza y se la partió por medio, y le hizo caer muerto a sus pies; corriendo en ayuda del cual el mísero Orínisda, igualmente fue muerto por uno de los golpes de Cimone, y algunos otros que acercarse quisieron por los compañeros de Lísimaco y de Cimone fueron heridos y rechazados. Éstos, dejando la casa llena de sangre y de alboroto y de llanto y de tristeza, sin ningún obstáculo, apretando su botín, llegaron a la nave; y poniendo en ella a las mujeres y subiendo ellos y todos sus compañeros, estando ya la playa llena de gente armada que a rescatar a las señoras venía, dando los remos al agua, alegremente se fueron a lo suyo.
Y llegados a Creta, allí por muchos amigos y parientes alegremente recibidos fueron, y casándose con las mujeres haciendo una gran fiesta, alegremente de su botín gozaron. En Chipre y en Rodas hubo alborotos y riñas grandes y durante mucho tiempo por sus hechos; por último, mediando en un lugar y en otro los amigos y los parientes, encontraron el modo de que, luego de algún exilio, Cimone con Ifigenia, contento, volviese a Chipre y Lísimaco del mismo modo con Casandra se volvió a Rodas; y cada uno alegremente con la suya vivió largamente contento en su tierra.



NOVELA SEGUNDA

Costanza ama a Martuccio Gmito y, oyendo que había muerto, desesperada se sube sola a una barca, la cual por el viento es transportada a Susa; lo encuentra vivo en Túnez, se descubre a él, y él, estando en gran privanza con el rey por los consejos que le ha dado, casándose con ella, rico, se vuelve con ella a Lípari.

La reina, viendo terminada la historia de Pánfilo, después de haberla alabado mucho, ordenó a Emilia que, diciendo una, continuase; la cual comenzó así:
Todos debemos con razón deleitarnos con las cosas que vemos seguidas por el galardón que merecen los afectos; y porque amar más merece deleite que aflicción a largo término, con mucho mayor placer mío al hablar de la presente materia obedeceré a la reina de lo que en la precedente hice al rey.
Debéis, pues, delicadas señoras, saber que junto a Sicilia hay una islita llamada Lípari, en la cual, no hace aún mucho tiempo, hubo una bellísima joven llamada Costanza, nacida en la isla de gentes muy honradas, de la cual un joven que en la isla había, llamado Martuccio Gomito, asaz gallardo y cortés y valioso en su oficio, se enamoró. La cual tanto por él se inflamó de igual manera que nunca sentía ningún bien sino cuando lo veía, y deseando Martuccio tenerla por mujer, la hizo pedir a su padre, el cual contestó que él era pobre y por ello no quería dársela.
Martuccio, despechado al verse rehusado por su pobreza, con algunos amigos y parientes armando un barco, juró no volver jamás a Lípari sino rico; y partiendo de allí, comenzó a piratear costeando Berbería, robando a cualquiera que pudiese menos que él; en la cual cosa bastante favorable le fue la fortuna, si hubiera sabido poner límite a su ventura. Pero no bastándole que él y sus compañeros se hubiesen hecho riquísimos en poco tiempo, mientras buscaban enriquecerse más, sucedió que por algunos barcos sarracenos luego de larga defensa, con sus compañeros fue preso y robado, y por 1a mayor parte de los sarracenos despedazado y hundido su barco, él, llevado a Túnez, fue puesto en prisión y tenido en larga miseria. Llegó a Lípari no por una ni por dos, sino por muchas y diversas personas la noticia de que todos aquellos que con Martuccio había en el barquichuelo se habían anegado.
La joven, que sin medida estaba triste por la partida de Martuccio, oyendo que con los otros había muerto, largamente lloró, y decidió no seguir viviendo, y no sufriéndole su corazón matarse a sí misma con violencia, pensó una rara obligación imponer a su muerte; y saliendo secretamente una noche de su casa y llegando al puerto, halló por acaso, un tanto separada de las otras naves, una navecilla de pescadores, a la cual, porque acababan de bajarse de ella sus patrones, encontró provista de mástil y de remos.
Y subiendo en ella prestamente y con los remos empujándose un tanto por el mar, algo conocedora del arte marinero como lo son generalmente todas las mujeres de aquella isla, izó la vela y arrojó los remos y el timón y se entregó por completo al viento, pensando que por necesidad debía suceder o que el viento a la barca sin carga y sin piloto volcase, o que contra algún escollo la arrojase y rompiera; con lo que ella, aunque salvarse quisiera, no pudiese y por necesidad se ahogara; y tapándose la cabeza con un manto, se echó sollozando en el fondo de la barca. Pero de muy distinta manera sucedió de lo que ella pensaba, porque siendo aquel viento que soplaba tramontano y asaz suave, y no habiendo casi oleaje, y sosteniéndose bien la barca, al siguiente día de la noche en que se había subido a ella, al atardecer, a unas cien millas más allá de Túnez a una playa vecina a una ciudad llamada Susa la llevó.
La joven no advertía estar en la tierra más que en el mar, como quien nunca por ningún accidente había levantado la cabeza ni entendía levantarla. Y había por acaso entonces, cuando la barca golpeó la orilla, una pobre mujer junto al mar, que quitaba del sol las redes de sus pescadores; la cual, viendo la barca, se maravilló de cómo con la vela desplegada la hubiese dejado dar en tierra; y pensando que en ella los pescadores dormían, fue a la barca y a ninguna otra persona vio sino a esta joven, y a ella, que profundamente dormía, llamó muchas veces, y al fin la hizo despertarse, y conociendo en el vestir que era cristiana, hablándola en ladino le preguntó cómo era que tan sola en aquella barca hubiera llegado allí.
La joven, oyéndola hablar ladino, temió que tal vez otro viento la hubiera devuelto a Lípari, y poniéndose súbitamente en pie miró alrededor, y no conociendo la comarca y viéndose en tierra, preguntó a la buena mujer que dónde estaba.
Y la buena mujer le respondió:
-Hija mía, estás cerca de Susa en Berbería.
Oído lo cual, la joven, pesarosa de que Dios no había querido mandarle la muerte, temiendo el deshonor y no sabiendo qué hacerse, junto a su barca sentándose, comenzó a llorar. La buena mujer, viendo esto, sintió piedad de ella, y tanto le rogó que se la llevó a su cabaña; y tanto la lisonjeó allí que ella le dijo cómo había llegado hasta allí, por lo que, viendo la buena mujer que estaba todavía en ayunas, su duro pan y algún pez y agua le preparó, y tanto la rogó que comió un poco. Luego preguntó Costanza quién era a la buena mujer que así hablaba ladino; y ella le dijo que de Trápani era y que tenía por nombre Carapresa y que allí servía a algunos pescadores cristianos.
La joven, al oír decir «Carapresa», por muy apesadumbrada que estuviera, y no sabiendo ella misma qué razón le movía a ello, sintió que era buen augurio haber oído este nombre, y comenzó a sentir esperanzas sin saber de qué y a sentir cesar un tanto el deseo de la muerte; y sin manifestar quién era ni de dónde, rogó insistentemente a la buena mujer que por amor de Dios tuviera misericordia de su juventud y que le diese algún consejo con el cual pudiera escapar de que le hicieran algún daño.
Carapresa, al oírla, a guisa de buena mujer, dejándola en la cabaña, prestamente recogió sus redes y volvió con ella, y cubriéndola toda con su mismo manto, la llevó con ella a Susa, y llegada allí, dijo:
-Costanza, yo te llevaré a casa de una buenísima señora sarracena a quien sirvo muchas veces en lo que necesita, y es una señora anciana y misericordiosa; te recomendaré a ella cuanto pueda y estoy certísima de que te recibirá de grado y te tratará como a una hija, y tú, estando con ella, te las ingeniarás como puedas, sirviéndola, para conseguir su gracia hasta que Dios te mande mejor ventura.
Y como lo dijo, lo hizo. La señora, que era ya vieja, después de oírla, miró a la joven a la cara y empezó a llorar, y asiéndola, la besó en la frente y luego, de la mano, la llevó a su casa, en la cual, con algunas otras mujeres vivía sin hombre alguno, y todas trabajaban en diversas cosas con sus manos, haciendo distintos trabajos de seda, de palma, de cuero; de los que la joven en pocos días aprendió a hacer alguno y con ellas comenzó a trabajar, y en tanta gracia y amor llegaron a tenerla la buena señora y las otras, que era cosa maravillosa, y en poco espacio de tiempo, enseñándosela ellas, aprendió su lengua.
Viviendo, pues, la joven en Susa, habiendo sido ya en su casa llorada por perdida y muerta, sucedió que, siendo rey de Túnez uno que se llamaba Meriabdelá, un joven de gran linaje y de mucho poder que había en Granada, diciendo que le pertenecía a él el reino de Túnez, reunida grandísima multitud de gente contra el rey de Túnez se vino, para arrojarlo del reino.
Y llegando estas cosas a los oídos de Martuccio Gomito en la prisión, el cual muy bien sabía el berberisco, y oyendo que el rey de Túnez se esforzaba muchísimo en defenderla, dijo a uno de aquellos que a él y a sus compañeros guardaban:
-Si yo pudiera hablar al rey, me da el corazón que le daría un consejo con el cual ganaría la guerra.
El guardián dijo estas palabras a su señor, el cual al rey las contó incontinenti; por lo cual, el rey mandó que le fuera llevado Martuccio; y preguntándole cuál era su consejo, le respondió así:
-Señor mío, si he mirado bien en otros tiempos que he estado en estas tierras vuestras la manera en que tenéis vuestras batallas, me parece que más con arqueros que otra cosa las libráis; y por ello, si encontrase el modo de que a los arqueros de vuestro adversario les faltasen saetas y que los vuestros tuvieran de ellas en abundancia, creo que venceríais vuestra batalla.
Y el rey le dijo:
-Sin duda si esto pudiera hacerse, creería ser vencedor.
Y Martuccio le dijo:
-Señor mío, si lo queréis, esto podrá hacerse, y oíd cómo: vosotros debéis hacer cuerdas mucho más delgadas para los arcos de vuestros arqueros que las que son por todas usadas comúnmente, y luego mandar hacer saetas cuyas muescas no sean buenas sino para estas cuerdas delgadas; y esto conviene hacerlo tan secretamente que vuestro adversario no lo sepa, porque de otra manera encontraría un remedio. Y la razón por la que os digo esto es ésta: luego que los arqueros de vuestro enemigo hayan lanzado sus saetas y los vuestros las vuestras, sabed que las que los vuestros hayan lanzado tendrán que recogerlas vuestros enemigos, para seguir la batalla, y los vuestros tendrán que recoger las suyas; pero los adversarios no podrán usarlas saetas lanzadas por los vuestros porque las pequeñas muescas no entrarán en las cuerdas gruesas, mientras a los vuestros sucederá lo contrario con las saetas de vuestros enemigos, porque en las cuerdas delgadas entrarán óptimamente las saetas que tengan anchas muescas; y así los vuestros tendrán gran acopio de saetas mientras los otros tendrán falta de ellas.
Al rey, que era sabio señor, agradó el consejo de Martuccio, y siguiéndole enteramente, con él encontró haber ganado la guerra, con lo que sumamente Martuccio consiguió su gracia y, por consiguiente, un grande y rico estado. Corrió la fama de estas cosas por el país y llegó a oídos de Costanza que Martuccio Gomito estaba vivo, a quien largamente había creído muerto; por lo que el amor por él, ya entibiado en su corazón frío, con pronta flama se inflamó de nuevo y se hizo mayor y la muerta esperanza suscitó. Por lo cual a la buena señora con quien vivía manifestó todos sus asuntos, y le dijo que deseaba ir a Túnez para saciar sus ojos con aquello que los oídos por las recibidas noticias le habían hecho deseosa. La cual alabó mucho su deseo, y como si hubiese sido su madre, subiendo a una barca, con ella se fue a Túnez, donde con Costanza en casa de una pariente suya fue recibida honradamente.
Y habiendo ido con ella Carapresa, la mandó a escuchar lo que pudiera saberse de Martuccio; y encontrando que estaba vivo y en gran estado y contándoselo, plugo a la noble señora ser ella quien significase a Martuccio que allí en su busca había venido su Costanza; y yendo un día a donde Martuccio estaba, le dijo:
-Martuccio, a mi casa ha llegado un servidor tuyo que viene de Lípari y querría secretamente hablarte; y por ello, por no confiarse a los otros, tal como él ha querido, yo mismo he venido a decírtelo.
Martuccio le dio las gracias y tras ella se fue a su casa. Cuando la joven lo vio, cerca estuvo de morir de alegría, y no pudiendo contenerse, súbitamente con los brazos abiertos se le echó al cuello y lo abrazó, y por lástima de los infortunios pasados y por la alegría presente, sin poder nada decir, tiernamente comenzó a llorar.
Martuccio, viendo a la joven, un tanto se quedó sin palabra de la maravilla, y luego, suspirando, dijo:
-¡Oh, Costanza mía! ¿Estás viva? Hace mucho tiempo que oí que habías muerto y en nuestro país de ti nada se sabía.
Y dicho esto, llorando tiernamente, la abrazó y la besó. Costanza le contó todas sus aventuras y el honor que había recibido de la noble señora con quien había estado. Martuccio, luego de muchos razonamientos, separándose de ella, a su señor se fue y todo le contó; esto es, sus azares y los de la joven, añadiendo que, con su licencia, entendía según nuestra fe casarse con ella.
El rey se maravilló de estas cosas, y haciendo venir a la joven y oyéndole que era tal como Martuccio había dicho, dijo:
-Pues muy bien lo has ganado por marido.
Y haciendo venir grandísimos y nobles presentes, parte le dio a ella y parte a Martuccio, dándoles licencia para hacer entre sí lo que más fuese del agrado de cada uno. Martuccio, honrada mucho la noble señora con quien Costanza había vivido, y agradeciéndole lo que en su servicio había hecho, y haciéndole tales presentes como a ella convenían y encomendándola a Dios, no sin muchas lágrimas de Costanza, se despidió; y luego, subiendo a un barquito con licencia del rey, y con su Carapresa, con próspero viento volvieron a Lípari, donde hubo tan gran fiesta como nunca decir se podría. Allí Martuccio se caso con ella e hizo grandes y hermosas bodas, y luego con ella, en paz y en reposo, largamente gozaron de su amor.



NOVELA TERCERA

Pietro Boccamazza se escapa con Agnolella; se encuentra con ladrones, la joven huye por un bosque y es conducida a un castillo, Pietro es apresado y se escapa de manos de los ladrones, y luego de algunos accidentes llega al castillo donde estaba Agnolella, y casándose con ella, con ella vuelve a Roma.

No hubo nadie entre todos que la historia de Emilia no alabase, la que viendo la reina que había terminado, volviéndose a Elisa le ordenó que continuase ella; y ella, deseosa de obedecer, comenzó:
A mí se me pone delante, encantadoras señoras, una mala noche que pasaron dos jovencillos poco prudentes; pero porque le siguieron muchos días felices, como está de acuerdo con nuestro argumento, me place contarla.
En Roma, que como hoy es la cola antes fue la cabeza del mundo, hubo un joven hace poco tiempo, llamado Pietro Boccamazza, de familia muy honrada entre las romanas, que se enamoró de una hermosísima y atrayente joven llamada Agnolella, hija de uno que tuvo por nombre Gigliuozzo Saullo, hombre plebeyo pero muy querido a los romanos. Y amándola, tanto hizo, que la joven comenzó a amarle no menos que él la amaba. Pietro, empujado por ferviente amor, y pareciéndole que no debía sufrir más la dura pena que el deseo de ella le daba, la pidió por mujer; la cual cosa, al saberla sus parientes, fueron adonde él y le reprocharon mucho lo que quería hacer; y por otra parte hicieron decir a Gigliuozzo Saullo que de ninguna manera atendiese a las palabras de Pietro porque, si lo hacía, nunca como amigo le tendrían sus parientes.
Pietro, viéndose el vedado camino por el que sólo creía poder conseguir su deseo, quiso morirse de dolor, y si Gigliuozzo lo hubiera consentido, contra el gusto de todos los parientes que tenía hubiese tomado por mujer a su hija; pero como no fue así, se le puso en la cabeza que, si a la joven le placiere, haría que aquello tuviese lugar, y por persona interpuesta conociendo que le placía, se puso de acuerdo con ella para huir de Roma. Y planeado aquello, Pietro, una mañana, levantándose tempranísimo, junto con ella montó a caballo y se pusieron en camino hacia Anagni, donde Pietro tenía algunos amigos en los cuales confiaba mucho; y cabalgando así, no teniendo tiempo de hacer las bodas porque temían ser seguidos, hablando. sobre su amor, alguna vez el uno besaba al otro.
Ahora, sucedió que, no conociendo Pietro muy bien el camino, cuando estuvieron unas ocho millas lejos de Roma, debiendo tomar a la derecha, se fueron por un camino a la izquierda; y apenas habían cabalgado más de dos millas cuando se vieron cerca de un castillo del cual, habiéndolos visto, súbitamente salieron cerca de doce hombres de armas; y estando bastante cerca, la joven los vio, por lo que gritando dijo:
-¡Pietro, salvémonos que nos asaltan!
Y como pudo, hacia un bosque grandísimo volvió su jaco y, apretándole las espuelas, sujetándose al arzón, sintiéndose el jaco aguijar, corriendo por aquel bosque la llevaba. Pietro, que más la cara de ella iba mirando que el camino, no habiéndose percatado pronto, como ella, de los hombres que venían, fue alcanzado por ellos y preso y obligado a bajar del jaco; y preguntándole quién era, empezaron a deliberar entre ellos y a decir:
-Éste es de los amigos de nuestros enemigos; ¿qué hemos de hacer sino quitarle estas ropas y este jaco y, por desagradar a los Orsini, colgarlo de una de estas encinas?
Y estando todos de acuerdo con esta decisión, habían mandado a Pietro que se desnudase; y estando él desnudándose, ya adivinando todo su mal, sucedió que una cuadrilla de bien veinticinco hombres de armas que estaban en acecho súbitamente se les echaron encima a aquéllos gritando:
-¡Mueran, mueran!
Los cuales, sorprendidos por aquello, dejando a Pietro, se volvieron en su defensa, pero viéndose mucho menos que los asaltantes, comenzaron a huir, y éstos a seguirlos, la cual cosa viendo Pietro, súbitamente cogió sus cosas y saltó sobre su jaco y comenzó a huir cuanto pudo por el camino por donde había visto que la joven había huido.
Pero no viendo por el bosque ni camino ni sendero, ni distinguiendo huellas de caballo, después de que le pareció encontrarse a salvo y fuera de las manos de aquellos que le habían apresado y también de los otros por quienes ellos habían sido asaltados, no encontrando a su joven, más triste que ningún hombre, comenzó a llorar y a andarla llamando por aquí y por allí por el bosque; pero nadie le respondía, y él no se atrevía a volverse atrás, y andando por allí delante no sabía adónde iba a llegar; y, por otra parte, de las fieras que suelen habitar en los bosques tenía al mismo tiempo miedo por él y por su joven, a quien le parecía estar viendo estrangulada por un oso o un lobo.
Anduvo, pues, este desventurado Pietro todo el día por aquel bosque gritando y dando voces, a veces retrocediendo cuando creía que avanzaba; y ya entre el gritar y el llorar y por el miedo y por el largo ayuno, estaba tan rendido que más no podía. Y viendo llegada la noche, no sabiendo qué consejo tomar, encontrada una grandísima encina, bajando del jaco, lo ató a ella, y luego, para no ser por las fieras devorado por la noche, se subió a ella, y poco después, saliendo la luna y estando el tiempo clarísimo, no atreviéndose a dormir para no caer, aunque hubiera tenido la ocasión, el dolor y los pensamientos que tenía de su joven no le hubieran dejado; por lo que, suspirando y llorando y maldiciendo su desventura, velaba.
La joven, huyendo como decíamos antes, no sabiendo dónde ir sino donde su jaco mismo donde mejor le parecía la llevaba, se adentró tanto en el bosque que no podía ver el lugar por donde había entrado; por lo que no de otra manera de lo que había hecho Pietro, todo el día (ora esperando y ora andando), y llorando y dando voces, y doliéndose de su desgracia, por el selvático lugar anduvo dando vueltas.
Al fin, viendo que Pietro no venía, estando ya oscuro, dio junto a un senderillo, entrando por el cual y siguiéndolo el jaco, luego de que más de dos millas hubo cabalgado, desde lejos se vio delante de una casita, a la que lo antes que pudo se llegó; y allí encontró un buen hombre de mucha edad con su mujer que también era vieja; los cuales, cuando la vieron sola, dijeron:
-Hija, ¿qué vas haciendo tú sola a esta hora por este lugar?
La joven, llorando, repuso que había perdido a su compañía en el bosque y preguntó a qué distancia estaba Anagni.
El buen hombre respondió:
-Hija mía, éste no es camino por donde ir a Anagni; hay más de doce millas desde aquí.
Dijo entonces la joven:
-¿Y dónde hay habitaciones en que poder albergarse?
Y el buen hombre repuso:
-Habitaciones no hay en ningún lugar tan cercano que pudieses llegar antes que fuera de día.
Dijo entonces la joven:
-¿Os placería, puesto que a otro lugar ir no puedo, tenerme aquí por el amor de Dios esta noche?
El buen hombre repuso:
-Joven, que te quedes con nosotros esta noche nos placerá, pero sin embargo queremos recordarte que por estas comarcas de día y de noche van muchas malas brigadas de amigos y enemigos que muchas veces nos causan gran daño y gran disgusto; y si por desgracia estando tú aquí viniera alguna, y viéndote hermosa y joven como eres te causaran molestias y deshonra, nosotros no podríamos ayudarte. Queremos decírtelo para que después, si ello sucediera, no puedas quejarte de nosotros.
La joven, viendo que la hora era tardía, aunque las palabras la asustasen, dijo:
-Si place a Dios, nos guardará a vos y a mí de este dolor, que si a pesar de ello me sucediera, es mucho menos malo ser desgarrada por los hombres que despedazada en los bosques por las fieras.
Y dicho esto, bajando de su rocín, entró en la casa del pobre hombre, y allí con ellos de lo que pobremente tenían cenó y luego, toda vestida, sobre una yacija, junto con ellos, se acostó a dormir; y en toda la noche no cesó de suspirar ni de llorar su desventura y la de Pietro, de quien no sabía qué debía esperar sino mal.
Y estando ya cerca la mañana, sintió un gran ruido de pasos de gente; por la cual cosa, levantándose, se fue a un gran patio que tenía detrás la pequeña casita, y viendo en una de las partes mucho heno, se fue a esconder dentro para que, si aquella gente llegase aquí, no la encontraran tan pronto. Y apenas acababa de esconderse del todo cuando aquéllos, que eran una gran brigada de hombres malvados, llegaron a la puerta de la casita; y haciendo abrir y entrando dentro, y encontrado el jaco de la joven todavía con la silla puesta, preguntaron quién había allí.
El buen hombre, no viendo a la joven, repuso:
-No hay nadie más que nosotros, pero este rocín, de quien se haya escapado, llegó ayer por la tarde a nosotros y lo metimos en la casa para que los lobos no lo comiesen.
-Pues -dijo el comandante de la compañía- bueno será para nosotros, puesto que otro dueño no tiene.
Esparciéndose, pues, todos estos por la pequeña casa, una parte se fue al patio, y dejando en tierra sus lanzas y sus escudos de madera, sucedió que uno de ellos, no sabiendo qué hacer, arrojó su lanza en el heno y estuvo a punto de matar a la escondida joven, y ella a descubrirse porque la lanza le dio junto a la teta izquierda, tanto que el hierro le desgarró los vestidos con lo que ella estuvo a punto de lanzar un gran grito temiendo haber sido herida; pero acordándose de dónde estaba, recobrándose, se quedó callada.
La brigada, quién por aquí y quién por allá, habiéndoles cogido los cabritillos y la otra carne, y comido y bebido, se fueron a lo suyo y se llevaron el rocín de la joven.
Y estando ya bastante lejos, el buen hombre comenzó a preguntar a la mujer:
-¿Qué ha sido de la joven que ayer por la noche llegó aquí, que no la he visto desde que nos levantamos?
La buena mujer respondió que no sabía, y estuvieron buscándola. La joven, sintiendo que aquéllos se habían ido, salió del heno; de lo que el buen hombre, muy contento, puesto que vio que no había dado en manos de aquéllos, y haciéndose ya de día, le dijo:
-Ahora que el día viene, si te place te acompañaremos hasta un castillo que está a cinco millas de aquí, y estarás en un lugar seguro; pero tendrás que venir a pie, porque esa mala gente que ahora se va de aquí, se ha llevado tu rocín.
La joven, sin preocuparse por ello, le rogó que al castillo la llevasen; por lo que poniéndose en camino, allí llegaron hacia mitad de tercia. Era el castillo de uno de los Orsini que se llamaba Liello de Campodiflore, y por ventura estaba allí su mujer, que era señora buenísima y santa; y viendo a la joven, prestamente la reconoció y la recibió con fiestas, y ordenadamente quiso saber cómo hubiera llegado aquí. La joven le contó todo.
La señora, que conocía también a Pietro, así como amigo de su marido que era, dolorosa estuvo del caso sucedido; y oyendo dónde había sido preso, pensó que habría sido muerto.
Dijo entonces a la joven.
-Puesto que es así que no sabes de Pietro, te quedarás aquí conmigo hasta que pueda mandarte a Roma con seguridad.
Pietro, estando sobre la encina lo más triste que puede estarse vio venir unos veinte lobos hacia la hora del primer sueño, los cuales todos en cuanto el jaco vieron lo rodearon. Sintiéndolos el rocín, levantando la cabeza, rompió las riendas y quiso darse a la huida, pero estando rodeado y no pudiendo, un gran rato con los dientes y con las patas se defendió; al final fue abatido y destrozado y rápidamente destripado, y apacentándose todos, no dejando sino los huesos, lo devoraron y se fueron. Con lo que Pietro, a quien parecía tener en el jaco una compañía y un sostén de sus fatigas, mucho se acoquinó y se imaginó que nunca más podría salir de aquel bosque; y siendo ya cerca del día, muriéndose de frío sobre la encina, como quien siempre miraba alrededor, vio cerca lo que parecía un grandísimo fuego; por lo que, al hacerse de día claro, bajando no sin miedo de la encina, se enderezó hacia allí y tanto anduvo que llegó a él, alrededor del cual encontró pastores que comían y se divertían, por los que por compasión fue recogido. Y luego de que hubo comido bien y se calentó, contada su desventura y cómo había llegado solo allí, les preguntó si en aquellos lugares había alguna villa o castillo adonde pudiese ir.
Los pastores le dijeron que a unas tres millas de allí estaba un castillo de Liello de Campodiflore, en el cual al presente estaba su mujer; de lo que Pietro contentísimo se puso y les rogó que alguno de ellos le acompañase hasta el castillo, lo que dos de ellos hicieron de buen grado. Llegado a él Pietro, y habiendo encontrado allí a un conocido suyo, tratando de buscar el modo de que la joven fuese buscada por el bosque, fue mandado llamar de parte de la señora; el cual, incontinenti, fue a ella, y al ver con ella a Agnolella, nunca contento hubo igual que el suyo.
Se consumía todo por ir a abrazarla, pero por vergüenza que le causaba la señora lo dejaba; y si él estuvo muy contento, la alegría de la joven al verlo no fue menor. La noble señora, acogiéndolo y festejándolo y oyéndole lo que sucedido le había, le reprendió mucho de lo que quería hacer contra el gusto de sus parientes; pero viendo que con todo estaba determinado a ello y que agradaba a la joven, dijo:
-¿De qué me preocupo yo? Éstos se aman, éstos se conocen; cada uno de ellos es igualmente amigo de mi marido, y su deseo es honrado, y creo que agrade a Dios; puesto que uno de la horca ha escapado y el otro de la lanza, y ambos dos de las fieras salvajes, hágase así.
Y volviéndose a ellos les dijo:
-Si esto tenéis en el ánimo, querer ser mujer y marido, yo también; hágase, y que las bodas aquí se preparen a expensas de Liello: la paz, después, entre vosotros y vuestros parientes bien sabré hacerla yo.
Contentísimo Pietro, y más Agnolella, se casaron allí, y como se puede hacer en la montaña, la noble señora preparó sus honradas bodas, y allí los primeros frutos de su amor dulcísimamente gustaron. Luego, de allí a algunos días, la señora junto con ellos montando a caballo, y bien acompañados, volvieron a Roma, donde, encontrando muy airados a los parientes de Pietro por lo que había hecho, con ellos los puso en paz; y él con mucho reposo y placer con su Agnolella hasta su vejez vivió.



NOVELA CUARTA

Ricciardo Manardi es hallado por micer Lizio de Valbona con su hija, con la cual se casa, y con su padre queda en paz.

Al callarse Elisa, las alabanzas que sus compañeras hacían de su historia escuchando, ordenó la reina a Filostrato que él hablase; el cual, riendo, comenzó:
He sido reprendido tantas veces por tantas de vosotras porque os impuse un asunto de narraciones crueles y que movían al llanto, que me parece (para restañar algo aquella pena) estar obligado a contar alguna cosa con la cual algo os haga reír; y por ello, de un amor que no tuvo más pena que algunos suspiros y un breve temor mezclado con vergüenza, y a buen fin llegado, con una historieta muy breve entiendo hablaros.
No ha pasado, valerosas señoras, mucho tiempo desde que hubo en la Romaña un caballero muy de bien y cortés que fue llamado micer Lizio de Valbona, a quien por acaso, cerca de su vejez, le nació una hija de su mujer llamada doña Giacomina; la cual, más que las demás de la comarca al crecer se hizo hermosa y placentera; y porque era la única que les quedaba al padre y a la madre sumamente por ellos era amada y tenida en estima y vigilada con maravilloso cuidado, esperando concertarle un gran matrimonio. Ahora, frecuentaba mucho la casa de micer Lizio y mucho se entretenía con él un joven hermoso y lozano en su persona, que era de los Manardi de Brettinoro, llamado Ricciardo, del cual no se guardaban micer Lizio y su mujer más que si hubiera sido su hijo; el cual, una vez y otra habiendo visto a la joven hermosísima y gallarda y de loables maneras y costumbres, y ya en edad de tomar marido, de ella ardientemente se enamoró, y con gran cuidado tenía oculto su amor. De lo cual, percibiéndose la joven, sin esquivar el golpe, semejantemente comenzó a amarle a él, de lo que Ricciardo estuvo muy contento.
Y habiendo muchas veces sentido deseos de decirle algunas palabras, y habiéndose callado por temor, sin embargo una vez, buscando ocasión y valor, le dijo:
-Caterina, te ruego que no me hagas morir de amor.
La joven repuso de súbito:
-¡Quisiera Dios que me hicieses tú más morir a mí!
Esta respuesta mucho placer y valor dio a Ricciardo y le dijo:
-Por mí no quedará nada que te sea grato, pero a ti corresponde encontrar el modo de salvar tu vida y la mía.
La joven entonces dijo:
-Ricciardo, ves lo vigilada que estoy, y por ello no puedo ver cómo puedes venir conmigo; pero si puedes tú ver algo que pueda hacer sin que me deshonre, dímelo, y yo lo haré.
Ricciardo, habiendo pensado muchas cosas, súbitamente dijo:
-Dulce Caterina mía, no puedo ver ningún camino si no es que pudieras dormir o venir arriba a la galería que está junto al jardín de tu padre, donde, si supiese yo que estabas, por la noche sin falta me las arreglaría para llegar, por muy alta que esté.
Y Caterina le respondió:
-Si te pide el corazón venir allí creo que bien podré hacer de manera que allí duerma.
Ricciardo dijo que sí, y dicho esto, una sola vez se besaron a escondidas, y se separaron. Al día siguiente, estando ya cerca el final de mayo, la joven comenzó delante de la madre a quejarse de que la noche anterior, por el excesivo calor, no había podido dormir.
Dijo la madre:
-Hija, pero ¿qué calor fue ése? No hizo calor ninguno.
Y Caterina le dijo:
-Madre mía, deberíais decir «a mi parecer» y tal vez diríais bien; pero deberíais pensar en lo mucho más calurosas que son las muchachas que las mujeres mayores.
La señora dijo entonces:
-Hija, es verdad, pero yo no puedo hacer calor y frío a mi gusto, como tú parece que querrías; el tiempo hay que sufrirlo como lo dan las estaciones; tal vez esta noche hará más fresco y dormirás mejor.
-Quiera Dios -dijo Caterina-, pero no suele ser costumbre, yendo hacia el verano, que las noches vayan refrescándose.
-Pues -dijo la señora-, ¿qué vamos a hacerle?
Repuso Caterina:
-Si a mi padre y a vos os placiera, yo mandaría hacer una camita en la galería que está junto a su alcoba y sobre su jardín, y dormiría allí oyendo cantar el ruiseñor; y teniendo un sitio más fresco, mucho mejor estaría que en vuestra alcoba.
La madre entonces dijo:
-Hija, cálmate; se lo diré a tu padre, y si él lo quiere así lo haremos. Las cuales cosas oyendo micer Lizio a su mujer, porque era viejo y quizá por ello un tanto malhumorado, dijo:
-¿Qué ruiseñor es ése con el que quiere dormirse? También voy a hacerla dormir con el canto de las cigarras.
Lo que sabiendo Caterina, más por enfado que por calor, no solamente la noche siguiente no durmió sino que no dejó dormir a su madre, siempre quejándose del mucho calor, lo que habiendo visto la madre fue por la mañana a micer Lizio y le dijo:
-Micer, vos no queréis mucho a esta joven; ¿qué os hace durmiendo en esa galería? En toda la noche no ha cerrado el ojo por el calor; y además, ¿os asombráis porque le guste el canto del ruiseñor siendo como es una criatura? A los jóvenes les gustan las cosas semejantes a ellos.
Micer Lizio, al oír esto, dijo:
-Vaya, ¡que le hagan una cama como pueda caber allí y haz que la rodeen con sarga, y que duerma allí y que oiga cantar el ruiseñor hasta hartarse!
La joven, enterada de esto, prontamente hizo preparar allí una cama; y debiendo dormir allí la noche siguiente, esperó hasta que vio a Ricciardo y le hizo una señal convenida entre ellos, por la que entendió lo que tenía que hacer.
Micer Lizio, sintiendo que la joven se había acostado, cerrando una puerta que de su alcoba daba a la galería, del mismo modo se fue a dormir. Ricciardo, cuando por todas partes sintió las cosas tranquilas, con la ayuda de una escala subió al muro, y luego desde aquel muro, agarrándose a unos saledizos de otro muro, con gran trabajo (y peligro si se hubiese caído), llegó a la galería, donde calladamente con grandísimo gozo fue recibido por la joven; y luego de muchos besos se acostaron juntos y durante toda la noche tomaron uno del otro deleite y placer, haciendo muchas veces cantar al ruiseñor. Y siendo las noches cortas y el placer grande, y ya cercano el día (lo que no pensaban), caldeados tanto por el tiempo como por el jugueteo, sin tener nada encima se quedaron dormidos, teniendo Caterina con el brazo derecho abrazado a Ricciardo bajo el cuello y cogiéndole con la mano izquierda por esa cosa que vosotras mucho os avergonzáis de nombrar cuando estáis entre hombres. Y durmiendo de tal manera sin despertarse, llegó el día y se levantó micer Lizio; y acordándose de que su hija dormía en la galería, abriendo la puerta silenciosamente, dijo:
-Voy a ver cómo el ruiseñor ha hecho dormir esta noche a Caterina.
Y saliendo afuera calladamente, levantó la sarga con que estaba oculta la cama, y a Ricciardo y a ella se encontró desnudos y destapados que dormían en la guisa arriba descrita; y habiendo bien conocido a Ricciardo, en silencio se fue de allí y se fue a la alcoba de su mujer y la llamó diciendo:
-Anda, mujer, pronto, levántate y ven a ver que tu hija estaba tan deseosa del ruiseñor que tanto lo ha acechado que lo ha cogido y lo tiene en la mano.
Dijo la señora:
-¿Cómo puede ser eso?
Dijo micer Lizio:
-Lo verás si vienes enseguida.
La señora, apresurándose a vestirse, en silencio siguió a micer Lizio, y llegando los dos juntos a la cama y levantada la sarga claramente pudo ver doña Giacomina cómo su hija había cogido y tenía el ruiseñor que tanto deseaba oír cantar. Por lo que la señora sintiéndose gravemente engañada por Ricciardo quiso dar gritos y decirle grandes injurias, pero micer Francisco le dijo:
-Mujer, guárdate, si estimas mi amor, de decir palabra porque en verdad, ya que lo ha cogido, será suyo. Ricciardo es un joven noble y rico; no puede darnos sino buen linaje; si quiere separarse de mí con buenos modos tendrá que casarse primero con ella, así se encontrará con que ha metido el ruiseñor en su jaula y no en la ajena.
Por lo que la señora, consolada, viendo que su marido no estaba irritado por este asunto, y considerando que su hija había pasado una buena noche y había descansado bien y había cogido el ruiseñor, se calló. Y pocas palabras dijeron después de éstas, hasta que Ricciardo se despertó; y viendo que era día claro se tuvo por muerto, y llamó a Caterina diciendo:
-¡Ay de mí, alma mía! ¿Qué haremos que ha venido el día y me ha cogido aquí?
A cuyas palabras micer Lizio, llegando de dentro y levantando la sarga contestó:
-Haremos lo que podamos.
Cuando Ricciardo lo vio, le pareció que le arrancaban el corazón del pecho; e incorporándose en la cama dijo:
-Señor mío, os pido merced por Dios, sé que como hombre desleal y malvado he merecido la muerte, y por ello haced de mí lo que os plazca, pero os ruego, si puede ser, que tengáis piedad de mi vida y no me matéis.
Micer Lizio le dijo:
-Ricciardo, esto no lo ha merecido el amor que te tenía y la confianza que ponía en ti; pero puesto que es así, y que a tan gran falta te ha llevado la juventud, para salvarte de la muerte y a mí de la deshonra, antes de moverte toma a Caterina por tu legítima esposa, para que, así como esta noche ha sido tuya, lo sea mientras viva; y de esta guisa puedes mi perdón y su salvación lograr, y si no quieres hacer eso encomienda a Dios tu alma.
Mientras estas palabras se decían, Caterina soltó el ruiseñor y, despertándose, comenzó a llorar amargamente y a rogar a su padre que perdonase a Ricciardo; y por otra parte rogaba a Ricciardo que hiciese lo que micer Lizio quería, para que con tranquilidad y mucho tiempo pudiesen pasar juntos tales noches. Pero no hubo necesidad de muchos ruegos porque, por una parte, la vergüenza de la falta cometida y el deseo de enmendarla y, por otra, el miedo a morir y el deseo de salvarse, y además de esto el ardiente amor y el apetito de poseer la cosa amada, de buena gana y sin tardanza le hicieron decir que estaba dispuesto a hacer lo que le placía a micer Lizio; por lo que pidiendo micer Lizio a la señora Giacomina uno de sus anillos, allí, sin moverse, en su presencia, Ricciardo tomó por mujer a Caterina.
La cual cosa hecha, micer Lizio y su mujer, yéndose, dijeron:
-Descansad ahora, que tal vez lo necesitáis más que levantaros.
Y habiendo partido ellos, los jóvenes se abrazaron el uno al otro, y no habiendo andado más que seis millas por la noche anduvieron otras dos antes de levantarse, y terminaron su primera jornada.
Levantándose luego, y teniendo ya Ricciardo una ordenada conversación con micer Lizio, pocos días después, como convenía, en presencia de sus amigos y de los parientes, de nuevo desposó a la joven y con gran fiesta se la llevó a su casa y celebró honradas y hermosas bodas, y luego con él largamente en paz y tranquilidad, muchas veces y cuanto quiso dio caza a los ruiseñores de día y de noche.



NOVELA QUINTA

Guidotto de Cremona deja a Giacomino de Pavia una niña y se muere; a la cual Giannole de Severino y Minghino de Mingole aman en Faenza; llegan a las manos; se descubre que la muchacha es hermana de Giannole y se entrega por esposa a Minghino.

Habían reído tanto todas las mujeres, escuchando la historia del ruiseñor, que todavía, aunque Filostrato hubiera terminado de novelar, no podían dejar de reírse.
Pero al cabo, luego de que un rato se hubieron reído, dijo la reina:
-Ciertamente, aunque nos afligiste ayer, nos has divertido hoy tanto, que ninguna debe quejarse de ti con razón.
Y habiendo remitido la palabra a Neifile, le ordenó que novelase; la cual alegremente, así comenzó a hablar:
Puesto que Filostrato ha entrado, hablando, en la Romaña, a mí me agradará también andar algún tanto por ella paseándome con mi novelar.
Digo, pues, que vivieron antiguamente en la ciudad de Fano dos lombardos de los cuales uno fue llamado Guidotto de Cremona y el otro Giacomino de Pavia, hombres ya de edad y que habían pasado su juventud casi toda en hechos de armas y como soldados; donde, llegándole la hora de la muerte a Guidotto, y no teniendo ningún hijo ni otro amigo o pariente en quien confiar más de lo que hacía en Giacomino, una hija suya de unos diez años y lo que en el mundo tenía, hablándole mucho de sus asuntos, le dejó, y se murió.
Sucedió en estos tiempos que la ciudad de Faenza, que largamente había estado en guerra y en desventura, a un estado mejor volvió, y fue, a cualquiera que quisiese volver, libremente concedido que pudiese volver; por la cual cosa, Giacomino, que otras veces había vivido allí, y placídole la estancia, allí se volvió con todas sus cosas, y con él se llevó a la muchacha que le había dejado Guidotto, a quien como a hija propia amaba y trataba. La cual, creciendo, se hizo hermosísima joven tanto como cualquiera otra que hubiese en la ciudad; y tanto como era hermosa era cortés y honrada, por la cual cosa empezaron a cortejarla algunos, pero sobre todo dos jóvenes muy gallardos e igualmente de pro le cogieron grandísimo amor, en tanto que por celos empezaron a tenerse un odio desmesurado: y se llamaba el uno Giannole de Severino y el otro Minghino de Mingole.
Y ninguno de ellos, teniendo ella quince años, hubiese dejado de tomarla por mujer si sus parientes lo hubieran sufrido; por lo que, viendo que en la manera honesta se la prohibían, cada uno se dedicó a conquistarla de la manera que mejor pudiese. Tenía Giacomino en casa una criada de edad y un criado que tenía por nombre Crivello, persona divertida y muy amistosa a la cual Giannole, familiarizándose mucho, cuando le pareció oportuno le descubrió su amor, rogándole que le fuese favorable para poder obtener su deseo, y grandes cosas si lo hacía prometiéndole.
A quien Crivello dijo:
-Mira, en esto no podré hacer otra cosa por ti sino que cuando Giacomino se vaya a alguna parte a cenar, meterte donde ella estuviera, porque si le quisiera decir algo por ti no se quedaría nunca escuchándome. Esto, si te place, te lo prometo, y lo haré; haz luego, si sabes, lo que creas que esté bien.
Giannole le dijo que no quería más, y quedaron de acuerdo en esto. Minghino, por otra parte, había conquistado a la criada y conseguido tanto con ella que muchas veces le había llevado sus embajadas a la muchacha y casi con su amor la había inflamado; y además de esto, le había prometido reunirlo con ella si sucediese que Giacomino por alguna razón se fuese de casa por la noche.
Sucediendo, pues, no mucho después de estas palabras que, por obra de Crivello, Giacomino se fue a cenar con un amigo suyo, haciéndolo saber a Giannole, acordó con él que, cuando hiciese cierta señal, viniera, y encontraría la puerta abierta.
La criada, por otra parte, no sabiendo nada de esto, avisó a Minghino de que Giacomino no cenaba allí, y le dijo que estuviera cerca de la casa, de manera que cuando viese una señal que le haría ella, viniera y entrase dentro.
Llegada la noche, no sabiendo los dos amantes nada el uno del otro, sospechando cada uno del otro, con algunos compañeros armados se fue a entrar en posesión de ésta; Minghino, con los suyos, a esperar la señal se instaló en casa de un amigo suyo vecino de la joven; Giannole, con los suyos se quedó un poco alejado de la casa. Crivello y la criada, no estando allí Giacomino, se ingeniaban en quitarse de en medio el uno al otro.
Crivello decía a la criada:
-¿Cómo no te vas a dormir? ¿Qué haces dando vueltas por la casa?
Y la criada le decía:
-Pero ¿tú por qué no te vas con el señor? ¿Qué estás esperando aquí si ya has cenado?
Y así, el uno no podía hacer mover al otro.
Pero Crivello, viendo que había llegado el momento concertado con Giannole, se dijo:
«¿Qué me importa ésta? Si no se calla, tendrá lo que se merece».
Y hecha la señal convenida, se fue a abrir la puerta; y Giannole, venido prontamente con dos de sus compañeros, entró, y encontrando a la joven en la sala, la cogieron para llevársela. La joven empezó a resistir y a gritar fuertemente, y la criada del mismo modo; lo que sintiendo Minghino, prestamente con sus compañeros allá corrió y, viendo que ya sacaban a la joven por la puerta, sacando las espadas, gritaron todos:
-¡Alto, traidores, muertos sois! No os saldréis con la vuestra; ¿qué violencia es ésta?
Y dicho esto, comenzaron a herirles y, por otra parte, la vecindad, saliendo fuera al alboroto con luces y con armas, comenzaron a condenar aquello y a ayudar a Minghino; por lo que, luego de larga pelea, Minghino le quitó la joven a Giannole y la volvió a llevar a casa de Giacomino; y no se había terminado la reyerta cuando los soldados del capitán de la ciudad llegaron allí y cogieron a muchos de aquéllos, y entre otros fueron presos Minghino y Giannole y Crivello, y llevados a prisión.
Pero tranquilizada luego la cosa y habiendo vuelto Giacomino, y muy sañudo con este incidente, examinando cómo había sido, y encontrando que en nada tenía culpa la joven, se tranquilizó un tanto, proponiéndose, para que mas casos semejantes no sucedieran, casarla lo antes que pudiera.
Llegada la mañana, los parientes de una parte y de la otra, habiendo la verdad del caso oída y conociendo el mal que a los jóvenes apresados podía sobrevenirles si Giacomino quería poner en obra lo que razonablemente habría podido, se fueron a él y con suaves palabras le rogaron que a la ofensa recibida del poco juicio de los jóvenes no mirase tanto cuanto al amor y a la benevolencia que creían que les tenía a aquellos que le rogaban, ofreciéndose luego ellos mismos y los jóvenes que habían causado el mal a poner en obra toda reparación que él exigiese.
Giacomino, que durante su vida habría visto muchas cosas y era de buenos sentimientos, repuso brevemente:
-Señores, si como estoy en la vuestra estuviese en mi ciudad, me tengo tanto por vuestro amigo que ni en esto ni en otra cosa haría sino lo que os pluguiese; y además de esto, más debo plegarme a vuestra voluntad en cuanto vosotros os habéis ofendido a vosotros mismos, porque esta joven no es de Cremona ni de Pavia, como tal vez muchos juzgan, sino faentina, si bien ni yo ni ella ni aquel de quien yo la obtuve supimos nunca de quién fuese hija; por lo cual de lo que me rogáis, haré tanto como esté en mi poder.
Los valerosos hombres, oyendo que era de Faenza se maravillaron; y dándole las gracias a Giacomino por su generosa respuesta le rogaron que le pluguiera decirles cómo había llegado ella a sus manos y cómo sabía que fuese faentina; a los que Giacomino dijo:
-Guidotto de Cremona fue mi compañero y amigo, y llegada la hora de su muerte me dijo que cuando esta ciudad fue tomada por Federico el emperador estando pillando todo, entró él con sus compañeros en una casa y la encontró llena de cosas y abandonada por sus habitantes, salvo por esta niña, quien, de edad de dos años o menos, a él que subía las escaleras le llamó padre; por la cual cosa, sintiendo lástima de ella, junto con todas las cosas de la casa se la llevó consigo y se fue a Fano y, muriendo allí, con lo que tenía allí me la dejó, ordenándome que cuando fuera tiempo la casara y lo que había sido suyo le diese por dote. Y llegando a edad de tener marido, no he podido darla a nadie que me guste; pero lo haré de buena gana antes de que otro caso semejante a aquel de ayer noche me suceda.
Había allí, entre los otros, un Guigliemino de Medicina que con Guidotto había estado en aquel asunto, y muy bien sabía de quién era la casa que Guidotto había robado; y viéndolo allí entre los otros, se le acercó y le dijo:
-Bernabuccio, ¿oyes lo que dice Giacomino?
Dijo Bernabuccio:
-Sí, y ha poco pensaba en ello porque me acuerdo que en aquella turbamulta perdí una hijita de la edad que Giacomino dice.
A quien Guigliemino dijo:
-Con certeza aquélla es ésta porque yo hace tiempo estuve en una parte donde oí a Guidotto explicar dónde había el pillaje, y supe que había sido tu casa; por ello, acuérdate si por alguna señal creerías reconocerla y hazla buscar, que encontrarás que con certeza es tu hija.
Por lo que, pensando Bernabuccio, se acordó que debía tener una cicatriz a guisa de crucecita sobre la oreja izquierda, por un nacido que le había hecho quitar poco antes de aquel accidente, por lo que, sin dilación, acercándose a Giacomino que todavía estaba allí, le rogó que lo llevara a su casa y le dejase ver a esta joven.
Giacomino le llevó allí de buen grado y la hizo venir ante él; la cual, al verla Bernabuccio, la cara misma de su madre, que todavía era una hermosa mujer, le pareció ver; pero sin embargo, no quedándose en esto, dijo a Giacomino que le pedía la gracia de poder levantarle un poco los cabellos sobre la oreja izquierda, de lo que Giacomino estuvo contento. Bernabuccio, acercándose a ella, que vergonzosamente estaba quieta, levantados con la mano derecha los cabellos, la cruz vio; por donde, verdaderamente conociendo que era su hija, tiernamente comenzó a llorar y a abrazarla, aunque ella se escabullese, y vuelto a Giacomino dijo:
-Hermano mío, ésta es mi hija; mi casa fue la que fue pillada por Guidotto, y ésta, en aquel frenesí súbito, fue dentro olvidada por mi mujer y su madre, y hasta ahora habíamos creído que en la casa, que aquel mismo día ardió, había ardido.
La joven, oyendo esto y viéndolo hombre de edad, y dando fe a sus palabras y, por oculta virtud movida, recibiendo sus abrazos, con él tiernamente comenzó a llorar. Bernabuccio en el mismo momento mandó a por su madre y a por otros parientes suyos y a por sus hermanos, y mostrándola a todos y contándoles el hecho, después de mil abrazos, haciendo una gran fiesta, estando Giacomino muy contento, consigo a su casa la llevó.
Sabido aquello el capitán de la ciudad, que era hombre valeroso, y sabiendo que Giannole, a quien tenía preso, hijo era de Bernabuccio y hermano carnal de aquélla, pensó pasar por alto mansamente la falta cometida por aquél; e interviniendo en estas cosas, con Bernabuccio y con Giacomino, a Giannole y a Minghino hizo hacer las paces, y a Minghino, con gran placer de todos sus parientes, dio por mujer a la joven, cuyo nombre era Agnesa, y junto con ellos liberó a Crivello y a los otros que detenidos habían sido por esta razón; y Minghino luego hizo contentísimo buenas y grandes bodas, Y llevándosela a casa, con ella en paz y en prosperidad después vivió muchos años.



NOVELA SEXTA

Gian de Prócida, hallado con una joven amada por él y regalada al rey Federico, para ser quemado con ella es atado a un palo, reconocido por Ruggier de Loria, se salva y la toma por mujer.

Terminada la historia de Neifile, que mucho había gustado a las damas, mandó la reina a Pampínea que se dispusiese a contar alguna; la cual, prestamente, levantando el claro rostro, comenzó:
Grandísimas fuerzas, amables señoras, son las de Amor, y a grandes fatigas y a exorbitantes peligros exponen a los amantes, como por muchas cosas contadas hoy y otras veces, puede comprenderse; pero no dejo de querer probarlo de nuevo con la osadía de un joven enamorado.
Ischia es una isla muy cercana a Nápoles, en la que antiguamente hubo una jovencita entre las otras hermosa y muy alegre cuyo nombre fue Restituta, e hija de un hombre noble de la isla que Marín Bólgaro tenía por nombre; la cual, a un mozuelo que de una islita cercana a Ischia era, llamada Prócida, y por nombre tenía Gianni, amaba más que a su vida, y ella a él. El cual, no ya el día venía a pasar a Ischia para verla, sino que muchas veces de noche, no habiendo encontrado barca, desde Prócida a Ischia nadando había ido, para poder ver, si otra cosa no podía, al menos las paredes de su casa.
Y durante estos amores tan ardientes sucedió que, estando la joven un día de verano sola junto al mar, yendo de roca en roca desprendiendo de las piedras conchas marinas con un cuchillito, se halló en un lugar oculto por los escollos donde, tanto por la sombra como por la comodidad de una fuente de agua fresquísima que allí había, se habían detenido con su fragata algunos jóvenes sicilianos, que de Nápoles venían. Los cuales, habiendo visto a la hermosísima joven que todavía no los veía, y viéndola sola, decidieron entre sí cogerla y llevársela; y a la decisión siguió el acto. Ellos, por mucho que ella gritara, cogiéndola, la subieron a la barca y se fueron; y llegados a Calabria empezaron a discutir de quién debía ser la joven y, en resumen, todos la querían, por lo que no hallando acuerdo entre ellos, temiendo llegar a las manos y por ella arruinar sus asuntos, llegaron al acuerdo de regalarla al rey Federico de Sicilia, que entonces era joven y con cosas semejantes se entretenía; y llegados a Palermo lo hicieron así.
El rey, viéndola hermosa, le gustó; pero porque se sentía flojo de salud, hasta que se sintiese más fuerte, mandó que fuese tenida en ciertos edificios bellísimos de un jardín suyo al que llamaba La Cuba y allí servida; y así se hizo. El alboroto por el rapto de la joven fue grande en Ischia, y lo que más les dolía es que no podían saber quiénes habían sido los que la habían raptado. Pero Gianni, a quien más que a los demás importaba, no esperando poder averiguarlo en Ischia, sabiendo de qué lado se había ido la fragata, haciendo armar una, subió a ella y lo más pronto que pudo, recorrida toda la costa desde el Minerva hasta el Scalea en Calabria, y por todas partes preguntando por la joven, le dijeron en Scalea que había sido llevada por los marinos sicilianos a Palermo; con lo que Gianni, lo antes que pudo se hizo llevar allí, y luego de mucho buscar, encontrando que la joven había sido regalada al rey y por él estaba vigilada en La Cuba, se enfureció mucho y perdió la esperanza, no ya de poder nunca volver a tenerla sino de verla tan sólo.
Pero, retenido por el amor, despidiendo la fragata, viendo que por nadie era conocido, allí se quedó, y frecuentemente pasando por La Cuba llegó a verla un día a una ventana, y ella lo vio a él; con lo que los dos bastante contento tuvieron. Y viendo Gianni que el lugar era solitario, acercándose como pudo, le habló e, informado por ella de lo que tenía que hacer si quería hablarle más de cerca, se fue, habiendo primero considerado en todos sus detalles la disposición del lugar, y esperando la noche, y dejando pasar buena parte de ella, allá se volvió, y agarrándose a sitios donde no habrían podido hincarse picos en el jardín entró, y encontrando en él una pértiga, a la ventana que le había enseñado la joven la apoyó, y por ella con bastante facilidad subió.
La joven, pareciéndole que ya había perdido el honor por cuya protección algo arisca había sido con él en el pasado, pensando que a ninguna otra persona más dignamente que a él podía entregarse y pensando en poder inducirlo a sacarla de allí, había decidido complacerle en todos sus deseos, y por ello había dejado la ventana abierta, para que él rápidamente pudiese entrar dentro. Encontrándola, pues, Gianni abierta, silenciosamente entró y se acostó junto a la joven que no dormía. La cual, antes de pasar a otra cosa, le manifestó toda su intención, rogándole sumamente que la sacase de allí y la llevase con él; y Gianni le dijo que nada le agradaría tanto como aquello y que, sin falta, cuando se separase de ella, de tal manera ordenaría las cosas que la primera vez que volviese allí se la llevaría. Y después de esto, abrazándose con grandísimo placer, gozaron de aquel deleite más allá del cual ninguno mayor puede conceder Amor; y luego de que lo hubieron reiterado muchas veces, sin darse cuenta se quedaron dormidos uno en los brazos del otro.
El rey, a quien ella había gustado mucho a primera vista, acordándose de ella, sintiéndose bien de salud, aunque estaba ya cercano el día, deliberó ir a estar un rato con ella; y con algunos de sus servidores, calladamente, se fue a La Cuba, y entrando en los edificios, haciendo abrir sin ruido la alcoba donde sabía que dormía la joven, en ella con un gran candelabro encendido por delante entró; y mirando la cama, a ella y a Gianni, desnudos y abrazados, vio que estaban durmiendo. De lo que de súbito se enojó ferozmente y montó en tan grande ira, sin decir palabra, que poco faltó para que allí, con un puñal que llevaba al cinto, los matase; luego, juzgando cosa vilísima que cualquier hombre, y no ya un rey, matase a dos personas desnudas que dormían, se detuvo, y pensó hacerlos morir en público y quemados.
Y volviéndose al solo compañero que tenía consigo, dijo:
-¿Qué te parece esta mala mujer en quien había puesto mi esperanza?
Y luego le preguntó si conocía al joven que tanta audacia había tenido que había venido a su casa a causarle tan gran ultraje y disgusto. Aquel a quien preguntado había contestó que no se acordaba de haberlo visto nunca. Se fue el rey, pues, airado, de la alcoba y mandó que los dos amantes, desnudos como estaban, fuesen apresados y atados, y al hacerse día claro los llevasen a Palermo y en la plaza, atados a un poste con la espalda de uno vuelta contra la del otro y hasta la hora de tercia fueran tenidos, para que pudiesen ser vistos por todos y luego fuesen quemados como lo habían merecido; y dicho esto se volvió a Palermo a su cámara muy sañudo.
Partido el rey, súbitamente muchos se arrojaron sobre los dos amantes y no solamente los despertaron sino que prestamente sin ninguna piedad los cogieron y los ataron; lo que viendo los dos jóvenes, si se dolieron y temieron por sus vidas y lloraron y se quejaron, puede estar bastante claro. Fueron, según el mandato del rey, llevados a Palermo y atados a un palo en la plaza, y delante de sus ojos se preparó la leña y el fuego para prenderla a la hora mandada por el rey. Allí rápidamente todos los palermitanos, hombres y mujeres, corrieron a ver a los dos amantes; los hombres todos venían a mirar a la joven, y lo hermosa que era por todas partes y lo bien hecha alababan, como las mujeres, que a mirar al joven corrían, a él por otra parte elogiaban por ser hermoso y sumamente bien formado. Pero los desventurados amantes, avergonzándose mucho ambos, estaban con la cabeza baja y llorando su infortunio, de hora en hora, esperando la cruel muerte por el fuego.
Y mientras así hasta la hora fijada eran tenidos, pregonándose por todas partes la falta cometida por ellos y llegando a los oídos de Ruggier de Loria, hombre de inestimable valor y entonces almirante del rey, para verlos se fue hacia el lugar donde estaban atados y llegado allí, primero miró a la joven y la alabó de su hermosura, y después viniendo a mirar al joven, sin demasiado trabajo lo reconoció; y acercándose más a él, le preguntó si era Gianni de Prócida.
Gianni, alzando el rostro y reconociendo al almirante, repuso:
-Señor mío, bien fui aquel por quien preguntáis, pero estoy a punto de dejar de serlo.
Le preguntó entonces el almirante que qué le había llevado a aquello; al cual Gianni repuso:
-Amor y la ira del rey.
Hízose el almirante explicar más la historia, y habiendo oído todo cómo había sucedido, y queriendo irse, lo llamó Gianni y le dijo:
-¡Ah, señor mío! Si puede ser, alcanzadme una gracia de quien así me hace estar.
Ruggeri le pregunto que cuál.
Gianni le dijo:
-Veo que debo, y muy pronto, morir; quiero, pues, de gracia, que, como estoy con esta joven, a quien más que a mi vida he amado, y ella a mí, dándole la espalda, y ella a mí, que nos pongan dándonos la cara, para que al verla la cara mientras me esté muriendo pueda irme consolado.
Ruggier, sonriendo, dijo:
-Haré con gusto que la veas todavía tanto que te hartes de ella.
Y separándose de él, mandó a aquellos a quienes había sido ordenado poner aquello en ejecución que sin otro mandato del rey no debían hacer más de lo que habían hecho; y sin demora se fue al rey, al cual, aunque le viese airado, no dejó de decirle lo que pensaba, y le dijo:
-Rey, ¿en qué te han ofendido los dos jóvenes que allí arriba, en la plaza, has mandado que sean quemados?
El rey se lo dijo.
Continuó Ruggier:
-La falta que han cometido lo merece, pero no de ti; y como las faltas merecen castigo, así los beneficios merecen recompensa, además de la gracia y la misericordia. ¿Sabes quiénes son esos a quienes quieres que quemen?
El rey repuso que no.
Dijo entonces Ruggier:
-Y yo quiero que lo sepas para que veas cuán discretamente te abandonas a los impulsos de la ira. El joven es hijo de Landolfo de Prócida, hermano carnal de micer Gian de Prócida por obra de quien eres rey y señor de esta isla; la joven es hija de Marín Bólgaro, cuyo poder hace hoy que tu señorío no sea arrojado de Sicilia. Son, además de esto, jóvenes que largamente se han amado y empujados por el amor y no por el deseo de desafiar tu señoría, este pecado, si se puede llamar pecado al que por amor hacen los jóvenes, han cometido. Por lo que ¿cómo quieres hacerlos morir cuando con grandísimos placeres y presentes deberías honrarlos?
El rey, oyendo esto y cerciorándose de que Ruggier decía verdad, no solamente no procedió a hacer lo peor contra ellos sino que se arrepintió de lo que había hecho, por lo que incontinenti mandó que los dos jóvenes fuesen desatados de la estaca y llevados ante él; y así se hizo.
Y habiendo conocido enteramente su condición pensó que con honores y con dones tenía que compensar la injuria; y haciéndolos vestir honorablemente, viendo que era de mutuo consentimiento, a Gianni hizo casarse con la jovencita, y haciéndoles magníficos presentes, contentos los mandó a su casa, donde, recibidos con grandísima fiesta, largamente en placer y en gozo vivieron juntos.



NOVELA SÉPTIMA

Teodoro, enamorado de Violante, hija de micer Amffigo su señor, la deja preñada y es condenado a la horca, siendo llevado a la cual, mientras le iban azotando, reconocido por su padre y puesto en libertad, toma por mujer a Violante.

Las señoras, que temerosas estaban pendientes de oír si los dos amantes eran quemados, oyendo que se habían salvado, se alegraron dando gracias a Dios; y la reina, oído el final, a Laureta dio el encargo de la siguiente: la cual alegremente comenzó a decir:
Hermosísimas damas, en tiempos en que el buen rey Guiglielmo gobernaba Sicilia había en la isla un gentilhombre llamado micer Amérigo Abate de Trápani, el cual, entre los demás bienes temporales, estaba bien provisto de hijos; por lo que, teniendo necesidad de servidores y viniendo galeras de los corsarios genoveses de Levante que pirateando y costeando Armenia a muchos muchachos habían apresado, de ellos, creyéndolos turcos, compró algunos, entre los cuales, aunque todos los demás pareciesen pastores, había uno que de gentil y mejor aspecto que ningún otro parecía, y era llamado Teodoro. El cual, creciendo, aunque fuese tratado a guisa de siervo, en la casa mucho con los hijos de micer Amérigo se crió; y tirando más su naturaleza que los accidentes, comenzó a ser cortés y de buenos modales, hasta tal punto que tanto gustaba a micer Amérigo que lo hizo libre; y creyendo que fuese turco, lo hizo bautizar y llamar Pietro, y lo hizo de sus asuntos administrador, confiando mucho en él.
Como los otros hijos de micer Amérigo, igual creció una hija suya llamada Violante, hermosa y delicada joven, la cual, pasando el tiempo el padre sin casarla, se enamoró por acaso de Pietro, y amándolo y teniendo en gran estima sus maneras y sus obras, sentía vergüenza, sin embargo, en descubrírselo. Pero Amor le quitó este trabajo porque, habiéndola Pietro mirado muchas veces cautelosamente, tanto se había enamorado de ella que no sentía ningún bien sino cuando la veía; pero mucho temía que de esto alguien se percatase, pareciéndole que no hacía bien con ello; de lo que la joven, que de buena gana lo miraba, se apercibió, y para darle más seguridad, contentísima (como estaba) se le mostraba.
Y en esto pasaron bastante, no atreviéndose a decir el uno al otro cosa alguna, aunque mucho los dos lo deseaban. Pero mientras ellos por igual ardían en las amorosas llamas encendidos, la fortuna, como si hubiese decidido que quería que aquello sucediese, encontró el modo de arrojar de ellos el temeroso miedo que los retenía. Tenía micer Amérigo, aproximadamente a una milla de Trápani, un lugar suyo muy hermoso al que su mujer con la hija y con otras mujeres y señoras acostumbraba a ir frecuentemente para distraerse; donde, habiendo ido un día que hacía mucho calor, y habiendo llevado consigo a Pietro y quedándose allí, sucedió (como a veces vemos suceder en el verano) que súbitamente se cubrió el cielo con oscuras nubes, por la cual cosa, la señora con su compañía, para que el mal tiempo no las cogiese aquí, se pusieron en camino para volver a Trápani; y andaban lo más deprisa que podían.
Pero Pietro, que era joven y del mismo modo la muchacha, se adelantaban bastante al andar de su madre y de las otras compañeras, tal vez no menos empujados por el amor que por el miedo al tiempo; y habiendo ya avanzado tanto, con relación a la señora y a las otras, que apenas se veían, sucedió que luego de muchos truenos súbitamente un granizo gruesísimo y espeso comenzó a caer, del que la señora y su compañía escaparon en casa de un labrador. Pietro y la joven, no teniendo más rápido refugio, entraron en una iglesia antigua y casi en ruinas en la que no había nadie, y en ella, bajo un poco de techo que todavía quedaba, se refugiaron ambos; y les obligó la necesidad del escaso amparo a arrimarse el uno al otro. El cual tocamiento fue ocasión de tranquilizar un poco los ánimos y abrir los amorosos deseos.
Y primero comenzó Pietro a decir:
-¡Quisiera Dios que nunca, debiendo yo estar como estoy, cesase este granizo!
Y la joven dijo:
-¡Mucho me gustaría!
Y de estas palabras vinieron a cogerse las manos y a apretujarse, y de esto a abrazarse y luego a besarse, mientras granizaba; y (para no tener yo que contar todos los particulares) el tiempo no se arregló antes de que ellos, los últimos deleites de amor ya conocidos, para poder secretamente el uno gozar del otro hubiesen hecho acuerdos.
El mal tiempo cesó, y al entrar en la ciudad, que estaba cerca, esperando a la señora, con ella a casa volvieron. Allí algunas veces, con muy discreto orden y secreto, con gran felicidad juntos se reunieron; y fue la cosa de manera que la joven quedó embarazada, lo que mucho desagradó al uno y al otro, por lo que ella muchas artes usó para poder contra el curso de la naturaleza desembarazarse, pero nunca pudo lograrlo.
Por la cual cosa, Pietro, por su vida temiendo, decidido a huir, se lo dijo; la cual, oyéndolo dijo:
-Si te vas, me mataré sin falta.
A lo que Pietro, que mucho la amaba, dijo:
-¿Cómo quieres, señora mía, que me quede aquí? Tu gravidez descubrirá nuestra culpa, a ti te será perdonada fácilmente, pero yo, mísero, seré quien de tu culpa y la mía tendrá que sufrir la pena.
A quien la joven dijo:
-Pietro, mi pecado bien se sabrá, pero está seguro de que el tuyo, si no lo dices, no se sabrá nunca.
Pietro entonces dijo:
-Puesto que me lo prometes así, me quedaré; pero piensa en cumplirlo.
La joven, que lo más que había podido su preñez había tenido escondida, viendo por el aumento de su cuerpo que más no podía esconderse, con grandísimo llanto un día lo manifestó a su madre, rogándole que la salvase. La señora, desmesuradamente afligida, le dijo grandes injurias y quiso saber cómo había sido la cosa. La joven, para que a Pietro no se le hiciera daño, compuso una fábula, envolviendo la verdad en otras formas. La señora la creyó, y para ocultar la falta de la hija, a una posesión suya la mandó. Allí, llegado el tiempo del parto, gritando la joven como las mujeres hacen, no pensando la madre que aquí micer Amérigo, que casi nunca acostumbraba a hacerlo, fuese a venir, sucedió que, volviendo él de cazar y pasando junto a la alcoba donde su hija gritaba, maravillándose, súbitamente entró dentro y preguntó qué era aquello.
La señora, viendo llegar al marido, levantándose afligida, lo que le había sucedido a su hija le contó, pero él, menos dispuesto a creerla que lo había estado la señora, dijo que no podía ser verdad que no supiera de quién estaba grávida, y por ello firmemente lo quería saber, y diciéndolo ella podría recobrar su perdón; si no, que pensase en morir sin ninguna piedad. La señora se ingenió en cuanto podía en contentar al marido con lo que ella le había dicho, pero no servía de nada; él, fuera de sí de furor, con la espada desnuda en la mano, corrió a su hija, la cual, mientras su madre entretenía al padre con palabras, había parido un hijo varón, y dijo:
-O manifiestas de quién se engendró este parto o morirás sin dilación.
La joven, temiendo la muerte, rota la promesa hecha a Pietro, lo que entre ella y él había pasado le manifestó, lo que oyendo el caballero y ferozmente enfurecido, apenas se contuvo de matarla, pero luego de que aquello que le dictaba la ira hubo dicho, volviendo a montar a caballo, se vino a Trápani y a un micer Currado que en nombre del rey era capitán allí, la ofensa que le había hecho Pietro contándole, súbitamente, no sospechando él nada, le hizo prender; y dándole tormento, todo lo hecho confesó.
Y siendo después de algunos días condenado por el capitán a que por la ciudad fuese azotado y luego ahorcado, para que una misma hora se llevase de la tierra a los dos amantes y a su hijo, micer Amérigo, a quien con haber conducido a Pietro a la muerte no se le había calmado la ira, vertió veneno en un vaso con vino, y lo dio a un sirviente suyo y un cuchillo desnudo con ello, y dijo:
-Ve con estas dos cosas a Violante y dile de mi parte que prontamente tome la que quiera de estas dos muertes, o el veneno o el hierro, y que lo haga sin demora; si no, que yo, a la vista de todos los ciudadanos que hay aquí, la haré quemar como lo ha merecido; y hecho esto, cogerás al hijo parido por ella hace pocos días y, golpeándole en la cabeza contra la pared arrójalo de comida a los perros.
Dada por el fiero padre esta cruel sentencia contra su hija y su nieto, el servidor, más al mal que al bien dispuesto, se fue. Pietro, condenado, siendo por los guardias llevado a la horca dándole azotes, pasó, como quisieron los que guiaban la brigada, por delante de un albergue donde había tres hombres nobles de Armenia, los cuales por el rey de Armenia eran enviados a Roma como embajadores a tratar con el Papa de grandísimas cosas para una expedición que se debía hacer, allí descendidos para refrescarse y descansar algún día, y que habían sido muy honrados por los hombres nobles de Trápani y especialmente por micer Amérigo. Éstos, sintiendo pasar a los que llevaban a Pietro, vinieron a una ventana a mirar. Iba Pietro de la cintura para arriba todo desnudo y con las manos atadas atrás, y mirándole uno de los tres embajadores, que era hombre viejo y de gran autoridad llamado Fineo, le vio en el pecho una gran mancha bermeja, no teñida, sino naturalmente fijada en la piel, a modo de esas que las mujeres de aquí llaman «rosas»; vista la cual, súbitamente le vino a la memoria un hijo suyo el cual ya habían pasado quince años desde que por los corsarios le había sido arrebatado en la costa de Layazo, y nunca había podido tener noticias de él.
Y considerando la edad del infeliz que era azotado, pensó que, si estuviese vivo su hijo, debía ser de la edad que aquél parecía, y pensó que si fuese aquél debía todavía recordar su nombre y el de su padre y acordarse de la lengua armenia; por lo que, cuando estuvo cerca, llamó:
-¡Teodoro!
La cual voz oyendo Pietro, rápidamente levantó la cabeza; y Fineo, hablando en armenio, le dijo:
-¿De dónde fuiste y cuyo hijo?
Los soldados que le llevaban, por respeto al valeroso hombre, se detuvieron, de manera que Pietro respondió:
-Fui de Armenia, hijo de un hombre que tuvo el nombre de Fineo, traído aquí de pequeño por no sé qué gente.
Lo que oyendo Fineo, certísimamente conoció que él era el hijo que había perdido; por lo que, llorando, con sus compañeros bajó y entre todos los soldados corrió a abrazarlo, y echándole encima un manto de riquísimo paño que llevaba, rogó a aquel que le llevaba al suplicio que le pluguiese esperar allí hasta que de volverlo a donde estaba le viniera la orden. Aquél repuso que la esperaría de buen grado.
Había ya Fineo sabido la razón por la que era conducido a la muerte, por lo que rápidamente con sus compañeros y con sus criados se fue a micer Currado y le dijo así:
-Micer, aquel a quien mandáis a morir como a siervo es hombre libre e hijo mío, y está presto a tomar por mujer a aquella a quien se dice que le ha quitado su virginidad; plázcaos por ello aplazar la ejecución hasta que pueda saberse si ella lo quiere por marido, para que contra la ley si ella lo quiere no os encontréis que habéis obrado.
Micer Currado, oyendo que aquél era hijo de Fineo se maravilló, y avergonzándose un tanto de la culpa de la fortuna, confesando que era verdad lo que decía Fineo prestamente lo hizo volver a casa y mandó a por micer Amérigo y le dijo aquellas cosas.
Micer Amérigo, que ya creía que la hija y el nieto estaban muertos, se dolió más que ningún hombre en el mundo por lo que había hecho, viendo que si no estuviese muerta se podían muy bien arreglar todas las cosas; pero no dejó de mandar corriendo allí adonde su hija estaba para que si no se había cumplido su orden no se cumpliese. El que fue encontró al criado mandado por micer Amérigo que, habiéndole puesto delante el veneno y el cuchillo, porque ella tan pronto no se decidía, la insultaba y quería obligarla a coger uno, pero oído el mandato de su señor, dejándola, se volvió a él y le dijo cómo estaba el asunto. De lo que, contento micer Amérigo, yendo allí donde estaba Fineo, llorando, como mejor supo se excusó de lo que había sucedido y le pidió perdón, afirmando que él, si Teodoro quería a su hija por mujer, estaría muy contento en dársela.
Fineo recibió de buena gana las excusas, y repuso:
-Entiendo que mi hijo tome a vuestra hija; y si no quisiera, que se cumpla la sentencia dada contra él.
Estando, pues, Fineo y micer Amérigo de acuerdo, allí donde Teodoro estaba, todavía todo temeroso de la muerte y alegre por haber encontrado a su padre, le preguntaron su voluntad sobre esta cosa. Teodoro, oyendo que Violante, si quisiese, sería su mujer, tanta fue su alegría que del infierno le pareció saltar al paraíso; y dijo que esto sería una grandísima gracia si a ellos les placía. Se mandó, pues, a la joven a preguntarle su parecer, la cual, oyendo lo que de Teodoro había sucedido y estaba por suceder, cuando más doliente que mujer alguna la muerte esperaba, prestando alguna fe después de mucho a las palabras, un poco se alegró y repuso que si ella su deseo siguiese en aquello, nada más feliz podía sucederle que ser la mujer de Teodoro, pero que siempre haría lo que su padre le mandase.
Así, pues, en concordia, haciendo casarse a la joven, se hizo una fiesta grandísima con sumo placer de todos los ciudadanos. La joven, consolándose y haciendo nutrir a su pequeño hijo, luego de no mucho tiempo volvió a ser más hermosa que antes; y levantándose del parto, y ante Fineo (cuya vuelta de Roma se esperó) viniendo, le hizo la reverencia que a un padre; y él, muy contento de tan hermosa nuera, con grandísima fiesta y alegría hechas celebrar sus bodas, como a hija la recibió y tuvo luego siempre; y después de algunos días, a su hijo y a ella y a su nietecito, subiendo a una galera, con él se los llevó a Layazo, donde con reposo y con placer los dos amantes cuanto la vida les duró vivieron.



NOVELA OCTAVA

Nastagio de los Onesti, amando a una de los Traversari, gasta sus riquezas sin ser amado, se va, importunado por los suyos, a Chiassi, allí ve a un caballero perseguir a una joven y matarla, y ser devorada por dos perros, invita a sus parientes y a la mujer amada a almorzar donde está él, la cual ve despedazar a esta misma joven, y temiendo un caso semejante, toma por marido a Nastagio.

Al callarse Laureta, así (por orden de la reina) comenzó Filomena:
Amables señoras, tal como nuestra piedad se alaba, así es castigada también nuestra crueldad por la justicia divina; para demostraros lo cual y daros materia de desecharla para siempre de vosotras, me place contaros una historia no menos lamentable que deleitosa.
En Rávena, antiquísima ciudad de Romaña, ha habido muchos nobles y ricos hombres, entre los cuales un joven llamado Nastagio de los Onesti, que por la muerte de su padre y de un tío suyo quedó riquísimo sin medida, el cual, así como ocurre a los jóvenes, estando sin mujer, se enamoró de una hija de micer Paolo Traversaro, joven mucho más noble de lo que él era, cobrando esperanza de poder inducirla a amarlo con sus obras. Las cuales, aunque grandísimas, buenas y loables fuesen, no solamente de nada le servían sino que parecía que le perjudicaban, tan cruel y arisca se mostraba la jovencita amada, tan altiva y desdeñosa (tal vez a causa de su singular hermosura o de su nobleza) que ni él ni nada que él hiciera le agradaba; la cual cosa le era tan penosa de soportar a Nastagio, que muchas veces por dolor, después de haberse lamentado, le vino el deseo de matarse; pero refrenándose, sin embargo, se propuso muchas veces dejarla por completo o, si pudiera, odiarla como ella le odiaba a él. Pero en vano tal decisión tomaba porque parecía que cuanto más le faltaba la esperanza tanto más se multiplicaba su amor.
Perseverando, pues, el joven en amar y en gastar desmesuradamente, pareció a algunos de sus amigos y parientes que él mismo y sus haberes por igual iban a consumirse; por la cual cosa muchas veces le rogaron y aconsejaron que se fuera de Rávena y a algún otro sitio durante algún tiempo se fuese a vivir, porque, haciéndolo así, haría disminuir el amor y los gastos. De este consejo muchas veces se burló Nastagio; mas, sin embargo, siendo requerido por ellos, no pudiendo decir tanto que no, dijo que lo haría, y haciendo hacer grandes preparativos, como si a Francia o a España o a algún otro lugar lejano ir quisiese, montado a caballo y acompañado por algunos de sus amigos, de Rávena salió y se fue a un lugar a unas tres millas de Rávena, que se llamaba Chiassi; y haciendo venir allí pabellones y tiendas, dijo a quienes le habían acompañado que quería quedarse allí y que ellos a Rávena se volvieran.
Quedándose aquí, pues, Nastagio, comenzó a darse la mejor vida y más magnífica que nunca nadie se dio, ahora a éstos y ahora a aquéllos invitando a cenar y a almorzar, como acostumbraba. Ahora, sucedió que un viernes, casi a la entrada de mayo, haciendo un tiempo buenísimo, y empezando él a pensar en su cruel señora, mandando a todos sus criados que solo le dejasen, para poder pensar más a su gusto, echando un pie delante de otro, pensando se quedó abstraído.
Y habiendo pasado ya casi la hora quinta del día, y habiéndose adentrado ya una medía milla por el pinar, no acordándose de comer ni de ninguna otra cosa, súbitamente le pareció oír un grandísimo llanto y ayes altísimos dados por una mujer, por lo que, rotos sus dulces pensamientos, levantó la cabeza por ver qué fuese, y se maravilló viéndose en el pinar; y además de ello, mirando hacia adelante vio venir por un bosquecillo bastante tupido de arbustillos y de zarzas, corriendo hacia el lugar donde estaba, una hermosísima joven desnuda, desmelenada y toda arañada por las ramas y las zarzas, llorando y pidiendo piedad a gritos; y además de esto, vio a sus flancos dos grandes y feroces mastines, los cuales, corriendo tras ella rabiosamente, muchas veces cruelmente donde la alcanzaban la mordían; y detrás de ella vio venir sobre un corcel negro a un caballero moreno, de rostro muy sañudo, con un estoque en la mano, amenazándola de muerte con palabras espantosas e injuriosas.
Esto a un tiempo maravilla y espanto despertó en su ánimo y, por último, piedad por la desventurada mujer, de lo que nació deseo de librarla de tal angustia y muerte, si pudiera. Pero encontrándose sin armas, recurrió a coger una rama de un árbol en lugar de bastón y comenzó a salir al encuentro a los perros y contra el caballero.
Pero el caballero que esto vio, le gritó desde lejos:
-Nastagio, no te molestes, deja hacer a los perros y a mí lo que esta mala mujer ha merecido.
Y diciendo así, los perros, cogiendo fuertemente a la joven por los flancos, la detuvieron, y alcanzándolos el caballero se bajó del caballo; acercándose al cual Nastagio, dijo:
-No sé quién eres tú que así me conoces, pero sólo te digo que gran vileza es para un caballero armado querer matar a una mujer desnuda y haberle echado los perros detrás como si fuese una bestia salvaje; ciertamente la defenderé cuanto pueda.
El caballero entonces dijo:
-Nastagio, yo fui de la ciudad que tú, y eras todavía un muchacho pequeño cuando yo, que fui llamado micer Guido de los Anastagi, estaba mucho más enamorado de ésta que lo estás tú ahora de la de los Traversari; y por su fiereza y crueldad de tal manera anduvo mi desgracia que un día, con este estoque que me ves en la mano, desesperado me maté, y estoy condenado a las penas eternas. Y no había pasado mucho tiempo cuando ésta, que con mi muerte se había alegrado desmesuradamente, murió, y por el pecado de su crueldad y la alegría que sintió con mis tormentos no arrepintiéndose, como quien no creía con ello haber pecado sino hecho méritos, del mismo modo fue (y está) condenada a las penas del infierno; en el cual, al bajar ella, tal fue el castigo dado a ella y a mí: que ella huyera delante, y a mí, que la amé tanto, seguirla como a mortal enemiga, no como a mujer amada, y cuantas veces la alcanzo, tantas con este estoque con el que me maté la mato a ella y le abro la espalda, y aquel corazón duro y frío en donde nunca el amor ni la piedad pudieron entrar, junto con las demás entrañas (como verás incontinenti) le arranco del cuerpo y se las doy a comer a estos perros. Y no pasa mucho tiempo hasta que ella, como la justicia y el poder de Dios ordena, como si no hubiera estado muerta, resurge y de nuevo empieza la dolorosa fuga, y los perros y yo a seguirla, y sucede que todos los viernes hacia esta hora la alcanzo aquí, y aquí hago el destrozo que verás; y los otros días no creas que reposamos sino que la alcanzo en otros lugares donde ella cruelmente contra mí pensó y obró; y habiéndome de amante convertido en su enemigo, como ves, tengo que seguirla de esta guisa cuantos meses fue ella cruel enemigo. Así pues, déjame poner en ejecución la justicia divina, y no quieras oponerte a lo que no podrías vencer.
Nastagio, oyendo estas palabras, muy temeroso y no teniendo un pelo encima que no se le hubiese erizado, echándose atrás y mirando a la mísera joven, se puso a esperar lleno de pavor lo que iba a hacer el caballero, el cual, terminada su explicación, como un perro rabioso, con el estoque en mano se le echó encima a la joven que, arrodillada, y sujetada fuertemente por los dos mastines, le pedía piedad; y con todas sus fuerzas le dio en medio del pecho y la atravesó hasta la otra parte.
Cuando la joven hubo recibido este golpe cayó boca abajo, siempre llorando y gritando; y el caballero, echando mano al cuchillo, le abrió los costados y sacándole fuera el corazón, y todas las demás cosas de alrededor, a los dos mastines las arrojó; los cuales, hambrientísimos, incontinenti las comieron; y no pasó mucho hasta que la joven, como si ninguna de estas cosas hubiesen pasado, súbitamente se levantó y empezó a huir hacia el mar, y los perros siempre tras ella hiriéndola, y el caballero volviendo a montar a caballo y cogiendo de nuevo su estoque, comenzó a seguirla, y en poco tiempo se alejaron, de manera que ya Nastagio no podía verlos. El cual, habiendo visto estas cosas, largo rato estuvo entre piadoso y temeroso, y luego de un tanto le vino a la cabeza que esta cosa podía muy bien ayudarle, puesto que todos los viernes sucedía; por lo que, señalado el lugar, se volvió con sus criados y luego, cuando le pareció, mandando a por muchos de sus parientes y amigos, les dijo:
-Muchas veces me habéis animado a que deje de amar a esta enemiga mía y ponga fin a mis gastos: y estoy presto a hacerlo si me conseguís una gracia, la cual es ésta: que el viernes que viene hagáis que micer Paolo Traversari y su mujer y su hija y todas las damas parientes suyas, y otras que os parezca, vengan aquí a almorzar conmigo. Lo que quiero con esto lo veréis entonces.
A ellos les pareció una cosa bastante fácil de hacer y se lo prometieron; y vueltos a Rávena, cuando fue oportuno invitaron a quienes Nastagio quería, y aunque fue difícil poder llevar a la joven amada por Nastagio, sin embargo allí fue junto con las otras. Nastagio hizo preparar magníficamente de comer, e hizo poner la mesa bajo los pinos en el pinar que rodeaba aquel lugar donde había visto el destrozo de la mujer cruel; y haciendo sentar a la mesa a los hombres y a las mujeres, los dispuso de manera que la joven amada fue puesta en el mismo lugar frente al cual debía suceder el caso.
Habiendo, pues, venido ya la última vianda, he aquí que el alboroto desesperado de la perseguida joven empezó a ser oído por todos, de lo que maravillándose mucho todos y preguntando qué era aquello, y nadie sabiéndolo decir, poniéndose todos en pie y mirando lo que pudiese ser, vieron a la doliente joven y al caballero y a los perros, y poco después todos ellos estuvieron aquí entre ellos. Se hizo un gran alboroto contra los perros y el caballero, y muchos a ayudar a la joven se adelantaron; pero el caballero, hablándoles como había hablado a Nastagio, no solamente los hizo retroceder, sino que a todos espantó y llenó de maravilla; y haciendo lo que la otra vez había hecho, cuantas mujeres allí había (que bastantes habían sido parientes de la doliente joven y del caballero, y que se acordaban del amor y de la muerte de él), todas tan miserablemente lloraban como si a ellas mismas aquello les hubieran querido hacer.
Y llegando el caso a su término, y habiéndose ido la mujer y el caballero, hizo a los que aquello habían visto entrar en muchos razonamientos; pero entre quienes más espanto sintieron estuvo la joven amada por Nastagio; la cual, habiendo visto y oído distintamente todas las cosas, y sabiendo que a ella más que a ninguna otra persona que allí estuviera tocaban tales cosas, pensando en la crueldad siempre por ella usada contra Nastagio, ya le parecía ir huyendo delante de él, airado, y llevar a los flancos los mastines. Y tanto fue el miedo que de esto sintió que para que no le sucediese a ella, no veía el momento (que aquella misma noche se le presentó) para, habiéndose su odio cambiado en amor, a una fiel camarera mandar secretamente a Nastagio, que de su parte le rogó que le pluguiera ir a ella, porque estaba pronta a hacer todo lo que a él le agradase. Nastagio hizo responderle que aquello le era muy grato, pero que, si le placía, quería su placer con honor suyo, y esto era tomándola como mujer.
La joven, que sabía que no dependía más que de ella ser la mujer de Nastagio, le hizo decir que le placía; por lo que, siendo ella misma mensajera, a su padre y a su madre dijo que quería ser la mujer de Nastagio, con lo que ellos estuvieron muy contentos; y el domingo siguiente, Nastagio se casó con ella, y, celebradas las bodas, con ella mucho tiempo vivió contento. Y no fue este susto ocasión solamente de este bien sino que todas las mujeres ravenenses sintieron tanto miedo que fueron siempre luego más dóciles a los placeres de los hombres que antes lo habían sido.



NOVELA NOVENA

Federigo de los Alberighi ama y no es amado, y con los gastos del cortejar se arruina; y le queda un solo halcón, el cual, no teniendo otra cosa, da de comer a su señora que ha venido a su casa; la cual, enterándose de ello, cambiando de ánimo, lo toma por marido y le hace rico.

Había ya dejado de hablar Filomena cuando la reina, habiendo visto que nadie sino Dioneo (debido a su privilegio) quedaba por hablar, con alegre gesto, dijo:
A mí me corresponde ahora hablar: y yo, carísimas señoras, lo haré de buen grado con una historia en parte semejante a la precedente, no solamente para que conozcáis cuánto vuestros encantos pueden en los corazones corteses, sino porque aprendáis a ser vosotras mismas, cuando debáis, otorgadoras de vuestros galardones sin dejar que sea siempre la fortuna quien los conceda, la cual, no discretamente como debe ser, sino desconsideradamente la mayoría de las veces los confiere.
Debéis, pues, saber que Coppo de los Borghese Domenichi, que fue en nuestra ciudad, y tal vez es todavía, hombre de grande y reverenciada autoridad entre los nuestros (y por las costumbres y por la virtud mucho más que por la nobleza de sangre clarísimo y digno de eterna fama), siendo ya de avanzada edad, muchas veces sobre las cosas pasadas con sus vecinos y con otros gustaba de hablar; lo cual él, mejor y con más orden y con mayor memoria y adornado hablar que ningún otro supo hacer, y acostumbraba a contar entre sus otras buenas cosas que en Florencia hubo un joven llamado Federigo de micer Filippo Alberighi, en hechos de armas y en cortesía alabado sobre todos los demás donceles de Toscana. El cual, como sucede a la mayoría de los gentileshombres, de una cortés señora llamada doña Giovanna se enamoró, en sus tiempos tenida como de las más hermosas mujeres y de las más gallardas que hubiera en Florencia; y para poder conseguir su amor, justaba, torneaba, daba fiestas y regalos, y lo suyo sin ninguna contención gastaba: pero ella, no menos honesta que hermosa, de ninguna de estas cosas por ella hechas ni de quien las hacía se ocupaba.
Gastando, pues, Federigo mucho más de lo que podía y no consiguiendo nada, como suele suceder las riquezas le faltaron, y se quedó pobre, sin otra cosa haberle quedado que una tierra pequeña de las rentas de la cual estrechamente vivía, y además de esto un halcón de los mejores del mundo; por lo que, más enamorado que nunca y no pareciéndole que podía seguir llevando una vida ciudadana como deseaba, a Campi, donde estaba su pequeña hacienda, se fue a vivir. Allí, cuando podía, cazando y sin invitar a nadie, su pobreza sobrellevaba pacientemente. Ahora, sucedió un día que, habiendo Federigo llegado a estos extremos, el marido de doña Giovanna enfermó, y viendo llegar la muerte hizo testamento; y siendo riquísimo dejó heredero de ello a un hijo suyo ya grandecito, y después de él, habiendo amado mucho a doña Giovanna, a ella, si sucediese que el hijo muriera sin heredero legítimo, como heredera constituyó, y murió.
Quedándose, pues, viuda doña Giovanna, como es costumbre entre nuestras mujeres, en el verano con este hijo suyo se iba al campo a una posesión asaz cercana a la de Federigo; por lo que sucedió que aquel jovencito empezó a hacer amistad con Federigo y a entretenerse con las aves de caza y los perros; y habiendo visto muchas veces volar el halcón de Federigo, gustándole extraordinariamente, mucho deseaba tenerlo, pero no se atrevía a pedírselo viendo que él lo quería tanto.
Y estando así la cosa, sucedió que el muchachito se enfermó, de lo que la madre, muy doliente, como quien no tenía más y le amaba lo más que podía, estando todo el día junto a él, no dejaba de cuidarlo y muchas veces le preguntaba si deseaba algo, rogándole que se lo dijese, que tuviera la certeza que si fuese posible tenerlo lo conseguiría donde estuviera.
El jovencito, oyendo muchas veces estos proferimientos, dijo:
-Madre mía, si hacéis que tenga el halcón de Federigo creo que me curaré en seguida.
La señora, oyendo esto, se quedó callada un rato y empezó a pensar qué podía hacer. Sabía que Federigo largamente la había amado, y nunca de ella una mirada había obtenido; por lo que se decía:
«¿Cómo enviaré o iré yo a pedirle este halcón que es, por lo que oigo, el mejor que nunca ha volado, y además es lo que lo mantiene en el mundo? ¿Y cómo voy a ser tan desconsiderada que a un gentilhombre a quien ningún otro deleite ha quedado, quiera quitárselo?» Y preocupada con tal pensamiento, si bien estaba segurísima de obtenerlo si se lo pedía, sin saber qué decir, no le contestaba a su hijo sino que se callaba. Por último, la venció tanto el amor de su hijo, que decidió para contentarlo que, pasara lo que pasase, no mandaría a por él sino que iría ella misma y se lo traería, y repuso:
-Hijo mío, consuélate y piensa en curarte de todas las maneras, que te prometo que lo primero que haré mañana por la mañana será ir a buscarlo y te lo traeré.
Con lo que, contento el niño, el mismo día mostró cierta mejoría.
La señora, a la mañana siguiente, tomando otra señora en su compañía, como de paseo se fue a la pequeña casa de Federigo y preguntó por él. Él, porque no era temporada de caza, estaba en el huerto y preparaba algunas faenas allí, el cual, al oír que doña Giovanna preguntaba por él a la puerta, maravillándose mucho, corrió allí muy contento; y ella, al verlo venir, con señorial amabilidad levantándose a saludarle, habiéndola ya Federigo con reverencia saludado, dijo:
-¡Bien hallado seáis, Federigo! -y siguió-. He venido a reparar los daños que has sufrido por mí amándome más de lo que hubiera convenido; y la reparación es que quiero con esta compañía mía almorzar contigo familiarmente hoy.
A quien Federigo, humildemente, repuso:
-Señora, ningún daño me acuerdo de haber recibido de vos, sino tanto bien que, si alguna vez algún valor tuve, por vuestro valor y por el amor que os tuve fue; y ciertamente esta vuestra liberal venida me es más querida que me sería si otra vez me fuera dado gastar cuanto ya he gastado, aunque a pobre huésped habéis venido.
Y dicho así, avergonzado la recibió en su casa, y de ella la condujo a su jardín, y no teniendo allí a quien hacer acompañarla, dijo:
-Señoras, pues que nadie más hay, esta buena mujer, esposa de este labrador, os tendrá compañía mientras que yo voy a hacer poner la mesa.
Él, por muy extrema que fuese su pobreza, no se había percatado todavía de cuánto necesitaba las riquezas que había gastado desordenadamente; pero esta mañana, no encontrando nada con que poder honrar a la señora por amor de quien ya había honrado a infinitos hombres, se lo hizo ver.
Y sobremanera angustiado, maldiciendo su fortuna, como un hombre fuera de sí, ora yendo aquí y ora allí, ni dineros ni nada para empeñar encontrando, siendo tarde la hora y el deseo grande de honrar con algo a la noble señora, y no queriendo, no ya a otro, sino ni a su mismo labrador, pedir nada, vio delante su buen halcón, que estaba en la salita en su percha; por lo que, no teniendo otra cosa a qué recurrir, lo cogió y encontrándolo gordo pensó que sería digna comida de tal señora.
Y sin pensarlo más, quitándole el collar, a una criadita lo hizo prestamente, pelado y condimentado, poner en un asador y asar cuidadosamente; y poniendo la mesa con manteles blanquísimos, de los que aún tenía algunos, con alegre gesto volvió a la señora a su jardín, y el almuerzo que podía él, dijo que estaba preparado. Con lo que la señora, levantándose con su compañera, fueron a la mesa, y sin saber qué se estaban comiendo, junto con Federigo, que con suma devoción las servía, se comieron al buen halcón.
Y levantándose de la mesa, y un tanto con amables conversaciones quedándose con él un rato, pareciéndole a la señora momento de decir aquello por lo que ido había, así benignamente comenzó a hablar a Federigo:
-Federigo, acordándote tú de tu pasada vida y de mi honestidad, que tal vez hayas reputado dureza y crueldad, no dudo que debes maravillarte de mi atrevimiento al oír aquello por lo que principalmente aquí he venido; pero si tuvieses hijos o los hubieras tenido, por quienes pudieras conocer de qué gran fuerza es el amor que se les tiene, me parecería estar segura de que en parte me tendrías por excusada. Pero aunque no los tienes, yo que tengo uno, no puedo dejar de seguir las leyes comunes de las demás madres; las cuales forzoso me es seguir y contra mi voluntad, y fuera de toda conveniencia y deber, pedirte un regalo que sé que te es sumamente querido: y es justo porque ningún otro deleite, ningún otro entretenimiento, ningún consuelo te ha dejado tu rigurosa fortuna; y esté regalo es tu halcón, del que mi niño se ha encaprichado tan fuertemente qué si no se lo llevo temo que se agrave tanto en la enfermedad que tiene que se siga de ello alguna cosa por la que lo pierda. Y por ello te ruego no por el amor que me tienes, por el cual ninguna obligación tienes, sino por tu nobleza, que en usar cortesía se ha mostrado mayor que la de ningún otro, que te plazca dármelo para que con este don pueda decir que he conservado con vida a mi hijo y por ello te quede siempre obligada.
Federigo, al oír aquello que la señora pedía, y sintiendo que no la podía servir porque se lo había dado a comer, comenzó en su presencia a llorar antes de poder responder palabra, cuyo llanto la señora creyó primero que de dolor por tener que separarse de su buen halcón vendría más que de otra cosa, y a punto estuvo de decirle que no lo quería; pero conteniéndose, esperó después del llanto la respuesta de Federigo.
El cual dijo así:
-Señora, desde que plugo a Dios que en vos pusiera mi amor, en muchas cosas he juzgado que la fortuna me era contraria y me he dolido de ella, pero todas han sido ligeras con respecto a lo que me hacen en este momento, con lo que jamás podré estar en paz con ella, pensando que vos hayáis venido aquí a mi pobre casa cuando, mientras que fue rica, no os dignasteis a venir, y me pidáis un pequeño don, y ella ha hecho de manera que no pueda dároslo; y por qué no puede ser os lo diré brevemente. Cuando oí que deseabais por vuestra bondad comer conmigo, considerando vuestra excelencia y vuestro valor, reputé digna y conveniente cosa que con más preciosa vianda dentro de mis posibilidades debía honraros que las que suelen usarse para las demás personas; por lo que, acordándome del halcón que me pedís, y de su bondad, pensé que era digno alimento para vos: y esta mañana, asado lo habéis tenido en el plato, y yo lo tenía por óptimamente albergado, pero al ver ahora que de otra manera lo deseabais, siento tal duelo por no poder serviros que creo que nunca podré tener paz.
Y dicho esto, las plumas y las patas y el pico hizo echarles delante en testimonio de ello. La cual cosa viendo la señora y oyendo, primero le reprendió por haber matado tal halcón para dar de comer a una mujer, y luego la grandeza de su ánimo, que la pobreza no había podido ni podía abatir mucho en su interior alabó; luego, perdida la esperanza de poder tener e halcón, y tal vez por la salud del hijo preocupada, dando las gracias a Federigo por el honor que le había hecho y por su buena voluntad, toda melancólica se fue y volvió con su hijo. El cual, o por tristeza de no haber podido tener el halcón, o por la enfermedad que a pesar de todo debería haberlo llevado a ello, no pasaron muchos días sin que, con grandísimo dolor de la madre, terminase esta vida. La cual, luego que llena de lágrimas y amargura hubo estado un tanto, habiendo quedado riquísima y todavía joven, muchas veces fue instada por sus hermanos a que se casase de nuevo; la cual, aun que no hubiera querido, sin embargo viéndose molestar, acordándose de valor de Federigo y de su magnanimidad última, esto es, de que había matado tal halcón para honrarla, dijo a sus hermanos:
-Yo de buen grado, si os pluguiera, me quedaría sin casar, pero si os place que tome marido, ciertamente no tomaré otro jamás si no tengo a Federigo de los Alberighi.
A lo cual los hermanos, burlándose de ella, dijeron:
-Tonta, ¿qué es lo que dices? ¿Cómo lo quieres a él, que no tiene nada en el mundo? -a lo que ella respondió:
-Hermanos míos, bien sé que es como decís, pero antes quiero un hombre que necesite riquezas que riquezas que necesiten un hombre.
Los hermanos, oyendo su voluntad y conociendo que era Federigo de gente principal aunque fuese pobre, tal como ella quiso, se la dieron con todas sus riquezas; el cual, con tal señora que tanto había amado viéndose por mujer, y además de ello riquísimo, con ella felizmente, convertido en mejor administrador, terminó sus años.



NOVELA DÉCIMA

Pietro de Vinciolo va a cenar fuera; su mujer manda venir a un muchacho, vuelve Pietro; ella lo esconde bajo un cesto de pollos; Pietro dice que en casa de Hercolano, con quien cenaba, han encontrado a un joven que allí había metido la mujer, su mujer censura a la mujer de Hercolano; un burro pone la pata, por desgracia, sobre los dedos del que estaba bajo el cesto; éste grita; Pietro corre allí, lo ve, descubre el engaño de la mujer, con quien al fin hace las paces a causa de su desdichado vicio.

Había llegado a su fin el discurrir de la reina, siendo por todos alabado que Dios dignamente hubiese galardonado a Federigo, cuando Dioneo, que nunca esperaba que se lo ordenasen, comenzó:
No sé si creer que sea un vicio accidental y adquirido por los mortales por la maldad de sus costumbres, o si, por el contrario, es un defecto de la naturaleza el reírse con las cosas malas más que con las buenas obras, y especialmente cuando aquellas tales no nos tocan a nosotros.
Y porque el trabajo que otras veces me he tomado, y ahora estoy por tomarme, no mira a ningún otro fin sino a quitarnos la tristeza y traernos risa y alegría, aunque la materia de la historia mía que va a seguir, enamoradas jóvenes, sea en algunas cosas menos que honesta, como puede causar deleite os la contaré; y vosotras, al oírla, haced lo que soléis hacer al entrar en los jardines, que extendiendo la delicada mano, cogéis las rosas y dejáis las espinas; lo que haréis dejando al mal hombre quedarse con su vicio y riendo alegremente de los amorosos engaños de su mujer, teniendo compasión de las desgracias ajenas si es necesario.
Hubo en Perusa, todavía no hace mucho tiempo, un hombre rico llamado Pietro de Vinciolo, el cual, tal vez más por engañar a los demás y disminuir la general opinión que de él tenían todos los perusinos que por deseo que tuviera de ello, tomó mujer; y estuvo la fortuna tan conforme con su apetito, que la mujer que tomó era una joven rolliza, de pelo rojo y encendida, que dos maridos mejor que uno habría querido y tuvo que quedarse con uno que mucho más a otra cosa que a ella tenía el ánimo dispuesto.
Lo que ella, con el paso del tiempo conociendo, y viéndose hermosa y lozana y sintiéndose gallarda y poderosa, primero comenzó a enojarse mucho y a tener con su marido palabras de desprecio alguna vez y casi de continuo mala vida; después, viendo que esto más su consunción que la enmienda de la maldad del marido podría ser, se dijo:
«Este desdichado me abandona para, con su deshonestidad andar en zuecos por lo seco; y yo me las arreglaré para llevar a otro en barco por lo lluvioso. Lo tomé por marido y le di grande y buena dote sabiendo que era un hombre y creyendo que deseaba aquello que desean y deben desear los hombres; si no hubiera creído que era hombre, no lo habría aceptado nunca. Él, que sabía que yo era una mujer, ¿por qué me tomó por mujer si las mujeres le disgustaban? Esto no puede sufrirse. Si no hubiera yo querido estar en el mundo me habría hecho monja; y si quiero estar, como quiero y estoy, si espero de éste placer y deleite tal vez puedo hacerme vieja esperando en vano; y cuando sea vieja, arrepintiéndome, en vano me doleré por haber perdido mi juventud, y para consolarla buen maestro es él con sus ejemplos para hacer que tome gusto a lo que a él le gusta, el cual gusto me honrará a mí mientras en él es muy reprobable; yo ofenderé sólo las leyes, mientras él ofende las leyes y a la naturaleza».
Habiendo, pues, la buena mujer, tenido tal pensamiento, y tal vez más de una vez, para darle secretamente cumplimiento hizo amistad con una vieja que no parecía sino santa Viridiana que da de comer a las serpientes, la cual siempre con el rosario en la mano iba a ganar todas las indulgencias y de nada sino de la vida de los Santos Padres hablaba y de las llagas de san Francisco, y por todos era tenida por santa; y cuando le pareció oportuno le explicó su intención cumplidamente. A quien la vieja dijo:
-Hija mía, sabe Dios (que sabe todas las cosas) que haces muy bien; y aunque no lo hicieras por otra cosa, deberíais hacerlo tú y todas las demás jóvenes para no perder el tiempo de vuestra juventud, porque ningún dolor es semejante a aquél, para quien tiene conocimiento, que es haber perdido el tiempo. ¿Y de qué diablos servimos nosotras después, cuando somos viejas, sino para cuidar las cenizas del fogón? Si alguna lo sabe y puede dar testimonio, soy yo; que ahora que soy vieja no sin grandísimas y amargas punzadas de ánimo conozco (y sin provecho) el tiempo que dejé perder: y aunque no lo perdiese todo, que no querría que creyeses que he sido una pazguata, no hice sin embargo, lo que habría podido hacer, de lo que, cuando me acuerdo, viéndome tal como me veo, que no encontraría quien me diese un poco de lumbre, Dios sabe el dolor que siento. A los hombres no les sucede así, nacen buenos para mil cosas, no sólo para ésta, y la mayor parte son más honrados de viejos que de jóvenes; pero las mujeres para ninguna otra cosa sino para darles hijos nacen, y por ello son estimadas. Y si tú no te has dado cuenta de otra cosa, sí debes darte de ésta: que nosotras siempre estamos dispuestas, lo que no sucede con los hombres; y además de esto, una mujer cansaría a muchos hombres, mientras muchos hombres no pueden cansar a una mujer: y porque para esto hemos nacido, de nuevo te digo que haces muy bien en darle a tu marido un pan por una hogaza, para que tu alma no tenga en su vejez que reprenderle a la carne. De esta manera cada uno tiene cuanto recoge, y especialmente las mujeres, que tienen que aprovechar mucho más el tiempo cuando lo tienen que los hombres, porque verás que cuando envejecemos ni el marido ni nadie nos quiere mirar, sino que nos echan a la cocina a contar historias al gato y a contar las ollas y las escudillas; y peor, que nos ponen en canciones y dicen: «A las jóvenes los buenos bocados, y a las viejas, los desechados», y otras muchas cosas dicen. Y para no entretenerte más, te digo desde ahora que no podrías a nadie en el mundo descubrir tu intención que más útil te fuera que a mí, porque no hay nadie tan encumbrado a quien yo no me atreva a decirle lo que haga falta, ni tan duro o huraño que no lo ablande bien y lo lleve a aquello que quiera. Haz, pues, de manera que me enseñes quién te agrada, y déjame luego hacer a mí; pero una cosa te recuerdo hija mía: que cuides de mí, porque soy una persona pobre y quiero desde ahora que seas partícipe de todas mis indulgencias y de cuantos rosarios rece, para que Dios dé luz y candela a tus muertos.
Y terminó. Quedó, pues, la joven de acuerdo con la vieja en que si encontraba un mozuelo que por aquel barrio muy frecuentemente pasaba, de quien le dio todas las señas, que ya sabía lo que tenía que hacer; y dándole un trozo de carne salada la mandó con Dios. La vieja, no pasados muchos días, ocultamente le metió aquel del que ella le había hablado en la alcoba, y de allí a poco tiempo otro, según los que le iban placiendo a la joven señora; la cual en lo que pudiese hacer en aquello, aunque temiendo al marido, no dejaba el negocio.
Sucedió que, debiendo una noche ir a cenar su marido con un amigo suyo que tenía por nombre Hercolano, la joven mandó a la vieja que hiciera venir a donde ella a un mancebo que era de los más hermosos y los más placenteros de Perusa; la cual, prestamente así lo hizo. Y habiéndose la señora con el joven sentado a la mesa a comer, he aquí que Pietro llamó a la puerta para que le abriesen. La mujer, oyendo esto, se tuvo por muerta; pero queriendo, si podía, ocultar al joven, no ocurriéndosele mandarlo ir o hacerle esconderse en otra parte, habiendo una galería vecina a la cámara en que cenaban, bajo un cesto de pollos que había allí le hizo refugiarse y le echó encima una tela de jergón que había hecho vaciar aquel día, y hecho esto, prestamente hizo abrir a su marido. Al cual, entrando en casa, le dijo:
-Muy pronto la habéis engullido, esa cena.
Pietro repuso:
-No la hemos catado.
-¿Y cómo ha sido eso? -dijo la mujer. Pietro entonces dijo:
-Te lo diré. Estando ya a la mesa Hercolano, la mujer y yo sentimos estornudar cerca de nosotros, de lo que ni la primera vez ni la segunda nos preocupamos, pero el que había estornudado estornudando la tercera vez y la cuarta y la quinta y muchas otras, a todos nos hizo maravillar; de lo que Hercolano, que algo enojado con la mujer estaba porque un buen rato nos había hecho estar a la puerta sin abrirnos, furioso dijo: «¿Qué quiere decir esto? ¿Quién es ese que así estornuda?». Y levantándose de la mesa hacia una escalera que había cerca en cuyo hueco había una trampilla de madera, junto al pie de la escalera, donde poder ocultar alguna cosa quien lo hubiera querido, como vemos que mandan hacer los que hacen obra en sus casas, y pareciéndole que de allí venia el sonido del estornudo, abrió una puertecilla que había allí y cuando la hubo abierto, súbitamente salió el mayor tufo a azufre del mundo, como que antes habiendo venido el olor y quejándose había dicho la señora: «Es que hace un rato he blanqueado mis velos con sulfuro, y luego el cacharro sobre el que los había tendido para que recibiesen el humo lo he puesto debajo de aquella escalera, así que ahora viene de allí». Y luego que Hercolano hubo abierto la puertecilla y se hubo disipado un poco el tufo, mirando dentro, vio al que estornudado había y seguía estornudando, obligándolo a ello la fuerza del azufre, y mientras estornudaba le había ya oprimido tanto el pecho el azufre que poco faltaba para que no hubiera estornudado nunca más. Hercolano, viéndolo, gritó: «Ahora, veo, mujer, por lo que hace poco, cuando vinimos, tanto estuvimos a la puerta sin que nos abriesen; pero así no tenga yo nunca nada que me guste como que me las pagas». Lo que oyendo la mujer, y viendo que su pecado estaba descubierto, sin decir ninguna excusa, levantándose de la mesa, huyó y no sé adónde iría.
Hercolano, no percatándose de que la mujer se escapaba, muchas veces dijo al que estornudaba que saliese, pero él, que ya no podía más, no se movía por nada que dijese Hercolano; por lo que Hercolano, cogiéndolo por un pie lo arrastró fuera, y corría a por un cuchillo para matarlo, pero yo, temiendo por mí mismo a la guardia, levantándome, no le dejé matar ni hacerle ningún daño, sino que gritando y defendiéndolo di ocasión a que corriesen allí los vecinos, los cuales, cogiendo al ya vencido joven, lo llevaron fuera de la casa no sé dónde; por las cuales cosas turbada nuestra cena, no solamente no la he engullido sino que ni siquiera la he catado, como te dije.
Oyendo la señora estas cosas, conoció que había otras tan listas como ella era, aunque a veces la desgracia le tocase a alguna, y con gusto hubiera defendido con palabras a la mujer de Hercolano; pero como reprobando la falta ajena le pareció abrir mejor camino a las suyas, comenzó a decir:
-¡Qué buena cosa! ¡Qué buena y santa mujer debe ser ésa! ¡Qué promesa de mujer honrada, que me habría confesado con ella, tan devota me parecía! Y peor que, siendo ya vieja, muy buen ejemplo da a las jóvenes. Maldita sea la hora en que vino al mundo y la tal que vive aquí, que debe ser mujer perfidísima y mala, universal vergüenza y vituperio de todas las mujeres de esta tierra, que olvidando su honestidad y la promesa hecha al marido y el honor de este mundo, a él, que es tal hombre y tan honrado ciudadano y que tan bien la trataba, por otro hombre no se ha avergonzado de injuriar, y a ella con él. Por mi salvación que de semejantes mujeres no habría que tener misericordia: habría que matarlas, habría que meterlas vivas en una hoguera y hacerlas cenizas.
Luego, acordándose de su amante que debajo del cesto muy cerca de allí tenía, comenzó a animar a Pietro a que se fuese a la cama, porque ya era hora. Pietro, que más gana tenía de comer que de dormir, preguntaba, sin embargo, si no había nada de cena, a lo que la mujer respondía:
-¡Si, cena va a haber! Acostumbramos a hacer cena cuando tú no estás. ¡Sí que soy yo la mujer de Hercolano! ¡Bah! ¿Por qué no te vas a dormir por esta noche? ¡Es lo mejor que podrías hacer!
Sucedió que habiendo venido por la noche algunos labradores de Pietro con algunas cosas del pueblo, y habiendo dejado sus burros, sin darles de beber, en una pequeña cuadra que había junto a la galería, uno de los burros, que tenía muchísima sed, sacada la cabeza del cabestro, había salido de la cuadra y andaba olfateando todo por si encontraba agua; y yendo así llegó ante el cesto bajo el cual estaba el mancebo, el cual, como tenía que estar a gatas, había estirado los dedos de una de las manos en el suelo fuera del cesto, y tanta fue su suerte, o su desgracia si queremos, que este burro le puso encima la pata, por lo que, sintiendo un grandísimo dolor, dio un gran grito.
Oyendo el cual Pietro, se maravilló y se dio cuenta de que era dentro de la casa; por lo que, saliendo de la alcoba y sintiendo todavía quejarse a aquél, no habiendo todavía el burro levantado la pata de los dedos sino aplastándolos todavía fuertemente, dijo:
-¿Quién anda ahí?
Y corriendo a la cesta, y levantándola, vio al joven, el cual, además de dolor que sentía porque el burro le aplastaba los dedos, temblaba de miedo de que Pietro le hiciera algún daño.
Y siendo reconocido por Pietro, como que Pietro por sus vicios había andado tras él mucho tiempo, preguntándole a él:
-¿Qué haces tú aquí?
Nada le respondió sino que le rogó que por amor de Dios no le hiciese daño. El cual, siendo reconocido por Pietro, dijo:
-Levántate y no temas que te haga yo ningún daño: pero dime cómo has venido aquí y por qué.
El jovencillo le dijo todo; no menos contento Pietro de haberlo encontrado que dolida su mujer, cogiéndolo de la mano se lo llevó con él a la alcoba, en la cual la mujer con el mayor miedo del mundo lo esperaba.
Y sentándose Pietro frente a ella le dijo:
-Si tanto censurabas hace un momento a la mujer de Hercolano y decías que debían quemarla y que era vergüenza de todas vosotras, ¿cómo no lo decías de ti misma? O si no querías decirlo de ti, ¿cómo tenías el valor de decirlo de ella sabiendo que habías hecho lo mismo que ella había hecho? Seguro que nada te inducía a ello sino que todas sois iguales, y con culpar a las otras queréis tapar vuestras faltas: ¡que baje fuego del cielo y os queme a todas, raza malvada que sois!
La mujer, viendo que para empezar no le había hecho daño más que de palabra, y pareciéndole que se derretía porque tenía de la mano a un jovencito tan hermoso, cobró valor y dijo:
-Segura estoy de que querrías que bajase fuego del cielo que nos quemase a todas, como que te gustamos tanto como a un perro los palos; pero por la cruz de Dios que no será así. Pero con gusto hablaré un poco contigo para saber de qué te quejas; y ciertamente que saldría bien si me comparas con la mujer de Hercolano, que es una vieja santurrona gazmoña y él le da todo lo que quiere y la quiere como se debe querer a la mujer, lo que a mí no me pasa. Que, aunque me vistas y me calces bien, bien sabes cómo ando de lo demás y cuánto tiempo hace que no te acuestas conmigo; y más querría andar vestida con harapos y descalza y que me tratases bien en la cama que tener todas estas cosas tratándome como me tratas. Y entiende bien, Pietro, que soy una mujer como las demás, y me gusta lo que a las otras, así que porque me lo busque yo si tú no me lo das no es para insultarme, por lo menos te respeto tanto que no me voy con criados ni con tiñosos.
Pietro se dio cuenta de que las palabras no cesarían en toda la noche, por lo que, como quien poco se preocupaba de ella, dijo:
-Calla ya, mujer: que te daré gusto en eso; bien harías en darnos de cenar algo, que me parece que este muchacho, igual que yo, no habrá cenado todavía.
-Claro que no -dijo la mujer-, que no ha cenado, que cuando tú llegaste en mala hora, nos sentábamos a la mesa para cenar.
-Pues anda -dijo Pietro-, danos de cenar y luego yo arreglaré las cosas de modo que no tengas que quejarte.
La mujer, levantándose al oír al marido contento, prestamente haciendo poner la mesa, hizo venir la cena que estaba preparada y junto con su vicioso marido y con el joven cenó alegremente. Después de la cena, lo que Pietro se proponía para satisfacción de los tres se me ha olvidado; pero bien sé que a la mañana siguiente en la plaza se vio el joven no muy seguro de a quién había acompañado más por la noche, si a la mujer o al marido. Por lo que tengo que deciros, señoras mías, que a quien te la hace se la hagas; y si no puedes, que no se te vaya de la cabeza hasta que lo consigas, para que lo que el burro da contra la pared lo mismo reciba.



[ CONCLUSIÓN ]

Terminada, pues, la historia de Dioneo, por vergüenza menos reída de las señoras que por poca diversión, y conociendo la reina que había llegado el fin de su gobierno, poniéndose en pie y quitándose la corona de laurel se la puso en la cabeza a Elisa, diciéndole:
-A vos, señora, os corresponde ahora mandar.
Elisa, recibiendo el honor, como antes había sido hecho hizo: que, disponiendo con el senescal primeramente lo que era preciso para el período de su señorío, con contento de la compañía dijo:
-Ya hemos oído muchas veces que con palabras ingeniosas o con respuestas prontas muchos han sabido con la reprimenda merecida limar los dientes ajenos o evitar los peligros que se cernían sobre ellos; y porque la materia es buena y puede ser útil, quiero que mañana, con la ayuda de Dios, se discurra dentro de estos límites: es decir, sobre quien con algunas palabras ingeniosas se vengase al ser molestado, o con una pronta respuesta o algún invento escapase a la perdición o al peligro o al desprecio.
Esto fue muy alabado por todos, por lo cual la reina, poniéndose en pie les dio licencia a todos hasta la hora de la cena.
La honrada compañía, viendo a la reina levantada, se puso en pie y según la costumbre, cada uno se entregó a lo que más le gustaba. Pero al callar ya las cigarras, llamando a todos, se fueron a cenar; y terminada con alegre fiesta a cantar y a tocar todos se entregaron. Y habiendo ya, por deseo de la reina, comenzado Emilia una danza, a Dioneo le mandaron que cantase una canción, el cual prestamente comenzó: «Doña Aldruda, levantaos la cola, que buenas nuevas os traigo». De lo que todas las señoras comenzaron a reírse, y máximamente la reina, la cual le mandó que dejase aquélla y dijese otra.
Dijo Dioneo:
-Señora, si tuviese un cimbalo diría: «Alzaos las ropas, doña Lapa» o «Bajo el olivo hay hierba». ¿O querríais que cantase: «Las olas del mar me hacen tanto daño»? Pero no tengo címbalo, y por ello decidme cuál queréis de estas otras: ¿os gustaría: «Sal fuera que está podado como un mayo en la campiña»?
Dijo la reina:
-No, di otra.
-Pues -dijo Dioneo-; diré: «Doña Simona embotella embotella; y no es el mes de octubre».
La reina, riendo, dijo:
-¡Ah, en mala hora!, di una buena, si te place, que no queremos ésa.
Dijo Dioneo:
-No, señora, no os enojéis, pero ¿cuál os gusta? Sé más de mil. ¿O que reís: «Éste mi nicho, si no lo pico» o «¡Ah, despacio, marido mío!» o «Me compraré un gallo de cien liras»?
La reina entonces, un tanto enojada, aunque las demás riesen, dijo:
-Dioneo, deja las bromas y di una buena; y si no, podrías probar cómo sé enojarme.
Dioneo, oyendo esto, dejando las bromas, prestamente de tal guisa empezó a cantar:
Amor, la hermosa luz con que sus bellos ojos me han herido a ella y a ti me tiene ya rendido.
De sus ojos se mueve el esplendor con que mi corazón a arder se ha puesto por los míos pasando, y cuánto fuese grande tu valor su bello rostro me hizo manifiesto, el cual, imaginando, sentí que me iba atando todo poder, y que a ella era ofrecido, y ésta la causa de mi llanto ha sido.
Así pues, en tu siervo transformado estoy, señor, y así obediente espero que me seas clemente; mas no sé si del todo ha adivinado mi fe entera y ferviente aquella que mi mente posee, que la paz, si no ha venido de ella no quiero, y nunca la he querido.
Por eso, señor mío, yo te ruego que, al mostrárselo, la hagas tú sentir tu fuego en su costado para servirme, porque yo en tu fuego amando me consumo, y de sufrir me siento ya postrado; y, cuando tú lo creas acertado, dale razón de mí como es debido; que me veré, si lo haces, complacido.
Luego de que Dioneo, callando, mostró que su canción había terminado, hizo la reina decir muchas otras, sin dejar de haber alabado mucho la de Dioneo. Mas luego que parte de la noche hubo pasado, la reina, sintiendo que al calor del día había vencido la frescura de la noche, mandó que todos, hasta el día siguiente, se fuesen a descansar a gusto.


TERMINA LA QUINTA JORNADA







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