Giovanni Boccaccio - Opera Omnia >>  Decamerón
Other languages:   italian_flag   french_flag   french_flag   russian_flag                                   



 

ilboccaccio integro completa de los trabajos de fuentes los trabajos literarios históricos en la prosa y en los versos

COMIENZA LA DÉCIMA Y ÚLTIMA JORNADA DEL DECAMERÓN, EN LA CUAL BAJO EL GOBIERNO DE PÁNFILO, SE DISCURRE SOBRE QUIENES LIBERALMENTE O CON VERDADERA MAGNIFICENCIA HICIERON ALGO, YA EN ASUNTOS DE AMOR, YA EN OTROS.



[ PRINCIPIO ]

Aún estaban bermejas algunas nubecillas del occidente, habiendo ya las del oriente, en su extremidad semejantes al oro, llegado a ser luminosísimas por los solares rayos que, aproximándoseles, mucho las herían, cuando Pánfilo, levantándose, a las señoras y a sus compañeros hizo llamar. Y venidos todos, con ellos habiendo deliberado adónde pudiesen ir para su esparcimiento, con lento paso se puso a la cabeza, acompañado por Filomena y Fiameta, y con todos los otros siguiéndole; y hablando de muchas cosas sobre su futura vida, y diciendo y respondiendo, por largo tiempo se fueron paseando; y habiendo dado una vuelta bastante larga, comenzando el sol a calentar ya demasiado, se volvieron a la villa. Y allí, en torno a la clara fuente, habiendo hecho enjuagar los vasos, el que quiso bebió algo, y luego entre las placenteras sombras del jardín, hasta la hora de comer se fueron divirtiendo; y luego de que hubieron comido y dormido, como solían hacer, cuando al rey plugo se reunieron, y allí el primer discurso lo ordenó el rey a Neifile, la cual alegremente comenzó así:



NOVELA PRIMERA

Un caballero sirve al rey de España; le parece estar mal recompensado, por lo que el rey, con una prueba evidentísima, le muestra que no es culpa suya, sino de su mala fortuna, recompensándole luego generosamente.

Como grandísima gracia, honorables señoras, debo reputar que nuestro rey me haya encargado en primer lugar hablar sobre la magnificencia, la cual, como el sol es hermosura y ornamento del cielo, es claridad y luz de cualquier otra virtud. Contaré, pues, sobre todo una novelita a mi parecer asaz donosa, cuyo recuerdo (con certeza) no podrá ser sino útil.
Debéis, pues, saber que entre los demás valerosos caballeros que desde hace mucho tiempo hasta ahora ha habido en nuestra ciudad, fue uno, y tal vez el mejor, micer Ruggeri de los Figiovanni; el cual siendo rico y de gran ánimo, y viendo que, considerada la cualidad del vivir y de las costumbres de Toscana, él, quedándose en ella, poco o nada podría demostrar su valor, tomó el partido de irse un tiempo junto a Alfonso, rey de España, la fama de cuyo valor sobrepasaba a la de cualquier otro señor de aquellos tiempos; y muy honradamente equipado de armas y de caballos y de compañía se fue a él en España y graciosamente fue recibido por el rey. Allí, pues, viviendo micer Ruggeri y espléndidamente viviendo y en hechos de armas haciendo maravillosas cosas, muy pronto se hizo conocer como valeroso. Y habiendo estado allí ya algún tiempo observando mucho las maneras del rey, le pareció que éste, ora a uno, ora a otro daba castillos y ciudades y baronías muy poco discretamente, como dándolas a quien no era digno; y porque a él, que entre los que lo eran se consideraba, nada le era dado, juzgó que mucho disminuía aquello su fama; por lo que deliberó irse de allí y pidió licencia al rey. El rey se la concedió y le dio una de las mejores mulas que nunca se hubieron cabalgado, y la más hermosa, la cual, por el largo camino que tenía que hacer, fue muy estimada por micer Ruggeri. Después de esto, encomendó el rey a un discreto servidor suyo que, de la manera que mejor le pareciese, se ingeniase en cabalgar la primera jornada con micer Ruggeri de guisa que no pareciese mandado por el rey, y todo lo que dijese de él lo conservara en la memoria de manera que pudiera decírselo luego, y a la mañana siguiente le mandase que volviera a donde estaba el rey. El servidor, estando al cuidado, al salir micer Ruggeri de la ciudad, muy hábilmente se fue acompañándole, diciéndole que venía hacia Italia. Cabalgando, pues, micer Ruggeri en la mula que le había dado el rey, y con aquél de una cosa y de otra hablando, acercándose la hora de tercia, dijo:
-Creo que estaría bien que llevásemos a estercolar a estas bestias.
Y, entrando en un establo, todas menos la mula estercolaron; por lo que, siguiendo adelante, estando siempre el servidor atento a las palabras del caballero, llegaron a un río, y abrevando allí a sus bestias, la mula estercoló en el río. Lo que viendo micer Ruggeri, dijo:
-¡Bah!, desdichado te haga Dios, animal, que eres como el señor que te ha dado a mí.
El servidor se fijó en estas palabras, y como en otras muchas se había fijado caminando todo el día con él, ninguna otra que no fuese en suma alabanza del rey le oyó decir, por lo que a la mañana siguiente, montando a caballo y queriendo cabalgar hacia Toscana, el servidor le dio la orden del rey, por lo que micer Ruggeri incontinenti se volvió atrás. Y habiendo ya sabido el rey lo que había dicho de la mula, haciéndole llamar le preguntó que por qué le había comparado con su mula, o mejor a la mula con él. Micer Ruggeri, con abierto gesto le dijo:
-Señor mío, os asemejáis a ella porque, así como vos hacéis dones a quien no conviene y a quien conviene no los hacéis, así ella donde convenía no estercoló y donde no convenía, sí.
Entonces dijo el rey:
-Micer Ruggeri, el no haberos hecho dones como los he hecho a muchos que en comparación de vos nada son, no ha sucedido porque yo no os haya tenido por valerosísimo caballero y digno de todo gran don; sino por vuestra fortuna, que no me lo ha permitido, en lo que ella ha pecado y yo no. Y que digo verdad os lo mostraré manifiestamente.
A quien Ruggeri repuso:
-Señor mío, yo no me enojo por no haber recibido dones de vos, porque no los deseaba para ser más rico, sino porque vos no habéis testimoniado con nada la estima de mi valor, sin embargo, tengo la vuestra por buena excusa y por honrada, y estoy dispuesto a ver lo que os plazca, aunque os crea sin ninguna prueba.
Lo llevó, entonces, el rey a una gran sala donde, como había ordenado antes, había dos grandes cofres cerrados, y en presencia de muchos le dijo:
-Micer Ruggeri, en uno de estos cofres está mi corona, el cetro real y el orbe y muchos buenos cinturones míos, broches, anillos y otras preciosas joyas que tengo; el otro está lleno de tierra. Coged uno, pues, y el que cojáis será vuestro y podréis ver quién ha sido ingrato hacia vuestro valor, si yo o vuestra fortuna.
Micer Ruggeri, puesto que vio que así agradaba al rey, cogió uno, el cual mandó el rey que fuese abierto, y se encontró que estaba lleno de tierra; con lo que el rey, riéndose, dijo:
-Bien podéis ver, micer Ruggeri, que es verdad lo que os digo de vuestra fortuna; pero en verdad vuestro valor merece que me oponga a sus fuerzas. Yo sé que no tenéis la intención de haceros español, y por ello no quiero daros aquí ni castillo ni ciudad, pero el cofre que la fortuna os quitó, aquél a despecho de ella quiero que sea vuestro, para que a vuestra tierra podáis llevároslo y de vuestro valor con el testimonio de mis dones podáis gloriaros con vuestros conciudadanos.
Micer Ruggeri, cogiéndolo, y dadas al rey aquellas gracias que a tamaño don correspondían, con él, contento, se volvió a Toscana.



NOVELA SEGUNDA

Ghino de Tacco apresa al abad de Cluny y le cura del estómago, y luego lo suelta, el cual, volviendo a la corte de Roma, lo reconcilia con el papa Bonifacio, y lo hace caballero Hospitalario.

Alabada había sido ya por todos la magnificencia del rey Alfonso con el caballero florentino cuando el rey, a quien mucho había complacido, ordenó a Elisa que siguiese; la cual, prestamente comenzó:
Delicadas señoras, el haber sido un rey magnífico y el haber usado su magnificencia con quien servido le había, no puede decirse que no sea loable y gran cosa, ¿pero qué diríamos si se cuenta que un clérigo ha usado de admirable magnificencia hacia una persona que si la hubiese tenido por enemiga no habría sido reprochado por ello? Ciertamente no otra cosa sino que la del rey fuese virtud y la del clérigo milagro, como sea que éstos son todos mucho más avaros que las mujeres y de toda liberalidad enemigos encarnizados; y por mucho que todo hombre apetezca venganza de las ofensas recibidas, los clérigos, como se ve, aunque paciencia prediquen y sumamente alaben el perdón de las ofensas, más fogosamente que los demás hombres recurren a ella. La cual cosa, es decir, cómo un clérigo fue magnífico, en la historia que sigue podréis saber claramente.
Ghino de Tacco, por su fiereza y por sus robos hombre muy famoso, siendo arrojado de Siena y enemigo de los condes de Santafiore, sublevó Radicófani contra la iglesia de Roma, y estando allí, a cualquiera que por los alrededores pasaba le hacía robar por sus mesnaderos. Ahora bien, estando el Papa Bonifacio VIII en Roma, vino a la corte el abad de Cluny, el cual se cree ser uno de los más ricos prelados del mundo; y estropeándosele allí el estómago, le aconsejaron los médicos que fuese a los baños de Siena y se curaría sin falta; por lo cual, concediéndoselo el Papa, sin preocuparse de la fama de Ghino, con gran pompa de equipaje y de carga y de caballos y de servidumbre se puso en camino. Ghino de Tacco, habiendo sabido su venida, tendió sus redes, y sin perder un solo mozo de mulas, al abad y a todos sus acompañantes y sus cosas cercó en un estrecho lugar; y esto hecho, lo mandó al abad, al cual de su parte muy amablemente le dijo que hiciese el favor de ir a hospedarse con aquel Ghino al castillo. Lo que oyendo el abad, todo furioso respondió que no quería hacerlo, como quien no tenía nada que hacer con Ghino, sino que seguiría su camino y que querría ver quién se lo iba a vedar. Al cual el embajador, humildemente hablando, dijo:
-Señor, habéis venido a un lugar donde, excepto a la fuerza de Dios, nosotros nada tememos y donde las excomuniones y los interdictos están todos excomulgados; y por ello, sufrid por las buenas el complacer a Ghino en esto.
Estaba ya, mientras decían estas palabras, todo el lugar rodeado por bandoleros; por lo que el abad, viéndose apresado con los suyos, muy desdeñoso, con el embajador tomó el camino del castillo, y con él toda su compañía y todo su equipaje. Y habiendo echado pie a tierra, como Ghino quiso, completamente solo fue llevado a una alcobita de un edificio muy oscura e incómoda, y todos los demás hombres fueron, según su condición, muy bien acomodados en el castillo, y los caballos y los equipajes puestos a salvo sin tocar nada de ellos. Y hecho esto, se fue Ghino al abad y le dijo:
-Señor, Ghino, de quien sois huésped, os manda preguntar que os plazca decirle adónde ibais y por qué razón.
El abad, que como discreto había depuesto su altanería, le dijo dónde iba y por qué. Ghino, oído esto, se fue, y pensó curarlo sin baños; y haciendo que tuviese siempre encendido en la alcoba un gran fuego, y vigilarla bien, no volvió a verlo hasta la Mañana siguiente; y entonces, en un mantel blanquísimo le llevó dos rebanadas de pan tostado y un gran vaso de vino de Comiglia, del mismo del abad, y dijo así al abad:
-Señor, cuando Ghino era más joven estudió medicina, y dice que aprendió que ninguna cura es mejor para el mal de estómago que la que él os hará; de la cual estas cosas que os traigo son el principio, y por ello, tomadlas y confortaos con ellas.
El abad, que más hambre tenía que ganas de bromas, aunque lo hiciese malhumorado, se comió el pan y se bebió el vino, y luego muchas cosas altaneras dijo y preguntó sobre muchas, y aconsejó muchas, y especialmente pidió ver a Ghino. Ghino, oyéndolas, algunas las dejó pasar como vanas y a algunas contestó cortésmente, afirmando que, lo antes que pudiese, Ghino lo visitaría; y dicho esto, se separó de él, y no volvió antes del día siguiente, con la misma cantidad de pan tostado y de vino; y así lo tuvo muchos días, hasta que se dio cuenta de que el abad había comido unas habas secas que él, a propósito y a escondidas, le había traído y dejado allí. Por la cual cosa, le preguntó de parte de Ghino que qué tal le parecía que estaba del estómago; a quien el abad respondió:
-Me parece que estaría bien si estuviese fuera de sus manos; y después de esto de nada tengo tanta gana como de comer, pues tan bien me han curado sus medicinas.
Ghino, pues, habiendo de su equipaje mismo y a sus criados hecho arreglar una hermosa alcoba, y hecho preparar un gran convite, al que con muchos hombres del castillo asistió toda la servidumbre del abad, se fue a verle la mañana siguiente y le dijo:
-Señor, puesto que os sentís bien, es tiempo de salir de la enfermería -y cogiéndolo de la mano a la cámara que le habían arreglado le llevó, y dejándolo en ella con su gente, fue a vigilar para que el convite fuese magnífico.
El abad, con los suyos un rato se entretuvo, y cómo había sido su vida les contó, mientras ellos por el contrario le dijeron que habían sido maravillosamente honrados por Ghino; pero llegada la hora de comer, el abad y todos los demás fueron, ordenadamente, servidos con buenos manjares y buenos vinos, sin que Ghino se diese a conocer al abad todavía. Pero luego de que el abad unos cuantos días vivió de esta manera, habiendo hecho Ghino traer a una sala todo su equipaje, y a un patio que estaba debajo de ella todos sus caballos hasta el más miserable rocín, fue al abad y le preguntó que qué tal estaba y si se sentía lo bastante fuerte para cabalgar; a lo que el abad respondió que estaba muy fuerte y bien curado del estómago, y que estaría bien en cuanto se viese fuera de las manos de Ghino. Llevó entonces Ghino al abad a la sala donde estaban su equipaje y todos sus servidores, y haciéndole asomar a una ventana desde donde podía ver todos sus caballos, dijo:
-Señor abad, debéis saber que el ser noble y arrojado de su patria y pobre, y el tener muchos y poderosos enemigos, han conducido a Ghino de Tacco, que soy yo, a ser ladrón de caminos y enemigo de la Iglesia de Roma para poder defender mi vida y mi nobleza, y no la maldad de ánimo. Pero porque me parecéis valeroso señor, después de haberos curado el estómago no entiendo trataros como lo haría a otros, que, cuando los tuviese en mis manos como os tengo a vos, me quedaría con la parte de sus cosas que me pareciese; sino me parece que vos, considerando mi necesidad, me entreguéis la parte de vuestras cosas que vos mismo queráis. Todas están aquí ante vos, y vuestros caballos podéis verlos en el patio desde esta ventana; y por ello, parte o todo, según os plazca, tomad, y desde ahora en adelante quede el iros o el quedaros a vuestro arbitrio.
Maravillóse el abad de que un ladrón de caminos pronunciase palabras tan magnánimas, y placiéndole mucho, súbitamente desaparecidos su ira y su malhumor, y transformados en benevolencia, convertido en amigo de Ghino en su corazón corrió a abrazarlo, diciendo:
-Juro ante Dios que por ganar la amistad de un hombre tal como ahora juzgo que eres, soportaría recibir mucho mayores ofensas que la que me parece que hasta ahora me has hecho. ¡Maldita sea la fortuna que a tan condenable oficio te obliga!
Y después de esto, habiendo hecho de sus muchas cosas coger algunas poquísimas y necesarias, y lo mismo de los caballos, y dejándole todas las otras, se volvió a Roma.
Había sabido el Papa la prisión del abad, y aunque mucho le había dolido, al verlo le preguntó que cómo le habían sentado los baños; al cual, sonriendo, repuso el abad:
-Santo Padre, antes de llegar a los baños encontré un valeroso médico que óptimamente me ha curado.
Y le contó el modo, de lo que se rió el Papa; al que el abad, continuando su conversación y movido por la grandeza de su ánimo, pidió una gracia. El Papa, creyendo que le pediría otra cosa, liberalmente ofreció hacer lo que pidiese. Entonces el abad dijo:
-Santo Padre, lo que entiendo pediros es que otorguéis vuestra gracia a Ghino de Tacco mi médico, porque entre los demás hombres valerosos y de pro que nunca he conocido, él es con certeza uno de los mejores, y el mal que hace juzgo que es mucho más culpa de la fortuna que suya; la cual, si vos, dándole algo con lo que pueda vivir según su condición, cambiáis, no dudo que en poco tiempo no os parezca a vos lo que a mí me parece.
El Papa, al oír esto, como quien fue de gran ánimo y admirador de los hombres valerosos, dijo que lo haría de buena gana si tan de pro era como decía, y que lo hiciese venir sin temor. Vino, pues, Ghino, sobre fianza, como plugo al abad, a la corte; y no había estado mucho junto al Papa cuando le reputó por valeroso, y dándole su paz, le otorgó un gran priorazgo del Hospital, habiéndole hecho caballero de éste; el cual, mientras vivió, lo mantuvo como amigo y servidor de la Santa Iglesia y del abad de Cluny.



NOVELA TERCERA

Mitrídanes, envidioso de la cortesía de Natán, yendo a matarlo, sin conocerlo se encuentra con él, e, informado por él mismo sobre lo que debe hacer, lo encuentra en un bosquecillo como éste lo había dispuesto; el cual, al reconocerlo, se avergüenza y se hace amigo suyo.

Cosa semejante a un milagro les parecía, en verdad, a todos haber escuchado; es decir, que un clérigo hubiese hecho algo magnífico; pero callando ya la conversación de las señoras, mandó el rey a Filostrato que continuase; el cual, prestamente, comenzó:
Nobles señoras, grande fue la magnificencia del rey de España y acaso mucho más inaudita la del abad de Cluny, ¡pero tal vez no menos maravilloso os parecerá oír que uno, por liberalidad, a otro que deseaba su sangre y también su espíritu, con circunspección se dispuso a entregársela! y lo habría hecho si aquél hubiera querido tomarlo, tal como en una novelita mía pretendo mostraros.
Certísimo es, si se puede dar fe a las palabras de algunos genoveses y de otros hombres que han estado en aquellas tierras, que en la parte de Cata, hubo un hombre de linaje noble y rico sin comparación, llamado por nombre Natán, el cual teniendo una finca cercana a un camino por el cual casi obligadamente pasaban todos los que desde Poniente a las partes de Levante o de Levante a Poniente querían venir, y teniendo el ánimo grande y liberal y deseoso de ser conocido por sus obras, teniendo allí muchos maestros, hizo allí en poco espacio de tiempo construir una de las mayores y más ricas mansiones que nunca fueran vistas, y con todas las cosas que eran necesarias para recibir y honrar a gente noble la hizo óptimamente proveer. Y teniendo numerosa y buena servidumbre, con agrado y con fiestas a quienquiera que iba o venía hacía recibir y honrar; y tanto perseveró en tal loable costumbre que ya no solamente en Levante, sino en Poniente se le conocía por su fama. Y estando ya cargado de años, pero no cansado de ejercitar la cortesía, sucedió que llegó su fama a los oídos de un joven llamado Mitrídanes, de una tierra no lejana de la suya, el cual, viéndose no menos rico que lo era Natán, sintiéndose celoso de su fama y de su virtud, se propuso o anularla u ofuscarla con mayores liberalidades; y haciendo construir una mansión semejante a la de Natán, comenzó a hacer las más desmedidas cortesías que nunca nadie había hecho a quien iba o venia por allí, y sin duda en poco tiempo muy famoso se hizo. Ahora bien, sucedió un día que, estando el joven completamente solo en el patio de su mansión, una mujercita, que había entrado por una de las puertas de la mansión, le pidió limosna y la obtuvo; y volviendo a entrar por la segunda puerta hasta él, la recibió de nuevo, y así sucesivamente hasta la duodécima; y volviendo la decimotercera vez, dijo Mitrídanes:
-Buena mujer, eres muy insistente en tu pedir -y no dejó, sin embargo, de darle una limosna. La viejecita, oídas estas palabras, dijo:
-¡Oh liberalidad de Natán, qué maravillosa eres!, que por treinta y dos puertas que tiene su mansión, como ésta, entrando y pidiéndole limosna, nunca fui reconocida por él (o al menos no lo mostró) y siempre la obtuve; y aquí no he venido más que trece todavía y he sido reconocida y reprendida.
Y diciendo esto, sin más volver, se fue. Mitrídanes, al oír las palabras de la vieja, como quien lo que escuchaba de la fama de Natán lo consideraba disminución de la suya, en rabiosa ira encendido comenzó a decir:
-¡Ay, triste de mí! ¿Cuándo alcanzaré la liberalidad de las grandes cosas de Natán, que no sólo no lo supero como busco, sino que en las cosas pequeñísimas no puedo acercármele? En verdad me canso en vano si no lo quito de la tierra; la cual cosa, ya que la vejez no se lo lleva, conviene que la haga con mis propias manos.
Y con este ímpetu se levantó, sin decir a ninguno su intención y, montando a caballo con pocos acompañantes, después de tres días llegó a donde vivía Natán; y habiendo a sus compañeros ordenado que fingiesen no conocerle y que se procurasen un albergue hasta que recibiesen de él otras órdenes, llegando allí al caer la tarde y estando solo, no muy lejos de la hermosa mansión encontró a Natán solo, el cual, sin ningún hábito pomposo, estaba dándose un paseo; a quien él, no conociéndole, preguntó si podía decirle dónde vivía Natán. Natán alegremente le repuso:
-Hijo mío, nadie en esta tierra puede mostrártelo mejor que yo, y por ello, cuando gustes te llevaré allí.
El joven dijo que le agradaría pero que, si podía ser, no quería ser visto ni conocido de Natán; al cual Natán dijo:
-También esto haré, pues que te place.
Echando, pues, Mitrídanes pie a tierra, con Natán, que agradabilísima conversación muy pronto trabó con él, hasta su mansión se fue. Allí hizo Natán a uno de sus criados coger el caballo del joven, y al oído le ordenó que prestamente arreglase con todos los de la casa que ninguno le dijera al joven que él era Natán; y así se hizo. Pero cuando ya en la mansión estuvieron, llevó a Mitrídanes a una hermosísima cámara donde nadie le veía sino quienes él había señalado para su servicio; y, haciéndolo honrar sumamente, él mismo le hacía compañía. Estando con el cual Mitrídanes, aunque le tuviese la reverencia que a un padre, le preguntó que quién era; al cual respondió Natán:
-Soy un humilde servidor de Natán, que desde mi infancia he envejecido con él, y nunca me elevó a otro estado que al que me ves; por lo cual, aunque todos los demás le alaben tanto, poco puedo alabarle yo.
Estas palabras llevaron algunas esperanza a Mitrídanes de poder con mejor consejo y con mayor seguridad llevar a efecto su perverso propósito; al cual, Natán, muy cortésmente le preguntó quién era y qué asunto le traía por allí, ofreciéndole su consejo y su ayuda en lo que pudiera. Mitrídanes tardó un tanto en responder y decidiéndose por fin a confiarse con él, con largo circunloquio, le pidió su palabra y luego el consejo y la ayuda; y quién era él y por qué había venido, y movido por qué sentimiento, enteramente le descubrió. Natán, oyendo el discurso y feroz propósito de Mitrídanes, mucho se enojó en su interior, pero sin tardar mucho, con fuerte ánimo e impasible gesto le respondió:
-Mitrídanes, noble fue tu padre y no quieres desmerecer de él, tan alta empresa habiendo acometido como lo has hecho, es decir, la de ser liberal con todos; y mucho la envidia que por la virtud de Natán sientes alabo porque, si de éstas hubiera muchas, el mundo, que es misérrimo, pronto se haría bueno. La intención que me has descubierto sin duda permanecerá oculta, para la cual antes un consejo útil que una gran ayuda puedo ofrecerte: el cual es éste. Puedes ver desde aquí un bosquecillo al que Natán casi todas las mañanas va él solo a pasearse durante un buen rato: allí fácil te será encontrarlo y hacerle lo que quieras; al cual, si matas, para que puedas sin impedimento a tu casa volver, no por el camino por el que viniste, sino por el que ves a la izquierda irás para salir del bosque, porque aunque algo más salvaje sea, está más cerca de tu casa y por consiguiente, más seguro.
Mitrídanes, recibida la información y habiéndose despedido Natán de él, ocultamente a sus compañeros (que también estaban allí adentro) hizo saber dónde debían esperarlo al día siguiente. Pero luego de que hubo llegado el nuevo día, Natán, no habiendo cambiado de intención por el consejo dado a Mitrídanes, ni habiéndolo cambiado en nada, se fue solo al bosquecillo y se dispuso a morir. Mitrídanes, levantándose y cogiendo su arco y su espada, que otras armas no tenía, y montado a caballo, se fue al bosquecillo, y desde lejos vio a Natán solo ir paseándose por él; y queriendo, antes de atacarlo, verlo y oírlo hablar, corrió hacia él y, cogiéndolo por el turbante que llevaba en la cabeza, dijo:
-¡Viejo, muerto eres!
Al que nada respondió Natán sino:
-Entonces es que lo he merecido.
Mitrídanes, al oír su voz y mirándole a la cara, súbitamente reconoció que era aquel que le había benignamente recibido y fielmente aconsejado; por lo que de repente desapareció su furor y su ira se convirtió en vergüenza. Con lo que, arrojando lejos la espada que para herirlo había desenvainado, bajándose del caballo, corrió llorando a arrojarse a los pies de Natán y dijo:
-Manifiestamente conozco, carísimo padre, vuestra liberalidad, viendo con cuánta prontitud habéis venido a entregarme vuestro espíritu, del que, sin ninguna razón, me mostré a vos mismo deseoso; pero Dios, más preocupado de mi deber que yo mismo, en el punto en que mayor ha sido la necesidad me ha abierto los Ojos de la inteligencia, que la mísera envidia me había cerrado; y por ello, cuanto más pronto habéis sido en complacerme, tanto más conozco que debo hacer penitencia por mi error: tomad, pues, de mí, la venganza que estimáis convenientemente para mi pecado.
Natán hizo levantar a Mitrídanes, y tiernamente lo abrazó y lo besó, y le dijo:
-Hijo mío, en tu empresa, quieras llamarla mala o de otra manera, no es necesario pedir ni otorgar perdón porque no la emprendiste por odio, sino por poder ser tenido por el mejor. Vive, pues, confiado en mí, y ten por cierto que no vive ningún otro hombre que te ame tanto como yo, considerando la grandeza de tu ánimo que no a amasar dineros, como hacen los miserables, sino a gastar los amasados se ha entregado; y no te avergüences de haber querido matarme para hacerte famoso ni creas que yo me maraville de ello.
Los sumos emperadores y los grandísimos reyes no han ampliado sus reinos, y por consiguiente su fama, sino con el arte de matar no sólo a un hombre como tú querías hacer, sino a infinitos, e incendiar países y abatir ciudades; por lo que si tú, por hacerte más famoso, sólo querías matarme a mí, no hacías nada maravilloso ni extraño, sino muy acostumbrado.
Mitrídanes, no excusando su perverso deseo sino alabando la honesta excusa que Natán le encontraba, razonando llegó a decirle que se maravillaba sobremanera de cómo Natán había podido disponerse a aquello y a darle la ocasión y el consejo; al cual dijo Natán:
-Mitrídanes, no quiero que ni de mi consejo ni de mi disposición te maravilles porque desde que soy dueño de mí mismo y dispuesto a hacer lo mismo que tú has emprendido, ninguno ha habido que llegase a mi casa que yo no lo contentase en lo que pudiera en lo que fuese por él pedido. Viniste tú deseoso de mi vida; por lo que, al oírtela solicitar, para que no fuese el único que sin obtener lo que habías pedido se fuese de aquí, prestamente decidí dártela y para que la tuvieses aquel consejo te di que creí que era bueno para obtener la mía y no perder la tuya; y por ello todavía te digo y ruego que, si te place, la tomes y te satisfagas con ella; no sé cómo podría emplearla mejor. Ya la he usado ochenta años y la he gastado en mis deleites y en mis consuelos; y sé que, según el curso de la naturaleza, como sucede a los demás hombres y generalmente a todas las cosas, por poco tiempo ya podrá serme otorgada; por lo que juzgo que es mucho mejor darla, como siempre he dado y gastado mis tesoros, que quererla conservar tanto que contra mi voluntad me sea arrebatada por la naturaleza. Pequeño don es dar cien años; ¿cuánto menor será dar seis u ocho que me queden por estar aquí? Tómala, pues, si te agrada, te ruego, porque mientras he vivido aquí todavía no he encontrado a nadie que la haya deseado y no sé cuándo pueda encontrar a alguno, si no la tomas tú que la deseas; y por ello, antes de que disminuya su valor tómala, te lo ruego.
Mitrídanes, avergonzándose profundamente, dijo:
-No quiera Dios que cosa tan preciosa como es vuestra vida vaya yo a tomarla, quitándola a vos, y ni siquiera que la desee, como antes hacía; a la cual no ya no disminuiría sus años, sino que le añadiría de los míos si pudiese.
A quien prestamente Natán dijo:
-Y si puedes, ¿querrías añadírselos? Y me harías hacer contigo lo que nunca con nadie he hecho, es decir, coger sus cosas, que nunca a nadie las cogí.
-Sí -dijo súbitamente Mitrídanes.
-Pues -dijo Natán- harás lo que voy a decirte. Te quedarás, joven como eres, aquí en mi casa y te llamarás Natán, y yo me iré a la tuya y siempre me haré llamar Mitrídanes.
Entonces Mitrídanes repuso:
-Si yo supiese obrar tan bien como sabéis vos y habéis sabido, tomaría sin pensarlo demasiado lo que me ofrecéis; pero porque me parece ser muy cierto que mis obras disminuirían la fama de Natán y yo no entiendo estropear en otra persona lo que no sé lograr para mí, no lo tomaré.
Estos y muchos otros amables razonamientos habidos entre Natán y Mitrídanes, cuando plugo a Natán juntos hacia la mansión volvieron, donde Natán, muchos días sumamente honró a Mitrídanes y con todo ingenio y sabiduría le confortó en su alto y grande propósito. Y queriendo Mitrídanes con su compañía volver a casa, habiéndole Natán muy bien hecho conocer que nunca en liberalidad podría vencerle, le dio su licencia.



NOVELA CUARTA

Micer Gentile de los Carisendi, llegado de Módena, saca de la sepultura a una dama amada por él, enterrada por muerta, la cual, confortada, pare un hijo varón, y micer Gentile a ella y a su hijo los restituye a Niccoluccio Caccianernici, su marido.

Maravillosa cosa pareció a todos que alguien fuese liberal con su propia sangre: y afirmaron que verdaderamente Natán había sobrepasado la del rey de España y la del abad de Cluny. Pero después de que durante un rato unas cosas y otras se dijeron, el rey, mirando a Laureta, le demostró que deseaba que narrase ella; por la cual cosa, Laureta prestamente comenzó:
Jóvenes señoras, magníficas y bellas han sido las contadas, y no me parece que se nos haya dejado nada para decir a nosotros por donde novelando podamos discurrir (tan ocupado está todo por la excelencia de las magnificencias contadas) si de los asuntos de amor no echamos mano, los cuales a toda materia de narración ofrecen abundantísima copia. Y por ello, tanto por esto como porque a ello debe principalmente inducirnos nuestra edad, me place contaros un gesto de magnificencia hecho por un enamorado, el cual, todo considerado, no os parecerá menor por ventura que alguno de los mostrados, si es verdad aquello de que los tesoros se dan, las enemistades se olvidan y se pone la propia vida, el honor y la fama, que es mucho más, en mil peligros por poder poseer la cosa amada.
Hubo, pues, en Bolonia, nobilísima ciudad de Lombardía, un caballero muy digno de consideración por su virtud y nobleza de sangre, que fue llamado micer Gentile de los Carisendi. El cual joven, de una noble señora llamada doña Catalina, mujer de un Niccoluccio Caccianernici, se enamoró; y porque mal era correspondido por el amor de la señora, como desesperado y siendo llamado por la ciudad de Módena para ser allí podestá, allí se fue. En este tiempo, no estando Niccoluccio en Bolonia, y habiéndose su mujer ido a una posesión suya a unas tres millas de la ciudad porque estaba grávida, sucedió que le sobrevino un fiero accidente, de tanta fuerza que apagó en ella toda señal de vida y por ello aun por algún médico fue juzgada muerta; y porque sus más próximos parientes decían que habían sabido por ella que no estaba todavía grávida de tanto tiempo como para que la criatura pudiese ser perfecta, sin tomarse otro cuidado, tal cual estaba, en una sepultura de una iglesia vecina, después de mucho llorar, la sepultaron. La cual cosa, inmediatamente por un amigo suyo le fue hecha saber a micer Gentile, el cual de ello, aunque de su gracia hubiese sido indigentísimo, se dolió mucho, diciéndose finalmente:
«He aquí, doña Catalina, que estás muerta; yo, mientras viviste, nunca pude obtener de ti una sola mirada; por lo que, ahora que no podrás prohibírmelo, muerta como estás, te quitaré algún beso.» Y dicho esto, siendo ya de noche, organizando las cosas para que su ida fuese secreta, montando a caballo con un servidor suyo, sin detenerse un momento, llegó a donde sepultada estaba la dama; y abriendo la sepultura, en ella con cuidado y cautela entró, y echándose a su lado, su rostro acercó al de la señora y muchas veces derramando muchas lágrimas, la besó. Pero así como vemos que el apetito de los hombres no está nunca contento con ningún límite, sino que siempre desea más, y especialmente el de los amantes, habiendo éste decidido no quedarse allí, se dijo:
«¡Bah!, ¿por qué no le toco, ya que estoy aquí, un poco el pecho? No debo tocarla más y nunca la he tocado.» Vencido, pues, por este apetito, le puso la mano en el seno y teniéndola allí durante algún espacio, le pareció sentir que en alguna parte le latía el corazón; y, después de que hubo alejado de sí todo temor, buscando con más atención, encontró que con seguridad no estaba muerta, aunque poca y débil juzgase su vida; por lo que, lo más suavemente que pudo, ayudado por su servidor, la sacó del monumento y poniéndola delante en el caballo, secretamente la llevó a su casa de Bolonia. Estaba allí su madre, valerosa y discreta señora, que después que de su hijo hubo extensamente todo oído, movida a compasión, ocultamente, con grandísimos fuegos y con algún baño, a aquella le volvió la desmayada vida. Al volver en sí la cual, dio la señora un gran suspiro y dijo:
-¡Ay!, ¿pues dónde estoy?
A lo que la valerosa señora respondió:
-Tranquilízate, estás en buen lugar.
Ella, vuelta en sí y mirando alrededor, no conociendo dónde estaba y viendo delante a micer Gentile, llena de maravilla a la madre de éste rogó que le dijese de qué guisa había ella venido aquí, a la cual micer Gentile ordenadamente contó todas las cosas. De lo que doliéndose ella, después de un poco le dio las gracias que pudo y luego le rogó, por el amor que le había tenido y por cortesía suya, en su casa no recibir nada que menoscabase su honor ni el de su marido, y al llegar el día, que la dejase volver a su casa propia; a quien micer Gentile repuso:
-Señora, cualquiera que mi deseo haya sido en tiempos pasados, no entiendo al presente ni nunca en adelante (puesto que Dios me ha concedido esta gracia que de la muerte a la vida os ha devuelto a mí, siendo el motivo el amor que en el pasado os he tenido) trataros ni aquí ni en ninguna otra parte sino como a una querida hermana. Pero el beneficio que os he hecho esta noche merece algún galardón; y por ello quiero que no me neguéis una gracia que voy a pediros.
Al cual la señora benignamente repuso que estaba dispuesta a ello si es que podía y era honesto. Micer Gentile dijo entonces:
-Señora, todos vuestros parientes y todos los boloñeses creen y tienen por cierto que estáis muerta, por lo que nadie hay que os espere en casa; y por ello quiero pediros como gracia que queráis quedaros aquí ocultamente con mi madre hasta que yo vuelva de Módena, que será pronto. Y la razón por la que os lo pido es porque deseo, en presencia de los mejores ciudadanos de esta ciudad, hacer de vos un precioso y solemne don a vuestro marido.
La dama, sabiendo que estaba obligada al caballero y que la petición era honesta, aunque mucho desease alegrar con su vida a sus parientes, se dispuso a hacer aquello que micer Gentile pedía, y así lo prometió y dio su palabra. Y apenas habían terminado las palabras de su respuesta cuando sintió que el tiempo de dar a luz había llegado; por lo que, tiernamente por la madre de micer Gentile ayudada, no mucho después parió un hermoso varón, la cual cosa muy mucho redobló la alegría de micer Gentile y la suya. Micer Gentile ordenó que las cosas necesarias fuesen preparadas y que ella fuese atendida como si su propia mujer fuese, y a Módena secretamente se volvió. Terminado allí el tiempo de su oficio y teniendo que volver a Bolonia, hizo que, la mañana que debía entrar en Bolonia, se preparase un gran convite en su casa para muchos y nobles señores de Bolonia entre los cuales estaba Niccoluccio Caccianernici; y habiendo vuelto y echado pie a tierra y encontrándose con ellos, habiendo también encontrado a la señora más hermosa y más sana que nunca y que su hijo estaba bien, con alegría incomparable a sus invitados sentó a la mesa y les hizo servir magníficamente muchos manjares. Y estando ya cerca de su fin la comida, habiendo él dicho primeramente a la señora lo que intentaba hacer y arreglado con ella la manera en que debía conducirse, así comenzó a hablar:
-Señores, me acuerdo de haber oído alguna vez que en Persia hay una costumbre honrada según mi juicio, la cual es que cuando alguien quiere honrar sumamente a su amigo lo invita a su casa y allí le muestra la cosa más preciada que tenga, sea su mujer, su amiga, o su hija, ¡afirmando que, si pudiese, tal como le muestra aquello, con mucho más agrado le mostraría su corazón!; la cual entiendo yo seguir en Bolonia. Vosotros, por vuestra merced, habéis honrado mi convite y yo quiero honraros a lo persa mostrándoos la cosa más preciada que tengo en el mundo y que siempre voy a tener. Pero antes de hacerlo os ruego que me digáis lo que opináis de una duda que voy a plantearos. Hay una persona que tiene en casa a un bueno y fiel servidor que enferma gravemente; este tal, sin esperar a ver el final del siervo enfermo lo hace llevar a mitad de la calle y no se preocupa más de él; viene un extraño y, movido a compasión por el enfermo, se lo lleva a su casa y con gran solicitud y con gastos lo devuelve a su salud primera; querría yo saber ahora si, teniéndolo y usando de sus servicios, su señor puede en toda equidad dolerse o quejarse del segundo si, al pedírselo, no quisiera devolvérselo.
Los gentileshombres, después de varios razonamientos entre sí y concurriendo todos en la misma opinión, a Niccoluccio Caccianernici, porque era un conversador bueno y ornado, encargaron de la respuesta. Éste, alabando primeramente la costumbre persa, dijo que él con los demás estaba concorde en esta opinión: que el primer señor ningún derecho tenía ya sobre su servidor puesto que en semejante caso no solamente lo había abandonado sino arrojado de sí, y que por los beneficios recibidos del segundo justamente parecía haber pasado a ser su servidor; por lo que, teniéndolo, ningún daño, ninguna fuerza, ninguna injuria le hacía al primero. Los demás hombres que a la mesa estaban, que mucho hombre valeroso había, dijeron juntos que sostenían lo que había sido contestado por Niccoluccio. El caballero, contento con tal respuesta y con que Niccoluccio la hubiese dado, afirmó que él también era de aquella opinión y luego dijo:
-Tiempo es ahora de que según mi promesa yo os honre.
Y llamados dos de sus servidores, los envió a la señora, a quien había hecho vestir y adornar egregiamente, y le mandó pedir que viniese a alegrar a los hombres nobles con su presencia. La cual, tomando en brazos a su hermosísimo hijito, acompañada por dos servidores, vino a la sala y, como plugo al caballero, junto a uno de los valerosos hombres se sentó; y él dijo:
-Señores, ésta es la cosa más preciada que tengo y que entiendo tener más que ninguna otra; mirad si os parece que tengo razón.
Los gentileshombres, honrándola y loándola mucho, y afirmando al caballero que como preciosa debía tenerla, comenzaron a mirarla; y muchos había allí que le habrían dicho quién era si por muerta no la hubiesen tenido; pero sobre todo la miraba Niccoluccio. El cual, habiéndose alejado un poco el caballero, como quien ardía en deseos de saber quién era ella, no pudiendo contenerse le preguntó si boloñesa era o forastera. La señora, oyendo que su marido le preguntaba, con trabajo se contuvo en responderle, pero para seguir la orden que le habían dado, se calló. Algún otro le preguntó si era suyo aquel niñito, y alguno si era la mujer de micer Gentile o de alguna manera pariente suya; a los cuales no dio ninguna respuesta. Pero llegando micer Gentile, dijo alguno de sus invitados:
-Señor, hermosa cosa es esta vuestra, pero parece muda; ¿lo es?
-Señores --dijo micer Gentile-, el no haber ella hablado al presente es no pequeña prueba de su virtud.
-Decidnos, pues, vos -siguió el mismo- quién es.
Dijo el caballero:
-Lo haré de buen grado si me prometéis que por nada que diga nadie se moverá de su sitio hasta que esté terminada mi historia.
Habiéndolo prometido todos, y habiendo ya levantado las mesas, micer Gentile, sentándose junto a la señora, dijo:
-Señores, esta señora es aquel siervo leal y fiel sobre el cual os he hecho antes una pregunta; la cual, poco estimada por los suyos, y como vil y ya no útil arrojada en mitad de la calle, fue recogida por mí y con mi solicitud y obras arrancada de las manos de la muerte; y Dios, mirando mi puro afecto, de cuerpo espantable en tan hermosa la ha hecho volverse. Pero para que claramente entendáis cómo esto me ha sucedido, brevemente os lo aclararé.
Y comenzando desde su enamoramiento de ella, lo que sucedido había hasta entonces distintamente narró, con gran maravilla de los oyentes, y luego añadió:
-Por las cuales cosas, si mudado no habéis la opinión de hace un momento ahora, y especialmente Niccoluccio, esta mujer merecidamente es mía, y nadie puede reclamármela a justo título.
A esto nadie repuso sino que esperaban todos lo que iba a decir después. Niccoluccio y los demás que allí estaban, y la señora lloraban de compasión; pero micer Gentile, poniéndose en pie y tomando en sus brazos al pequeñito y a la señora de la mano y yendo hacia Niccoluccio dijo:
-Vamos, compadre, no te devuelvo a tu mujer, a quien tus parientes y los tuyos echaron a la calle, sino que quiero darte a esta señora, mi comadre, con este hijito suyo, el cual estoy seguro de que fue engendrado por ti y a quien sostuve en el bautismo y le di por nombre Gentile: y te ruego que porque haya estado en mi casa cerca de tres meses no te sea menos cara; que te juro por el Dios que tal vez de ella enamorarme hizo para que mi amor fuera, como ha sido, la ocasión de su salvación, que nunca ni con su padre ni con su madre ni contigo más honestamente ha vivido de lo que lo ha hecho junto a mi madre en mi casa.
Y dicho esto, se volvió a la señora y dijo:
-Señora, ahora ya de todas las promesas que me habéis hecho os libero y libre os dejo con Niccoluccio.
Y habiendo devuelto a la mujer y al niño a los brazos de Niccoluccio, volvió a sentarse. Niccoluccio deseosamente recibió a su mujer y a su hijo, tanto más alegre cuanto más lejos estaba de esperarlos; y lo mejor que pudo y supo dio las gracias al caballero; y los demás, que todos de compasión lloraban, de esto le alabaron mucho, y alabado fue de quien lo oyó. La señora, con maravillosa fiesta fue recibida en su casa y como resucitada fue mucho tiempo mirada con admiración por los boloñeses; y micer Gentile siempre amigo vivió de Niccoluccio y de sus parientes y de los de la señora.
¿Qué, pues, diréis, aquí, benignas señoras? ¿Estimaréis que haber dado un rey su cetro y su corona, y un abad sin que nada le costase haber reconciliado a un malhechor con el Papa, y un viejo poner la garganta al cuchillo del enemigo, son dignos de igualar la acción de micer Gentile? El cual, joven y ardiente, y pareciéndole a justo título tener derecho a aquello que el descuido ajeno había desechado y él por su buena fortuna había recogido, no sólo templó honestamente su fuego, sino que liberalmente lo que solía con todos sus pensamientos tratar de robar, teniéndolo, lo restituyó. Por cierto que ninguna de las antes contadas me parece asemejarse a ésta.



NOVELA QUINTA

Doña Dianora pide a micer Ansaldo un jardín de enero bello como en mayo, micer Ansaldo, comprometiéndose con un nigromante, se lo da; el marido le concede que haga lo que guste micer Ansaldo el cual, oída la liberalidad del marido, la libra de la promesa y el nigromante, sin querer nada de lo suyo, libra de la suya a micer Ansaldo.

Por todos los de la alegre compañía había sido ya micer Gentile elevado al cielo con sumas alabanzas cuando el rey ordenó a Emilia que siguiese; la cual, desenvueltamente, como deseosa de hablar, así comenzó:
Blandas señoras, nadie dirá con razón que micer Gentile no obró con magnificencia; pero decir que no se pueda con más tal vez no demuestre que se puede más: lo que pienso contaros con una novelita mía.
En el Friuli, lugar, aunque frío alegre con bellas montañas, muchos ríos y claras fuentes, hay una ciudad llamada Udine en la que vivió una hermosa y noble señora llamada doña Dianora y mujer de un gran hombre rico llamado Gilberto, muy amable y de buena índole; y mereció esta señora por su valor ser sumamente amada por un noble y gran barón que tenía por nombre micer Ansaldo Gradense, hombre de alta condición y en las armas y en la cortesía conocido en todas partes. El cual, ardientemente amándola y haciendo todas las cosas que podía para ser amado por ella, y a ello con frecuencia solicitándola con sus embajadas, en vano se cansaba. Y siendo a la señora penosas las solicitaciones del caballero y viendo que, aunque le negase todo lo que él pedía, no por ello dejaba él de amarla ni de solicitarla, con una extraña y a su juicio imposible petición pensó que podría quitárselo de encima; y a una mujer que a ella venía muchas veces de parte de él, dijo un día así:
-Buena mujer, tú me has afirmado muchas veces que micer Ansaldo me ama sobre todas las cosas y maravillosos dones me has ofrecido de su parte; los cuales quiero que se quede con ellos porque por ellos nunca a amarle y a complacerle me llevará. Y si pudiese estar segura de que me ama tanto como decís, sin falta me dejaría ir a amarle y a hacer lo que él quisiese; y por ello, si quisiera asegurarme de ello con algo que voy a pedirle, estaría dispuesta a lo que me ordenase.
Dijo la buena mujer:
-¿Qué es, señora, lo que deseáis que haga?
Repuso la señora:
-Lo que deseo es esto: quiero, en el próximo mes de enero, cerca de esta ciudad, un jardín lleno de verdes hierbas, de flores y de frondosos árboles, no de otra manera hecho que si fuese en mayo; lo cual, si no lo hace, ni a ti ni a nadie envíe más a mí porque, si más me solicitase, tal como yo hasta ahora lo he tenido oculto a mi marido y a mis parientes, así, quejándome a ellos me ingeniaría en quitármelo de encima.
El caballero, oída la petición, y la promesa de su señora, aunque muy difícil cosa y casi imposible de hacer le pareciese, y conociendo que no por otra cosa le había pedido la dama aquello, sino para que abandonase toda esperanza, se propuso, sin embargo, intentar todo aquello que pudiese, y por muchas partes del mundo anduvo mirando si a alguien encontraba que ayuda o consejo le diese; y llegó a dar con uno que, si le pagaba bien, le prometía hacerlo con artes nigrománticas. Con el cual micer Ansaldo, concertándose por una grandísima cantidad de dinero, alegre esperó el tiempo que le habían ordenado; y venido el cual, siendo grandísimos los fríos y todas las cosas llenas de nieve y de hielo, el valeroso hombre en un hermosísimo prado cercano a la ciudad con sus artes hizo de tal manera, la noche a la cual seguía el primer día de enero, que por la mañana apareció, según los que lo veían testimoniaban, uno de los más hermosos jardines que nunca hubo visto nadie, con hierbas y con árboles y con frutos de todas clases. El cual, como micer Ansaldo, contentísimo, hubo visto, haciendo coger frutos de los más hermosos que había y flores de las más bellas, ocultamente los hizo llevar a su señora, e invitarla a ver el jardín por ella pedido para que por él pudiese conocer que la amaba y recordase la promesa que le había hecho y con juramento sellado, y como mujer leal procurase luego cumplirla. La señora, vistos las flores y los frutos, y ya habiendo oído hablar a muchos del maravilloso jardín, comenzó a arrepentirse de su promesa; pero con todo su arrepentimiento, como deseosa de ver cosas extrañas, con muchas otras damas de la ciudad fue a ver el jardín, y no sin maravilla alabándolo mucho, más triste que mujer alguna volvió a casa, pensando en aquello a que estaba obligada por ello. Y fue tanto el dolor que, no pudiéndolo esconder bien dentro de sí, hizo que, apareciendo fuera, su marido se diese cuenta; y quiso de todas las maneras que ella le dijese la razón. La señora, por vergüenza, lo calló largo tiempo; por último, obligada, ordenadamente le manifestó todo. Gilberto, primeramente, oyendo aquello se enfureció mucho; luego, considerando la pura intención de la señora, arrojando fuera de sí la ira, con más discreción, dijo:
-Dianora, no es de prudente ni de honesta mujer escuchar ninguna embajada de las de tal clase, ni negociar bajo ninguna condición la castidad con nadie. Las palabras recibidas en el corazón por los oídos tienen mayor fuerza que muchos juzgan y casi todo les es posible a los amantes. Mal hiciste, pues, primero al escuchar y luego al hacer un trato; pero como conozco la pureza de tu intención, para liberarte de los lazos de la promesa hecha, te concederé lo que tal vez ningún otro haría, induciéndome a ello también el miedo al nigromante, al cual tal vez micer Ansaldo, si le burlases, podría pedir nuestro daño. Quiero que vayas a él y, si de alguna manera puedes, te ingenies en hacer que, conservando tu honestidad, seas liberada de esta promesa; pero si de otro modo no pudiera ser, por esta vez, el cuerpo, pero no el ánimo, concédele.
La mujer, oyendo al marido, lloraba y negaba que tal gracia quisiese de él. A Gilberto, por mucho que su mujer se negase, plugo que fuese así, por lo que, venida la siguiente mañana, al salir la aurora, sin demasiado adornarse, con dos de sus servidores delante y con una camarera detrás, se fue la señora a casa de micer Ansaldo. El cual, al oír que su señora había venido a verle, se maravilló fuertemente, y levantándose y haciendo llamar al nigromante, le dijo:
-Quiero que veas qué gran bien me ha hecho conseguir tu arte.
Y saliendo a su encuentro, sin entregarse a ningún desordenado apetito con reverencia la recibió honestamente, y en una hermosa cámara con un gran fuego entraron todos; y haciéndola sentar, dijo:
-Señora, os ruego, si el largo amor que os he tenido merece algún galardón, que no os moleste decirme la verdadera razón que a tal hora os ha hecho venir y con tal compañía.
La señora, vergonzosa y casi con las lágrimas en los ojos, repuso:
-Señor, ni amor que os tenga ni palabra dada me traen aquí, sino la orden de mi marido, el cual, teniendo más respeto a los trabajos de vuestro amor que a su honra y la mía, me ha hecho venir aquí, y por orden suya estoy dispuesta por esta vez a hacer lo que os agrade.
Micer Ansaldo, si primero se maravilló, oyendo a la señora mucho más comenzó a maravillarse, y conmovido por la liberalidad de Gilberto, su ardor en compasión comenzó a cambiar y dijo:
-Señora, no plazca a Dios, puesto que así es como vos decís, que sea yo quien manche el honor de quien tiene compasión de mi amor; y por ello, el estar aquí vos, cuanto os plazca, no será sino como si fueseis mi hermana, y, cuando sea de vuestro agrado, libremente podéis iros, a condición de que a vuestro marido, por tanta cortesía como ha sido la suya, deis las gracias que creáis convenientes, teniéndome a mí siempre en el porvenir por amigo y por servidor.
La señora, oyendo estas palabras, más contenta que nunca, dijo:
-Nada podía hacerme creer, teniendo en consideración vuestras costumbres, que otra cosa debiera seguirse de mi venida sino lo que veo que hacéis; por lo que os estaré siempre obligada.
Y despidiéndose, honrosamente acompañada volvió con Gilberto y le contó lo que sucedido le había; de lo que se siguió una estrechísima y leal amistad entre él y micer Ansaldo. El nigromante, a quien micer Ansaldo se aprestaba a dar la prometida recompensa, vista la liberalidad de Gilberto para con micer Ansaldo y la de micer Ansaldo con la señora, dijo:
-No quiera Dios que, después de haber visto a Gilberto ser liberal con su honra y a vos con vuestro amor, no sea yo también liberal con mi recompensa; y por ello, sabiendo que os corresponde a vos, entiendo que sea vuestra.
El caballero se avergonzó y se ingenió todo lo que pudo en hacérsela tomar toda o en parte; pero luego de cansarse en vano, habiendo el nigromante hecho desaparecer su jardín después del tercer día y queriendo irse, le dejó irse con Dios; y apagado en el corazón el concupiscente amor, por la mujer quedó encendido en honesto afecto.
¿Qué diremos aquí, amorosas señoras? ¿Antepondremos la casi muerta señora y el amor entibiecido por la débil esperanza a esta liberal conducta de micer Ansaldo, que más ardientemente que nunca amaba y de más esperanza encendido que nunca estaba teniendo en sus manos la presa tan perseguida? Necia cosa me parecería creer que aquella liberalidad pudiera compararse a ésta.



NOVELA SEXTA

El rey Carlos, ya viejo, victorioso, enamorado de una jovencita, avergonzándose de su loco amor, a ésta y a una hermana suya casa honrosamente.

¿Quién podría contar cabalmente los varios razonamientos que hubo entre las señoras sobre quién había usado de mayor liberalidad, Gilberto o micer Ansaldo o el nigromante, en torno a los casos de doña Dianora? Demasiado largo sería. Pero luego de que el rey hubo concedido que se disputasen un tanto, mirando a Fiameta, le mandó que novelando los sacase de su discusión; la cual, sin esperar un momento, comenzó:
Magníficas señoras, yo he sido siempre de la opinión de que, en las compañías como la nuestra, se debería hablar tan por extenso que la demasiada oscuridad en el sentido de las cosas dichas no fuese para los demás materia de discusión: lo que mucho más es propio de las escuelas, entre los estudiosos, que entre nosotras, que sólo con la rueca y el huso trabajamos. Y por ello yo, que tal vez pensaba en alguna cosa dudosa, viendo que por las ya dichas estáis riñendo, dejaré aquélla y contaré una no de un hombre de poco pelo sino de un valeroso rey, contando lo que caballerosamente hizo sin en nada faltar a su honor.
Todas vosotras podéis haber oído recordar muchas veces al rey Carlos el Viejo, o bien el Primero, por cuya magnífica acción y luego por la gloriosa victoria lograda sobre el rey Manfredi, fueron de Florencia los gibelinos arrojados y volvieron allí los güelfos; por la cual cosa, un caballero llamado micer Neri de los Uberti, con toda su familia y con muchos dineros saliendo de allí, no quiso humillarse sino bajo la protección del rey Carlos. Y para estar en un lugar solitario y terminar allí en reposo su vida, a Castellammare de Stabia se fue; y allí, como a un tiro de ballesta alejado de las demás habitaciones de la ciudad, entre olivos y avellanos y castaños, en los que la comarca es abundante, compró una posesión; sobre la cual hizo una gran casa hermosa y espaciosa y junto a ella un deleitable jardín, en medio del cual, a la manera nuestra, teniendo abundancia de agua corriente, hizo un claro y buen vivero y lo llenó fácilmente con muchos peces. Y de nada cuidando sino de hacer cada día más hermoso su jardín, sucedió que el rey Carlos, en época calurosa, fue algún tiempo a descansar a Castellammare, donde, oyendo la belleza del jardín de micer Neri, quiso verlo. Y habiendo oído de quién era, pensó que, porque a un partido contrario al suyo pertenecía el caballero, más familiarmente con él quería comportarse; y le mandó a decir que con cuatro acompañantes, privadamente, la noche siguiente quería cenar con él en su jardín. Lo que fue muy del agrado de micer Neri, y habiendo preparado magníficamente las mesas y habiendo arreglado con sus criados lo que debía hacerse, lo más alegremente que pudo y supo recibió al rey en su hermoso jardín; el cual, después de que todo el jardín y la casa de micer Neri hubo visto y alabado, estando las mesas puestas junto al vivero, a una de ellas, después de haberse lavado, se sentó, y al conde Guido de Monforte, que uno de sus acompañantes era, mandó que se sentase a un lado suyo y a micer Neri al otro, y a los otros tres que con él habían venido mandó que sirviesen la mesa según el orden establecido por micer Neri.
Vinieron allí las bebidas delicadas y allí estuvieron los vinos óptimos y preciosos, y la manera de servir muy bella y digna de alabanza, sin ningún ruido ni ningún error, lo que el rey alabó mucho. Y estando comiendo él alegremente y disfrutando del lugar solitario, en el jardín entraron dos jovencitas de edad de unos quince años cada una, rubias como las hebras del oro y con los cabellos todos ensortijados y sobre ellos, sueltos, una fina guirnalda de vincapervinca, y en los rostros antes parecían corderos que otra cosa, tan delicados y hermosos los tenían; y estaban vestidas con un vestido de lino sutilísimo y blanco como la nieve sobre sus carnes, el cual de la cintura para arriba era estrechísimo y de allí para abajo ancho, a guisa de un pabellón y largo hasta los pies. Y la que venía delante llevaba sobre los hombros un par de carriegos que mantenía con la siniestra mano, y en la diestra llevaba un bastón largo y bajo aquel mismo brazo una brazada de leña y en la mano unas trébedes y en la otra mano una orza de aceite y un fuego encendido; las cuales, al verlas el rey, se maravilló y, suspenso, esperó a ver qué quería decir esto. Las jovencitas, llegadas más adelante, honestamente y tímidas hicieron una reverencia al rey; y después, yendo a donde se entraba en el vivero, la que llevaba la sartén, dejándola en el suelo y las demás cosas junto a ella, cogió el bastón que la otra llevaba, y las dos en el vivero, cuya agua les llegaba al pecho, entraron. Uno de los servidores de micer Neri, prestamente allí encendió el fuego, y puesta la sartén sobre las trébedes y echando en ella el aceite, comenzó a esperar a que las jóvenes le echasen los peces. De 1as cuales, una, buscando en los lugares donde sabía que se escondían los peces, y la otra preparando los carriegos, con grandísimo placer del rey que aquello atentamente miraba, en poco espacio de tiempo cogieron un montón de peces; y arrojándoselos al criado, que casi vivos los echaba en la sartén, tal como se les había enseñado, comenzaron a coger los más hermosos y a echarlos encima de la mesa delante del rey, y del conde Guido y su padre.
Estos peces se escurrían por la mesa, con lo que el rey recibía maravilloso placer; e igualmente cogiéndolos él, a las jóvenes cortésmente se los devolvía arrojándoselos, y así un rato estuvieron jugando, hasta que el criado hubo frito aquellos que le habían dado; los cuales, más como entremés que como comida muy preciosa o deleitable habiéndolo ordenado micer Neri, fueron puestos delante del rey. Las jóvenes, al ver los peces fritos y habiendo bastante pescado, habiéndoseles completamente el blanco vestido pegado a las carnes y no ocultando casi nada de sus delicados cuerpos, salieron del vivero; y habiendo cada una recogido las cosas que habían llevado, pasando vergonzosas delante del rey, a casa se volvieron. El rey y el conde y los demás que servían habían mucho observado a estas jovencitas, y mucho dentro de sí mismos las había estimado cada uno bellas y bien hechas, y además de ello, amables y corteses; pero sobre todos los demás habían agradado al rey; el cual, tan atentamente todas las partes de su cuerpo había considerado cuando salían del agua que a quien entonces lo hubiese pinchado no lo hubiera sentido. Y mucho acordándose de ellas, sin saber quiénes eran ni cómo, sintió en el corazón despertarse un ardentísimo deseo de agradarles, por lo cual muy bien conoció que iba a enamorarse si no tenía cuidado; y no sabía él mismo cuál de las dos era la que más le agradaba, tan semejante en todas las cosas era una a la otra. Pero luego de que un tanto hubo dado vueltas a este pensamiento, volviéndose a micer Neri le preguntó quiénes eran las dos damiselas; a quien micer Neri repuso:
-Monseñor, son mis hijas y nacidas de un mismo parto, de las cuales una tiene por nombre Ginebra la bella y la otra Isotta la rubia.
El rey se las alabó mucho, exhortándole a casarlas; de lo que micer Neri, por no estar ya en posición de hacerlo, se excusó. Y en esto, no quedando sino las frutas por servir a la mesa, vinieron las dos jóvenes con dos corpiños de tafetán bellísimos, con dos grandísimas bandejas de plata en la mano llenas de frutos variados, según los daba la estación, y los llevaron ante el rey sobre la mesa. Y hecho esto, retirándose un poco, comenzaron a cantar una tonada cuya letra comenzaba:
Adónde he llegado, Amor, contarse no podría largamente, con tanta dulzura y tan agradablemente que al rey, que con deleite miraba y escuchaba, le parecía que todas las jerarquías de los ángeles habían descendido allí a cantar; y terminado aquélla, arrodillándose, reverentemente pidieron licencia al rey, el cual, aunque su partida le doliese, aparentemente con alegría se la dio. Terminada, pues, la cena, y habiendo vuelto el rey a montar a caballo con sus compañeros y separándose de micer Neri, hablando de una cosa y de la otra, al real palacio volvieron. Allí, teniendo el rey su pasión escondida y no pudiendo olvidar la hermosura y el agrado de Ginebra la bella por muchas cosas que sucediesen, por cuyo amor también amaba a su hermana, tan semejante a ella, tanto se dejó prender en la amorosa trampa que casi no podía pensar en otra cosa; y fingiendo otros motivos, con micer Neri tenía una estrecha familiaridad y muy frecuentemente visitaba su hermoso jardín para ver a Ginebra. Y no pudiendo ya más soportarlo, y habiéndosele (no sabiendo ver otra manera) venido al pensamiento no solamente una, sino las dos jovencitas quitarle a su padre, manifestó su intención y su amor al conde Guido.
El cual, que era valeroso hombre, le dijo:
-Monseñor, me maravilla mucho lo que me decís, y tanto más de lo que se maravillaría otro cuanto me parece que desde vuestra infancia hasta estos días he conocido mejor que nadie vuestras costumbres; y no habiéndome parecido en vuestra juventud (en la cual Amor más fácilmente debía hincar sus garras) haberos conocido tal pasión, oyéndoos ahora, que ya estáis cercano a la vejez, me resulta tan raro y tan extraño que améis vos de amor que casi me parece un milagro. Y si a mí me correspondiese reprenderos, sé bien lo que os diría, considerando que estáis todavía en armas en el reino recientemente conquistado, entre gentes no conocidas y llenas de engaños y de traición, y todo ocupado con grandísimos cuidados y de alto gobierno, y aún no habéis podido sentaros cuando entre tantas cosas habéis hecho lugar al lisonjero amor. Esto no es propio de rey magnánimo, sino de un pusilánime jovencito. Y además de esto, lo que es mucho peor, decís que habéis deliberado quitarle las dos hijas al pobre caballero que en su casa os ha honrado más allá de lo que podía, y por honraros más os las ha mostrado casi desnudas, testimoniando con ello cuánta sea la fe que tiene en vos, y que firmemente cree que vos sois un rey y no un lobo rapaz. Pues ¿se os ha ido tan pronto de la memoria que la violencia hecha a las mujeres por Manfredi os ha abierto las puertas de este reino? ¿Qué traición se ha cometido nunca más digna del eterno suplicio que sería ésta: que a aquel que os honra le quitéis su honor, su bien, su esperanza y su consuelo? ¿Qué se diría si lo hicieseis? Tal vez juzgáis que suficiente excusa sería decir: «Lo hice porque es gibelino». Pues ¿es esto propio de la justicia de un rey, que a quienes en sus brazos se echan de esta forma los trate de tal guisa, sean quienes fueren? Os recuerdo, rey, que grandísima gloria os ha sido vencer a Manfredi y derrotar a Curradino, pero mucho mayor es vencerse a sí mismo; y por ello vos, que debéis corregir a los otros, venceos a vos mismo y refrenad ese apetito, y no queráis con tal mancha destruir lo que gloriosamente habéis conquistado.
Estas palabras hirieron amargamente el ánimo del rey, y tanto más le afligieron cuanto más verdaderas las sabía; por lo que, después de algún cálido suspiro, dijo:
-Conde, por cierto que a cualquiera otro enemigo, por muy fuerte que sea, juzgo que le sea al bien enseñado guerrero débil y fácil de vencer con relación a su mismo apetito; pero por muy grande que sea el deseo y necesite fuerzas inestimables, tanto me han espoleado vuestras palabras que conviene que, antes de que pasen demasiados días, os haga ver con obras que, como sé vencer a otros, sé someterme a mí mismo igualmente.
Y no muchos días después de que tuvieron lugar estas palabras, vuelve el rey a Nápoles, tanto por quitarse a sí mismo la ocasión de hacer alguna cosa vil como por premiar al caballero del honor recibido de él, por muy duro que le fuese hacer a otro poseedor de lo que sumamente deseaba para él mismo, no se dispuso menos a casar a las dos jóvenes, y no como a hijas de micer Neri, sino como a suyas. Y con placer de micer Neri, dotándolas magníficamente, a Ginebra la bella dio a micer Maffeo de Palizzi, y a Isotta la rubia a micer Guiglielmo de la Magna, nobles caballeros y grandes barones ambos; y asignándoselas a ellos, con dolor inestimable se fue a Apulia, y con fatigas continuas tanto maceró a su ciego apetito que, despedazadas y rotas las amorosas cadenas, por todo lo que vivir debía libre quedó de tal pasión.
Habrá tal vez quienes digan que pequeña cosa es para un rey haber casado a dos jovencitas, y lo concederé; pero que muy grande y grandísima es diré, si decimos que un rey enamorado lo haya hecho, casando a aquella a quien amaba sin haber tomado o cogido de su amor fronda, o flor, o fruto. Así pues, obró el magnífico rey premiando altamente al noble caballero, honrando loablemente a las amadas jovencitas y venciéndose a sí mismo duramente.



NOVELA SÉPTIMA

El rey Pedro, oyendo el ardiente amor que le tiene la enferma Lisa, la consuela y luego la casa con un joven noble, y besándola en la frente dice que será siempre su caballero.

Llegado había Fiameta al fin de su novela y muy alabada había sido la viril magnificencia del rey Carlos, por más que alguna de las que allí estaban, que era gibelina, no quisiese alabarlo, cuando Pampínea, habiéndoselo ordenado el rey, comenzó:
Nadie que sea discreto, conspicuas señoras, habría que no dijera lo que decís vosotras del buen rey Carlos, sino quien por otro motivo le quiera mal. Pero como por la memoria me está rondando una cosa tal vez no menos loable que fue hecha por un adversario suyo a una joven de nuestra Florencia, me place contárosla:
En el tiempo en que los franceses fueron arrojados de Sicilia, había en Palermo un boticario florentino llamado Bernardo Puccini, hombre riquísimo que de su mujer tenía solo una hijita hermosísima y ya en edad de casarse. Y habiendo llegado a ser señor de la isla el rey Pedro de Aragón, celebraba en Palermo una maravillosa fiesta con sus barones; en la cual fiesta, estando justando él a la catalana, sucedió que la hija de Bernardo, cuyo nombre era Lisa, desde una ventana donde estaba con otras damas lo vio mientras corría, y tan maravillosamente le agradó que mirándolo luego una vez y otra se enamoró de él ardientemente. Y terminada la fiesta y estando ella en casa de su padre, en ninguna otra cosa podía pensar sino en este su magnífico y alto amor; y lo que en este asunto le dolía era el conocimiento de su ínfima condición que apenas le dejaba tener ninguna esperanza de un final feliz; pero no obstante no quería apartarse de amar al rey y por miedo de un mayor mal no se atrevía a manifestarlo. El rey de esto no se había dado cuenta ni se preocupaba, de lo que ella, más allá de lo que pudiera juzgarse, sentía intolerable dolor; por la cual cosa sucedió que, creciendo en ella continuamente amor, y sumándose una tristeza a la otra, la hermosa joven, no pudiendo más, enfermó y, evidentemente de día en día, como la nieve al sol se consumía. Su padre y su madre, doloridos de esta enfermedad, con consuelos continuos y con médicos y con medicinas en lo que era posible le ayudaban; pero de nada servía porque ella, como desesperada de su amor, había elegido no seguir viviendo. Ahora bien, sucedió que, ofreciéndole su padre darle todo lo que quisiera, le vino al pensamiento que si convenientemente pudiese, querría hacer saber al rey su amor y su decisión antes de morir: y por ello, un día le rogó que hiciera venir a Minuccio de Arezzo. Era en aquellos tiempos Minuccio tenido por un finísimo cantor y músico y con agrado era recibido por el rey Pedro, al cual avisó Bernardo de que Lisa querría oírle tocar y cantar un rato; por lo que, haciéndoselo decir, él, que era hombre amable, incontinenti vino a donde ella; y luego de que un tanto con tiernas palabras la hubo consolado, con una viola dulcemente tocó alguna estampida y cantó luego algunas canciones que para el amor de la joven eran fuego y llama, cuando él lo que creía era consolarla. Después de esto, dijo la joven que quería hablar con él solo unas palabras; por lo que, yéndose todos los demás, le dijo ella:
-Minuccio, te he elegido a ti para fidelísimo guardián de un secreto mío, esperando primeramente que a nadie sino a quien yo te diga debas manifestarlo nunca, y luego, que en lo que puedas me ayudes: y esto te ruego. Debes, pues, saber, Minuccio mío, que el día que nuestro señor el rey Pedro celebró su gran fiesta de subida al trono, me sucedió verlo, mientras estaba justando, en tan fuerte momento, que por su amor se me encendió en el alma un fuego tal que a la situación me ha traído en que me ves; y conociendo yo cuán mal conviene mi amor a un rey, y no pudiendo no ya arrojarlo de mí, sino disminuirlo, y siéndome sobremanera duro de soportar, he elegido como menor aflicción, morir; y así lo haré. Y es verdad que grandemente me iría consolada si lo supiera él primero; y no sabiendo por quién poderle hacer saber esta disposición mía más apropiadamente que por ti, quiero a ti encomendarla y te ruego que no te rehúses a hacerlo; y cuando lo hayas hecho, házmelo saber para que yo, muriendo consolada, me desenlace de estas penas.
Y dicho esto, llorando, calló. Maravillóse Minuccio de la grandeza del ánimo de ella y de su duro propósito, y mucho se compadeció de ella; y súbitamente le vino al ánimo cómo honestamente podría ayudarla, y le dijo:
-Lisa, te doy mi palabra, por la que está segura de que nunca serás engañada; y además, alabándote por tan alto empeño como es haber puesto el ánimo en tan gran rey, te ofrezco mi ayuda, con la que espero que, si quieres consolarte, obraré de tal manera que antes de que pase el tercer día creo que podré traerte noticias que sumamente queridas te serán; y para no perder tiempo, me voy a darle principio.
Lisa, por ello de nuevo rogándole mucho y prometiéndole animarse, le dijo que se fuese con Dios.
Minuccio, yéndose, fue a buscar a un tal Mico de Siena, muy buen decidor en rima en aquellos tiempos, y con ruegos le obligó a hacer la cancioncita que sigue:
Muévete, Amor, y vete a mi señor y cuéntale las penas que sostengo, dile que a muerte vengo por celar mi deseo por temor.
Piedad, Amor: de rodillas te llamo, ve y busca a mi señor en donde mora, dile que mucho le deseo y amo pues dulcemente el alma me enamora, y por el fuego ardiente en que me inflamo temo morir, y no veo la hora en que me aleje de pena tan dura como padezco su amor deseando, temiendo y vacilando ¡Por Dios, haz que conozca mi dolor!
Desde que de él estoy enamorada, no me has dejado, Amor, atrevimiento: siempre estoy asustada sin poderle mostrar mi sentimiento a quien me tiene tan apasionada y, muriendo, morir es mi tormento; tal vez no le daría descontento conocer el dolor del alma mía si tuviera osadía para manifestarle este mi ardor.
Y pues que no te fue agradable, Amor, el concederme tanta confianza que pudiese decir a mi señor ¡ay de mí! por mensaje o en semblanza el sentimiento que me da calor, vete ante él y ante su remembranza trae aquel día en que a escudo y a lanza con otros caballeros vi justar indúcelo a mirar cómo perezco por su dulce amor.
Las cuales palabras, Minuccio entonó prestamente con un son suave y piadoso, como su materia requería, y el tercer día se fue a la corte, cuando estaba el rey Pedro todavía comiendo; por el cual le fue dicho que cantase algo con su viola. Con lo que él comenzó, tan dulcemente tocando, a cantar esta canción que cuantos en la real sala estaban parecían bajo un sortilegio, de tan callados y suspensos escuchando como estaban todos, y el rey casi más que los otros. Y habiendo Minuccio terminado su canto, el rey le preguntó de dónde procedía, que no le parecía haberlo oído nunca.
-Monseñor -repuso Minuccio-, no hace aún tres días que se compusieron las palabras y la música.
El cual, habiéndole el rey preguntado que por quién, repuso:
-No me atrevo a descubrirlo sino a vos.
El rey, deseoso de oírlo, levantadas las mesas, le hizo entrar a él solo en su cámara, donde Minuccio ordenadamente le contó todo lo oído; lo que el rey celebró mucho y mucho alabó a la joven y dijo que de joven tan valerosa había que tener compasión, y por ello que fuese de su parte a ella y la confortase, y le dijera que sin falta aquel día al atardecer vendría a visitarla. Minuccio, contentísimo de llevar tan placenteras nuevas a la joven, sin dilación con su viola se fue y, hablando con ella sola, todo lo que había pasado le contó, y luego cantó la canción con su viola. De esto se puso la joven tan alegre y tan contenta que claramente y sin tardanza aparecieron señales grandísimas de su mejoría; y con deseo, sin saber ni presumir ninguno de la casa qué fuese aquello, se puso a esperar el atardecer en que su señor debía venir.
El rey, que liberal y benigno señor era, habiendo luego pensado muchas veces en las cosas oídas a Minuccio y conociendo óptimamente a la joven y su hermosura, se compadeció más de lo que estaba y al llegar la caída de la tarde montando a caballo, aparentando ir de paseo, llegó donde estaba la casa del boticario; y allí, haciendo pedir que le abriesen un bellísimo jardín que el boticario tenía, allí bajó de su caballo, y luego de un tanto preguntó a Bernardo que qué era de su hija, si la había casado ya. Repuso Bernardo:
-Señor, no está casada sino que ha estado y aún está muy enferma; aunque es verdad que desde nona para acá se ha mejorado maravillosamente.
El rey comprendió prestamente lo que aquella mejoría quería decir y dijo:
-A fe que desgracia sería que fuese quitada al mundo tan hermosa cosa; queremos ir a visitarla.
Y con dos de sus compañeros solamente y con Bernardo en la alcoba de ella poco después entró, y en cuanto estuvo dentro se acercó a la cama donde la joven, algo incorporada en ella, le esperaba deseosa, y le cogió una mano, diciéndole:
-Señora, ¿qué quiere decir esto? Sois joven y debéis confortar a los otros, ¿y os dejáis enfermar? Queremos rogaros que os plazca por nuestro amor consolaros de manera que estéis pronto curada.
La joven, sintiéndose coger las manos por aquel a quien sobre todas las cosas amaba, aunque un tanto se avergonzase, sentía tan gran placer en el ánimo como si hubiera estado en el paraíso, y como pudo le respondió:
-Señor mío, el querer poner mis pocas fuerzas sobre gravísimos pesos ha sido la razón de esta enfermedad, de la cual vos, por vuestra gracia, pronto libre me veréis.
Sólo el rey entendía el encubierto hablar de la joven y a cada momento la reputaba de más valor, y muchas veces maldijo en su interior a la fortuna que de tal hombre la había hecho hija; y luego de que un tanto hubo estado con ella y confortándola más todavía, se fue. Este rasgo de humanidad del rey fue muy alabado y en gran honor tenido para el boticario y su hija; la cual, tan contenta se quedó como cualquiera otra mujer lo estuvo alguna vez de su amante; y por una mejor esperanza ayudada, curada en pocos días, más hermosa se puso de lo que lo había sido nunca. Pero luego de que estuvo curada, habiendo el rey con la reina discurrido qué recompensa a tal amor quería darle, montando un día a caballo, con muchos de sus barones se fue a casa del boticario, y entrando en el jardín hizo llamar al boticario y a su hija; y en esto llegando la reina con muchas damas, y recibiendo a la joven entre ellas, comenzaron una maravillosa fiesta.
Y luego de algún tanto, el rey y la reina llamando a Lisa, le dijo al rey:
-Valerosa joven, el gran amor que me habéis tenido os ha alcanzado de nos gran honor, del que queremos que por amor a nos estéis contenta; y el honor es éste: que, como sea que estáis en edad de casaros queremos que toméis por marido al que os vamos a dar, entendiendo siempre, no obstante esto, llamarme vuestro caballero, sin querer de tanto amor tomar de vos sino un solo beso.
La joven, que de vergüenza tenía la faz bermeja, haciendo suyo el gusto del rey, en voz baja respondió así:
-Señor mío, estoy muy cierta de que si se supiera que me he enamorado de vos, las más de las gentes me reputarían loca, creyendo tal vez que a mí misma me hubiese olvidado y que mi condición (y además de ella la vuestra) no conozco; pero como Dios sabe, que sólo el corazón de los mortales ve y conoce, en el momento que primero me gustasteis conocí que erais rey y yo la hija de Bernardo el boticario, y mal convenirme a mí a tan alto lugar dirigir el ardor de mi ánimo. Pero tal como vos mejor que yo conocéis, nadie se enamora por meditada elección sino según el apetito y el gusto; ley a la cual muchas veces se opusieron mis fuerzas; y no pudiendo más, os amé y os amo y os amaré siempre. Es verdad que, al sentirme prender por vuestro amor, me dispuse por completo a hacer siempre de vuestro deseo el mío y por ello no el hacer esto de tomar de buen grado marido y tener en estima a quien os plazca darme (que sea mi honor y estado), sino que si me dijeseis que me quedase en el fuego, si creía que os agradaba, me daría placer.
Teneros a vos, rey, por caballero, sabéis que me conviene y por ello más a esto no respondo; y no os será concedido el beso que queréis de mi amor sin licencia de mi señora la reina. Y de tanta benignidad hacia mí cuanta es la vuestra y de mi señora la reina que está aquí, Dios os conceda por mí las gracias y el premio que yo no puedo dar.
Y aquí calló. A la reina plugo mucho la respuesta de la joven y le pareció tan discreta como le había dicho el rey. El rey hizo llamar al padre de la joven y a la madre y, sintiéndose contentos de lo que hacer se proponía, hizo llamar a un joven, que era hombre noble aunque pobre, que tenía por nombre Perdicone, y poniéndole unos anillos en la mano, a él que no rehusaba hacerlo, hizo casarse con Lisa; a los cuales incontinenti el rey, además de muchas joyas preciosas que él y la reina a la joven dieron, les dio Cefalú y Caltabellotta, dos buenísimos feudos y de gran fruto, diciendo:
-Éstas te las damos como dote de la dama; lo que queremos hacerte a ti lo verás en el tiempo por venir.
Y dicho esto, volviéndose a la joven, dijo:
-Ahora queremos tomar aquel fruto que de vuestro amor debemos tener -y cogiéndole la cabeza con las dos manos, la besó en la frente. Perdicone y el padre y la madre de Lisa, y ella también, contentos hicieron grandísima fiesta y alegres bodas: y según lo que muchos afirman, muy bien cumplió el rey lo convenido con la joven, porque mientras vivió se llamó siempre caballero suyo y nunca fue a ningún hecho de armas llevando otra enseña sino la que por la joven le fuese mandada. Así pues, obrando se conquistan las almas de los súbditos, se da a otros ejemplos de bien obrar y se conquistan las famas eternas; a la cual cosa hoy pocos o ninguno ha tendido el arco del intelecto, habiéndose convertido en tiranos y en crueles la mayoría de los señores.



NOVELA OCTAVA

Sofronia, creyendo ser la mujer de Gisippo, lo es de Tito Quinto Fulvio y con él se va a Roma; adonde Gisippo llega en pobre estado, y creyendo ser despreciado por Tito, afirma, para morir, que ha matado a un hombre, Tito, reconociéndolo, dice, para salvarlo, que lo ha matado él, lo cual, viéndolo quien lo había hecho, se culpa a sí mismo; por la cual cosa son todos puestos en libertad por Octavio, y Tito a Gisippo da a su hermana por mujer y reparte con él todos sus bienes.

Filomena, por mandato del rey, habiéndose callado Pampínea y habiendo ya todas ellas alabado al rey Pedro, y más gibelina que las otras, comenzó:
Magníficas señoras, ¿quién no sabe que los reyes pueden, cuando quieren, hacer las más altas cosas y que además a ellos les cumple especialísimamente ser magníficos? Quien, por consiguiente, hace lo que debe hacer, hace bien; pero no hay que maravillarse tanto ni alzarlo tan alto con alabanzas sumas como convendría a otro que lo hiciese, de quien, por tener menos posibles menos se esperase. Y por ello, si con tantas palabras las obras del rey exaltáis y os parecen buenas, no dudo que mucho más deban agradaros y ser alabadas por vos las de nuestros iguales cuando son semejantes a las del rey o mejores; por lo que una admirable obra y magnífica hecha por dos ciudadanos amigos me he propuesto contaros en una historia.
Así pues, en el tiempo en que Octavio César, no todavía como Augusto, sino desde el puesto llamado triunvirato, regía el imperio de Roma, hubo en Roma un hombre noble llamado Publio Quinto Fulvio el cual, teniendo un hijo llamado Tito Quinto Fulvio, de maravilloso ingenio, lo mandó a Atenas a aprender filosofía, y cuanto más pudo lo recomendó a un hombre noble de la ciudad llamado Cremetes, el cual era muy viejo amigo suyo. Por el cual Tito, en su propia casa fue alojado en compañía de un hijo suyo llamado Gisippo; y bajo la enseñanza de un filósofo llamado Aristippo, tanto Tito como Gisippo fueron por igual puestos a estudiar por Cremetes. Y frecuentándose mucho los dos jóvenes, tanto llegaron a ser semejantes sus costumbres que una fraternidad y una amistad tan grande nació entre ellos que nunca luego fue destruida sino por la muerte; y ninguno de ellos gozaba de bien ni de reposo sino cuando estaban juntos.
Habían comenzado los estudios e igualmente los dos con altísimo ingenio dotados, subían a la gloriosa altura de la filosofía con iguales pasos y con maravillosa alabanza; y en tal vida (con grandísimo placer de Cremetes, que casi no consideraba más hijo suyo al uno que al otro) perseveraron al menos tres años. Al final de los cuales, como con todas las cosas sucede, sucedió que Cremetes, ya viejo, cerró los ojos a esta vida, de lo que un igual dolor, así como por común padre, sintieron, y ni los amigos ni los parientes de Cremetes discernían cuál de los dos habría de ser más consolado por el sucedido caso. Sucedió, después de unos cuantos meses, que los amigos de Gisippo y los parientes fueron a estar con él y junto con Tito le animaron a tomar mujer, y le encontraron una joven de maravillosa hermosura y de nobilísimos parientes descendiente y ciudadana de Atenas, cuyo nombre era Sofronia, de edad de unos quince años. Y acercándose el momento de las futuras bodas, Gisippo rogó a Tito un día que fuese con él a verla, que todavía no la había visto; y llegados a casa de ella, y estando ella entre ambos, Tito, como apreciador de la hermosura de la novia de su amigo comenzó a mirarla atentísimamente, y todas sus partes desmedidamente agradándole, mientras las ponderaba sumamente para sí, tan profundamente, sin darlo a entender, se inflamó por ella, cuanto ningún amante de mujer se ha inflamado nunca. Pero luego que con ella hubieron estado, despidiéndose, a casa se volvieron. Allí Tito, entrando solo en su alcoba, en la joven que le había placido comenzó a pensar, tanto más inflamándose cuanto más se paraba en su pensamiento; de lo que, dándose cuenta, luego de muchos cálidos suspiros, comenzó a decirse:
-¡Ay! ¡Miserable vida tuya, Tito! ¿Dónde es donde pones tu ánimo y tu amor y tu esperanza? ¿Pues no conoces, tanto por los honores recibidos de Cremetes y su familia como por la verdadera amistad que hay entre tú y Gisippo, de quien ésta es esposa, que a esta joven te conviene tener la reverencia que a una hermana? ¿Cómo la amas? ¿Dónde te dejas llevar por el engañoso amor?, ¿dónde por la lisonjera esperanza? Abre los ojos del intelecto y conócete, mísero, a ti mismo; deja paso a la razón, refrena el apetito concupiscente, templa los deseos no sanos y endereza a otra parte tus pensamientos; haz frente en este comienzo a tu lujuria, y véncete a ti mismo mientras es todavía tiempo. Lo que quieres no es conveniente, no es honesto; lo que a seguir te dispones, aun si fuese seguro que lo alcanzases, que no es, deberías huirlo si mirases aquello que la verdadera amistad te pide. ¿Qué harás, pues, Tito? Abandonarás el indebido amor, si quieres hacer lo que es debido.
Y luego, acordándose de Sofronia, volviendo atrás, todo lo dicho lo condenaba, diciendo:
-Las leyes de Amor son de mayor poder que ninguna otra; rompen no solamente las de la amistad sino las divinas. ¿Cuántas veces ha amado el padre a su hija, el hermano a la hermana, la madrina al ahijado? Cosas más monstruosas que un amigo ame a la mujer del otro han sucedido mil veces. Además de esto, yo soy joven, y la juventud toda está sometida a las amorosas leyes; aquello, pues, que place a amor, a mí debe placerme. Las cosas son propias de los más viejos; yo no puedo querer sino lo que amor quiere. La hermosura de ella merece ser amada por todos; y si yo la amo, que soy joven, ¿quién podrá reprenderme con razón? No la amo porque sea de Gisippo, la amo tanto como la amaría fuera de quien fuese; peca aquí la fortuna que la ha concedido a mi amigo Gisippo en lugar de a otro. Y si debe ser amada por su hermosura (como debe) merecidamente, más contento debe estar Gisippo, al saberlo, de que la ame yo que otro.
Y desde este razonamiento, burlándose a sí mismo, volviendo al contrario, y de éste a aquél y de aquél a éste, no solamente aquel día y la noche siguiente consumió, sino muchos otros, hasta el punto de que, perdidos el alimento y el sueño, por debilidad tuvo que acostarse. Gisippo, que muchos días lo había visto sumido en sus pensamientos y ahora lo veía enfermo, mucho se dolía, y con todo arte y solicitud, sin separarse nunca de él, se esforzaba en consolarlo, con frecuencia y con muchas instancias preguntándole la razón de sus pensamientos y de la enfermedad. Pero habiéndole muchas veces Tito respondido con mentiras y habiéndose dado cuenta Gisippo, sintiéndose, sin embargo, Tito obligado, con llantos y con suspiros le repuso de tal guisa:
-Gisippo, si a los dioses hubiera placido, a mí me sería mucho más grata la muerte que seguir viviendo, pensando que la fortuna me ha conducido a un lugar en que me ha convenido probar mi virtud, y con grandísima vergüenza mía la encuentro vencida; pero por cierto que espero pronto la recompensa que merezco, es decir, la muerte, que me es más cara que vivir con el recuerdo de mi vileza; la cual, puesto que a ti no puedo ni debo ocultarte nada, con gran rubor te manifestaré.
Y comenzando desde el principio, la razón de sus pensamientos y la batalla de éstos, y por último de quién era la victoria y que se moría por amor de Sofronia, le descubrió, afirmando que, conociendo cuánto le convenía a él aquello, como penitencia se había impuesto el morir, lo que pronto creía que conseguiría.
Gisippo, al oír esto y ver su llanto, un tanto al principio reflexionó, como quien de la belleza de la joven sucediese que más tibiamente estuviera prendado; pero sin tardanza deliberó que la vida de su amigo debía serle más querida que Sofronia y así, por las lágrimas de él invitado a llorar, le contestó llorando:
-Tito, si no estuvieses tan necesitado de consuelo como lo estás, me quejaría a ti de ti mismo como de quien ha violado nuestra amistad teniéndome tan largamente escondida tu gravísima pasión. Y aunque no pareciese honesta, no hay por ello que celar al amigo las cosas deshonestas sino como las honestas, porque quien es amigo, así como en las honestas cosas se alegra con el amigo, así en las no honestas se esfuerza por apartar de ellas el ánimo del amigo. Pero absteniéndome al presente, vendré a lo que veo que más necesitas. Si ardientemente amas a Sofronia, conmigo desposada, no me maravillo, sino que me maravillaría si no fuese así, conociendo su hermosura y la nobleza de tu ánimo, tanto más apta a sostener la pasión cuanto más excelencia tenga la cosa que plazca. Y cuanto justamente amas a Sofronia, tanto te quejas injustamente de la fortuna, aunque así no lo expreses, que a mí me la ha concedido, pareciéndote que amarla tú sería honesto si hubiese sido de otro que no fuera yo. Pero si eres discreto como sueles, ¿a quién podía concederla la fortuna, de quien mayores gracias pudieras darle, si no me la hubiera concedido a mí? Cualquiera otro que la hubiese tenido por muy honesto que hubiera sido tu amor, la habría amado a ella más que a ti, lo que de mí, si por tan amigo me tienes como soy, no debes esperar y la razón es ésta: que no me acuerdo, desde que somos amigos, de que yo tuviese nada que no fuese tan tuyo como mío; lo que, si tan lejos hubiera ido las cosas que no pudiese ser de otra manera, así haría con ésta como con las otras; pero todavía estamos en tales términos que puedo hacer que sea solamente tuya, y eso haré, porque no sé cómo mi amistad podría serte preciada si en una cosa que puede hacerse honestamente, no supiera de tu voluntad hacer la mía. Es verdad que Sofronia es mi esposa y que la amaba mucho y con gran alegría esperaba las bodas con ella; pero como tú, como de mayor entendimiento que yo, con más ardor deseas tan preciada cosa como es ella, vive seguro que no mi mujer, sino la tuya será en mi alcoba. Y por ello, deja el ensimismamiento, aleja la melancolía, llama a ti la salud perdida y el consuelo y la alegría, y de ahora en adelante espera contento el premio de tu amor, que mucho más merecido es que lo era al mío.
Tito, al oír hablar así a Gisippo, cuanto placer le daba la lisonjera esperanza de aquello, tanto le daba vergüenza la justa conciencia, mostrándole que cuanto mejor era la liberalidad de Gisippo, tanto mayor le parecía inconveniente aceptarla; por lo que, sin dejar de llorar, con trabajo así le respondió:
-Gisippo, tu liberal y verdadera amistad muy claro me muestra lo que a la mía conviene hacer. No quiera Dios que nunca aquella que te han dado como a más digno que a mí la reciba yo por mía. Si Él hubiera visto que me convenía, ni tú ni nadie debes creer que te la hubiera concedido a ti. Toma, pues, contento, lo que has elegido con el discreto consejo y con su don, y a mí déjame consumirme en las lágrimas que como a indigno de tanto bien me ha aparejado: las cuales, o venceré y te seré querido, o me vencerán y estaré libre de pena.
Al cual Gisippo dijo:
-Tito, si nuestra amistad puede concederme tanta licencia como para forzarte a seguir un gusto mío, y a ti puede inducirte a seguirlo, esto será en lo que sumamente entiendo usarla; y si tú no condesciendes placenteramente a mis ruegos, con la fuerza que debe hacerse en bien del amigo haré que Sofronia sea tuya.
Sé cuánto pueden las fuerzas de Amor y que no una vez, sino muchas han conducido a una infeliz muerte a los amantes; y te veo tan cerca de ello que ni detener ni vencer a las lágrimas podrías sino que, continuando, vencido, desfallecerías; y yo, sin ninguna duda, pronto te seguiría. Así pues, aunque por otra cosa no te amase, me es, para vivir, preciosa tu vida. Será, pues, tuya Sofronia porque fácilmente no encontrarías a otra que así te agradase, y yo con facilidad volviendo mi amor a otra, te habré contentado a ti y a mí. En la cual cosa tal vez no sería tan liberal si tan raramente y con la misma dificultad las mujeres se encontrasen como los amigos se encuentran; y por ello, pudiendo yo facilísimamente otra mujer encontrar pero no otro amigo, quiero por ello (no quiero decir perderla, que no la perderé dándotela a ti, sino que la trasladaré a otro yo mío) de bien a mejor transferirla, antes que perderte. Y por ello, si alguna cosa pueden en ti mis ruegos, te ruego que, saliendo de esta aflicción, en un punto te consueles a ti y a mí, y con esperanza del bien, viviendo te dispongas a coge esa alegría que tu cálido amor desea de la cosa amada.
Aunque Tito se avergonzase de consentir en que Sofronia se convirtiese en su mujer, y por ello obstinado estuviese todavía, empujándolo por una parte amor y por la otra incitándole los ánimos que le daba Gisippo, dijo:
-Basta, Gisippo; no sé qué puedo decir mejor que haré, si mi placer o el tuyo haciendo lo que, rogándome, me dices que tanto te gusta; y puesto que tu liberalidad es tanta que vence mi merecida vergüenza, lo haré. Pero estate seguro de que lo hago no como quien no sabe que recibo de ti no solamente a la mujer amada, sino con ella mi vida. Hagan los dioses, si puede ser, que con honor y con bien tuyo pueda alguna vez mostrarte cuánto aprecio lo que por mí, más compasivo de mí que yo mismo, haces.
Después de estas palabras, dijo Gisippo:
-Tito, en esto, para que tenga efecto, me parece que debemos hacer lo siguiente: como sabes, después de largas negociaciones entre mis parientes y los de Sofronia, ella se ha convertido en mi esposa; y por ello, si yo fuese ahora diciendo que no la quería por mujer, grandísimo escándalo nacería de ello, y se enfurecerían mis parientes y los suyos; lo que nada me preocuparía si por ello viese que ella iba a ser tuya; pero temo, que si así la dejase, que sus parientes la darían pronto a otro, que tal vez no serías tú, y así habrías perdido lo que yo habría adquirido. Y por ello me parece, si estás de acuerdo, que con lo que he comenzado voy yo a seguir adelante y como mía la llevaré a casa y celebraré las bodas; y luego tú, ocultamente, como lo preparemos, con ella como mujer tuya te acuestes; luego, a su lugar y tiempo manifestaremos el asunto, que, si les agrada, bien estará; si no les agrada, de todas las maneras estará hecho y no pudiendo volverlo atrás, tendrán por fuerza que contentarse con ello.
Plugo a Tito el acuerdo; por la cual cosa, Gisippo, como suya en su casa la recibió, estando ya Tito curado y en buena salud; y haciendo una fiesta grande, al venir la noche, dejaron las mujeres a la nueva esposa en la cama de su marido y se fueron. Estaba la alcoba de Tito contigua con la de Gisippo y desde la una podía entrarse en la otra; por lo que, estando Gisippo en su alcoba y habiendo apagado todas las luces yendo calladamente a donde Tito, le dijo que con su mujer fuese a acostarse. Tito, al oír esto, muerto de vergüenza, quiso echarse atrás y rehusaba ir; pero Gisippo, que con entero ánimo, como en sus palabras, estaba dispuesto a su placer, luego de larga disputa, le hizo entrar allí, el cual, al acercarse a la cama, cogiendo a la joven, como bromeando, en voz baja le preguntó que si quería ser su mujer. Ella, creyendo que era Gisippo, le contesto que sí, con lo que un bello y rico anillo le puso en el dedo, diciendo:
-Y yo quiero ser tu marido.
Y consumando así el matrimonio, largo y amoroso placer tomó de ella, sin que ni ella ni nadie se diesen cuenta nunca de que alguien que no fuese Gisippo se hubiese acostado con ella. Estando, pues, en estos términos el matrimonio de Sofronia y de Tito, Publio su padre cerró los ojos a esta vida, por la cual cosa le fue escrito a él que sin dilación volviera a Roma a velar por sus asuntos. Y por ello, habló con Gisippo de irse y llevarse a Sofronia, lo que sin hacer manifiesto cómo estaban las cosas no se podía ni debía apropiadamente; con lo que un día, llamándola a la alcoba, enteramente cómo estaba aquel asunto le explicaron, y de ello Tito, por muchos casos entre los dos acaecidos le dio pruebas. La cual, después que al uno y al otro un tantico enojada hubo mirado, comenzó a deshacerse en lágrimas, quejándose del engaño de Gisippo; y antes de que en casa de Gisippo ni una palabra se dijese de aquello; se fue a casa de su padre, y allí a él y a su madre les contó el engaño de Gisippo de que ella y ellos habían sido víctima, afirmando que era la mujer de Tito y no de Gisippo como ellos creían. Esto fue durísimo para el padre de Sofronia y con sus parientes y con los de Gisippo hizo de ello largas y grandes lamentaciones, y fueron los comadreos y los enfados muchos y grandes. Gisippo despertó el odio de los suyos y de los de Sofronia y todos decían no sólo que era digno de reprobación, sino de áspero castigo. Pero él afirmaba que había hecho una cosa honesta y que los padres de Sofronia debían darle las gracias porque la había casado con alguien mejor que él mismo. Tito, por otra parte, de todo se enteraba y con gran trabajo lo soportaba; y conociendo que era costumbre de los griegos excitarse con los reproches y las amenazas hasta que encontraban quien les respondiese, y que entonces no solamente humildes, sino cobardísimos se volvían, pensó que sus discursos no podían ya soportar sin responderlos; y teniendo él ánimo romano y el pensamiento ateniense, de una manera muy oportuna reunió a los parientes de Gisippo y los de Sofronia en un templo, y entrando en él acompañado sólo por Gisippo, así habló a los que esperaban:
-Creen muchos filósofos que lo que les sucede a los mortales es disposición y providencia de los dioses inmortales; y por esto creen algunos que es inevitable todo lo que nos sucede o nos sucederá alguna vez, aunque hay quienes esta inevitabilidad atribuyen sólo a lo que ya ha sucedido. Las cuales opiniones, si con perspicacia son miradas, se verá muy abiertamente que el reprender algo que no puede cambiarse, nada es sino querer demostrarse más sabio que los dioses, los cuales debemos creer que con eterna ley y sin ningún error gobiernan y disponen de nosotros y de las demás cosas; por lo que, cuán loca y bestial presunción sea corregir su obra, muy fácilmente lo podéis ver, y aun cuántas y cuáles cadenas merecen aquellos que se dejan ir a tal atrevimiento. Entre los cuales, según mi juicio, os encontráis todos, si es verdad lo que entiendo que debéis haber dicho y decís continuamente porque Sofronia sea mi mujer cuando se la habéis entregado a Gisippo, no mirando que ab eterno estaba dispuesto que fuese mujer no de Gisippo, sino mía, como por efecto se conoce al presente. Pero como el hablar de la secreta providencia e intención de los dioses parece a muchos duro y difícil de comprender, presuponiendo que ellos de ninguna de nuestras acciones se ocupen, me place descender a los razonamientos de los hombres, hablando de los cuales me convendrá hacer dos cosas muy contrarias a mis costumbres: la una, algo alabarme a mí mismo y la otra hablar mal de otros o humillarlos; pero porque de la verdad ni en una cosa ni en otra entiendo apartarme, y la presente materia lo pide, lo haré. Vuestras quejas, más incitadas por la furia que por la razón, con continuas protestas, así como alborotos, ofenden, reprenden y condenan a Gisippo porque me ha dado por mujer, por su decisión, a quien vosotros a él por la vuestra habíais dado, en lo que yo estimo que debe ser muy de alabar; y las razones son éstas: la primera, porque ha hecho lo que debe hacer un amigo; la segunda porque ha obrado más sabiamente de lo que lo habíais hecho vosotros. Lo que las santas leyes de la amistad quieren que un amigo haga por el otro, no es mi intención explicaros al presente, contentándome sólo con haberos recordado de ellas que los lazos de la amistad mucho más unen que los de la sangre o el parentesco, como sea que tenemos los amigos que elegimos y los parientes que nos da la fortuna. Y por ello, si Gisippo amó más mi vida que vuestra benevolencia, siendo yo amigo suyo como me tengo, nadie debe maravillarse. Pero vengamos a la segunda razón (en la que con más insistencia nos conviene detenernos): el haber sido él más sabio que vosotros lo sois, como sea que de la providencia de los dioses poco me parece que entendáis, y mucho menos que conozcáis los efectos de la amistad. Digo que vuestro inicio, vuestro consejo y vuestra deliberación habían dado Sofronia a Gisippo, joven y filósofo; el de Gisippo la dio a un joven y filósofo; vuestro consejo la dio a un ateniense, el de Gisippo a un romano; el vuestro a un joven noble, el de Gisippo a uno más noble; el vuestro a un joven rico, el de Gisippo a uno riquísimo; el vuestro a un joven que no solamente no la amaba, sino que apenas la conocía, el de Gisippo a un joven que por encima de su felicidad y más que a la propia vida la amaba. Y que lo que digo es verdad, y más de alabar que lo que habíais hecho vosotros, miradlo cosa por cosa. Que yo joven y filósofo soy como Gisippo, mi rostro y mis estudios, sin ningún discurso más largo decir, pueden explicarlo. Una misma edad es la suya y la mía, y con iguales pasos siempre avanzando hemos estudiado. Es verdad que él es ateniense y yo romano. Si de la gloria de la ciudad disputamos, diré que yo soy de ciudad libre y él de tributaria; diré que soy de ciudad señora de todo el mundo y él de ciudad obediente a la mía; diré que soy de ciudad floreciente en armas, imperio y estudios, mientras él no podrá a la suya sino alabar en los estudios. Además de esto, aunque escolar humilde me veáis aquí entre vosotros, no he nacido de las heces del populacho de Roma; mis palacios y los lugares públicos de Roma están llenos de antiguas imágenes de mis mayores, y los anales romanos se encuentran llenos de muchos triunfos logrados por los Quinto sobre el Capitolio romano; y no está por la vejez marchita sino que hoy más que nunca florece la gloria de nuestro nombre. Callo, por vergüenza, mis riquezas, teniendo en la memoria que la pobreza honrada es el antiguo y copioso patrimonio de los nobles ciudadanos romanos; la cual, si por la opinión de los vulgares es condenada, y son alabados los tesoros, soy en ellos, no como avaricioso, sino como amado de la fortuna, abundante. Y muy bien conozco que era aquí, y debía ser y debe ser preciado, tener por pariente a Gisippo; pero yo no os debo ser, por razón alguna, menos preciado en Roma, considerando que allí tendréis en mí a un óptimo huésped; y un útil y solicito y poderoso protector tanto en las oportunidades públicas como en las necesidades privadas. ¿Quién, pues, dejando aparte la pasión, y mirando con justicia, alabará más vuestras decisiones que las de mi amigo Gisippo? Ciertamente, ninguno. Está, pues, Sofronia bien casada con Tito Quinto Fulvio, noble, antiguo y rico ciudadano de Roma y amigo de Gisippo; por lo que quien de ello se duele o se queja no hace lo que debe ni sabe lo que hace. Habrá tal vez algunos que digan no dolerse de que Sofronia sea la mujer de Tito, sino dolerse del modo en que en su mujer se ha convertido: ocultamente, a hurtadillas, sin que ningún amigo ni pariente supiese nada. Y esto no es milagro ni cosa que suceda por primera vez. Dejo de buena gana a un lado a aquellas que contra la voluntad del padre han tomado marido y a aquellas que han huido con sus amantes y primero han sido amigas que esposas, y a aquellas que antes han descubierto con embarazos y partos sus matrimonios que con la lengua, y la necesidad ha hecho consentir en ellos, cosa que con Sofronia no ha sucedido; sino que ordenada, discreta y honestamente ha sido dada por Gisippo a Tito. Y dirán otros que la ha casado aquel a quien casarla no incumbía. ¡Necias lamentaciones son éstas y mujeriles, y procedentes de la poca consideración! No usa ahora la fortuna por primera vez distintos caminos e instrumentos nuevos para inducir las cosas a determinados efectos. ¿Qué puede importarme a mí que el zapatero en lugar del filósofo haya expresado su juicio sobre un hecho mío (en oculto o en público) si el fin es bueno? Debo cuidarme si el zapatero no es discreto, de no dejarle proseguir, y agradecerle lo hecho. Si Gisippo ha casado bien a Sofronia, andar quejándose del modo y de él es una necedad superflua; si en su juicio no confiáis, cuidad de que no pueda casar a nadie más y agradecedle esto. No menos debéis saber que yo no busqué ni con astucia ni con fraude poner alguna mancha sobre la honestidad y la claridad de vuestra sangre en la persona de Sofronia; y aunque ocultamente la haya tomado por mujer no vine como un raptor a quitarle su virginidad ni como enemigo quise tenerla deshonestamente, rechazando emparentar con vosotros; sino que ardientemente prendado de su cautivadora hermosura y de su virtud, conocía que si con el orden que tal vez queréis decir que debía haberla procurado, siendo muy amada por vos, por temor a que a Roma me la llevase, no la habría obtenido. Utilicé, pues, la manera oculta que ahora puede hacérseos manifiesta e hice a Gisippo que consintiese en mi nombre en lo que él no estaba dispuesto; y luego, aunque yo ardientemente la amase, no como amante, sino como marido busqué el ayuntamiento con ella no aproximándome a ella (como puede ella misma con verdad testimoniar), sino después de las debidas palabras y el anillo de desposada, preguntándole si me quería por marido; a lo que repuso que sí. Si le parece haber sido engañada, no habéis de reprenderme a mí, sino a ella que no me preguntó quién era. Éste es, pues, el gran mal, el gran pecado, la gran falta cometida por el Gisippo amigo y por mí amante; que Sofronia se haya ocultamente convertido en mujer de Tito Quinto; por ello, lo herís, lo amenazáis y lo insidiáis. ¿Y qué más haríais si la hubiese dado a un villano, a un vagabundo, a un siervo? ¿Qué cadenas, qué cárcel, qué cruces os bastarían? Pero dejemos ahora esto; ha llegado el tiempo que yo todavía no esperaba de que mi padre haya muerto y me sea obligado volver a Roma. Por lo que, queriendo llevar a Sofronia conmigo, os he descubierto lo que puede que aún seguiría ocultándoos; lo que, si fueseis sabios, alegremente lo soportaríais porque, si engañaros o ultrajaros hubiera querido, escarnecida podía dejárosla; pero no lo quiera Dios que en un espíritu romano pueda albergarse tanta vileza. Ella, pues, es decir, Sofronia, por consentimiento de los dioses y por vigor de las leyes humanas y por el loable juicio de mi amigo Gisippo y por mi amorosa astucia, es mía, la cual cosa vosotros (por ventura teniéndoos en más que los dioses y los demás hombres sabios) bestialmente, en dos maneras muy odiosas para mí, mostráis que os equivocáis: una es teniendo a Sofronia, sobre la cual (sino en cuanto me place) no tenéis ningún derecho; y la otra es tratar a Gisippo, a quien estáis obligados justamente, como a enemigo. Y cuán neciamente hacéis en ellas no entiendo al presente explicaros más sino como amigo aconsejaros que dispongáis vuestros enojos, y los agravios tomados se dejen y que Sofronia me sea restituida para que yo alegremente me vaya como pariente vuestro y vuestro viva: seguros de esto, que, os plazca o no os plazca lo que está hecho, si entendéis obrar de otro modo, os quitaré a Gisippo y sin faltar, si llego a Roma, recuperaré a quien es merecidamente mía, por mucho que os disguste; y cuánto puede el enojo de los ánimos romanos, hostigándoos siempre, os haré conocer por experiencia.
Luego de que Tito hubo dicho esto, poniéndose en pie con el rostro todo airado, cogiendo a Gisippo de la mano, mostrando preocuparle poco cuantos en el templo había, de allí, moviendo la cabeza y amenazándoles, salió. Los que se quedaron dentro, en parte inducidos por las palabras de Tito a su parentesco y a su amistad, y en parte asustados por sus últimas palabras, de común acuerdo deliberaron que mejor era tener a Tito por pariente, puesto que Gisippo no había querido serlo, que haber perdido a Gisippo por pariente y a Tito adquirido por enemigo; por la cual cosa, saliendo, fueron a buscar a Tito y le dijeron que les placía que Sofronia fuese suya y tenerlo a él por pariente querido y a Gisippo por buen amigo; y haciendo juntos una familiar y amistosa fiesta, se fueron y le mandaron a Sofronia, la cual, como discreta, haciendo de la necesidad virtud, el amor que tenía por Gisippo prestamente lo volvió a Tito y con él se fue a Roma, donde con gran honor fue recibido. Gisippo, quedándose en Atenas, por todos tenidos en poco, después de no mucho tiempo, por unas contiendas civiles, con todos los de su casa, pobre y mezquino fue arrojado de Atenas y condenado a perpetuo exilio. Estando en el cual Gisippo, y habiendo llegado a ser no sólo pobre sino mendigo, como pudo se vino a Roma a probar si Tito lo recordaba; y enterado de que estaba vivo y estimado por todos los romanos, y enterado de cuál era su casa, delante de ella se puso hasta que Tito llegó; al cual, por la miseria en que estaba no se atrevió a dirigir la palabra, sino que se ingenió en hacer que lo viese para que reconociéndolo lo mandase llamar. Por lo que, pasando Tito adelante y pareciéndole a Gisippo que lo había visto y esquivado, acordándose de lo que él había hecho por él, furioso y desesperado se fue; y siendo ya de noche y estando él en ayunas y sin dineros, sin saber adónde ir, más deseoso de morir que nadie, llegó a un lugar muy salvaje de la ciudad, donde, viendo una gran gruta, dentro entró para quedarse aquella noche, y sobre la tierra desnuda y mal vestido, vencido por largo llanto, se durmió. A la cual gruta, dos que habían estado robando aquella noche, con el hurto hecho fueron al amanecer, y entrando en una disputa, el uno, que era más fuerte, mató al otro y se fue; la cual cosa, habiendo Gisippo oído y visto, le pareció haber encontrado el camino a la muerte que mucho deseaba, sin matarse a sí mismo; y por ello, sin irse, estuvo allí hasta que los esbirros del tribunal, que ya del suceso se habían enterado, allí vinieron y a Gisippo furiosamente se llevaron preso. Y él, interrogado, confesó que lo había matado y que no había podido irse de la gruta, por la cual cosa el pretor, que se llamaba Marco Varrón, mandó que fuese condenado a muerte en la cruz, tal como entonces era costumbre. Había Tito, por acaso, llegado al pretorio en aquel momento y, mirándole al rostro al mísero condenado y habiendo oído el porqué, súbitamente reconoció a Gisippo, y se maravilló de su miserable fortuna y de cómo habría llegado aquí, y ardentísimamente deseando ayudarlo y no viendo ninguna otra vía para su salvación, sino acusarse a sí mismo y excusarle a él, prestamente se adelantó y gritó:
-Marco Varrón, haz llamar al pobre hombre al que has condenado porque es inocente; bastante he ofendido yo a los dioses con una culpa matando a aquel a quien tus esbirros hallaron esta mañana muerto sin que ahora les ofenda de nuevo con la muerte de otro inocente.
Varrón se maravilló y le dolió que todo el pretorio lo hubiese oído, y no pudiendo por su honor retraerse de hacer lo que le mandaban las leyes, hizo volverse atrás a Gisippo, y en presencia de Tito le dijo:
-¿Cómo has sido tan loco que, sin haber experimentado ningún dolor, confesaste lo que no has hecho jugándote la vida? Decías que eras quien había matado esta noche al hombre y éste viene ahora y dice que no tú sino él lo ha matado.
Gisippo miró y vio que aquél era Tito y muy bien conoció que hacía aquello para salvarle, como agradecido por el servicio que en otro tiempo le había hecho; por lo que, llorando de piedad, dijo:
-Varrón, verdaderamente lo he matado yo, y la piedad de Tito para salvarme llega ya demasiado tarde.
Tito, por otra parte, decía:
-Pretor, como ves, éste es extranjero y sin armas ha sido encontrado junto al muerto, y bien ves que su miseria le da el motivo para querer estar muerto; y por ello, ponlo en libertad y a mí, que lo he merecido, castígame.
Se maravilló Varrón de la insistencia de aquellos dos y presumía ya que ninguno debía ser el culpable; y, pensando en el modo de absolverlos, he aquí que viene un joven llamado Publio Ambusto, de perdidas costumbres y conocidísimo ladrón entre todos los romanos, el cual verdaderamente había cometido el homicidio; y sabiendo que ninguno de los dos eran culpables de lo que los dos se acusaban, tanta fue la ternura que llenó su corazón por la inocencia de estos dos que, movido por grandísima compasión, vino ante Varrón y le dijo:
-Pretor, mis hechos me traen a resolver la dura discusión de estos dos, y no sé qué dios dentro de mí me espolea y me empuja a manifestarte mi pecado: y sabe por ello que ninguno de éstos es culpable de aquello de lo que a sí mismo se acusa. Yo soy verdaderamente quien mató a aquel hombre esta mañana al apuntar el día; y a este desdichado que está aquí lo vi allí que dormía mientras yo repartía las cosas robadas con aquel a quien maté. Tito no necesita que yo lo excuse; su fama es clara en todas partes y se sabe que no es hombre de tal condición; así que libéralo y castígame a mí a la pena que las leyes me impongan.
Había ya Octavio oído estas cosas y, haciendo venir a los tres, quiso oír qué razón había movido a cada uno a querer ser el condenado, la cual cada uno le contó. Octavio, a los dos porque eran inocentes y al tercero por amor suyo los puso en libertad. Tito, tomando a Gisippo y reprendiéndolo mucho primero por su desapego y desconfianza, le hizo maravillosa fiesta y a su casa se lo llevó, donde Sofronia, con piadosas lágrimas le recibió como amigo; y confortándolo un tanto y vistiéndolo y volviéndole al ropaje debido a su virtud y nobleza, primeramente hizo con él comunes todos sus tesoros y posesiones, y después, a una hermana jovencita que tenía, llamada Fulvia, le dio por mujer; y luego le dijo:
-Gisippo, de ti depende ahora o quedarte aquí junto a mí o volverte a Atenas con todas las cosas que te he dado.
Gisippo, obligándole por una parte el destierro a que estaba condenado por su ciudad y por otra el amor que debidamente sentía por la merecida amistad de Tito, decidió hacerse romano; con lo que con su Fulvia, y Tito con su Sofronia, siempre en una gran casa mucho tiempo y alegremente vivieron, más amigos haciéndose cada día, si es que podía ser.
Santísima cosa es, pues, la amistad, y no solamente digna de singular reverencia, sino de ser con loor perpetuo alabada como discretísima madre de la magnificencia y de la honestidad, hermana de la gratitud y de la caridad, y del odio y la avaricia enemiga; siempre, sin esperar ningún ruego, pronta a hacer por otros virtuosamente lo que querría que por ella misma se hiciese; cuyos sacratísimos efectos rarísimas veces se ven hoy en dos, por culpa y vergüenza de la mísera avidez de los mortales que, sólo a la propia utilidad mirando, los ha relegado a perpetuo exilio más allá de los extremos límites de la tierra. ¿Qué amor, qué riqueza, qué parentesco hubiera hecho sentir al corazón de Gisippo el ardor, las lágrimas y los suspiros de Tito, con tanta eficacia que por ellos a la hermosa esposa noble y amada por él hubiese hecho casar con Tito, sino ellos? ¿Qué leyes, qué amenazas, qué temor hubiese hecho a los juveniles brazos de Tito en los lugares solitarios, en los lugares oscuros, en la cama propia, abstenerse de los abrazos de la hermosa joven, que tal vez le invitaba a ellos, sino ellos? ¿Qué estados, qué méritos, qué ganancias habrían hecho a Gisippo no preocuparse de perder a sus parientes y a los de Sofronia, no preocuparse de las deshonestas murmuraciones del populacho, no preocuparse de las burlas y de los escarnios por satisfacer a su amigo, sino ellos? Y, por otra parte, ¿quién habría a Tito, sin ninguna dilación y pudiendo convenientemente disimular que lo veía, hecho prontísimo en procurar la propia muerte para quitar a Gisippo de la cruz que él mismo se procuraba, sino ellos?, ¿quién habría hecho a Tito sin duda alguna liberalísimo en compartir su amplísimo patrimonio con Gisippo, a quien la fortuna le había privado del suyo, sino ellos? ¿Quién habría hecho a Tito sin ningún temor, deseosísimo de conceder la propia hermana por mujer a Gisippo, a quien veía pobrísimo y a extrema miseria llevado, sino ellos? Deseen, pues, los hombres multitud de consortes, turbas de hermanos y gran cantidad de hijos, y con sus dineros se acreciente el número de sus servidores; y no reparen en que cualquiera de éstos teme más un mínimo peligro propio que solicitud muestran en apartar los grandes del padre o del hermano o del señor, mientras todo lo contrario vemos que hace el amigo.



NOVELA NOVENA

Saladino, disfrazado de mercader, es honrado por micer Torello; viene luego la cruzada; micer Torello pone un plazo a su mujer para que pueda volver a casarse, es hecho prisionero y por amaestrar aves de presa llega a oídos del sultán, el cual, reconociéndole y dándole a conocer, sumamente le honra; micer Torello enferma y por arte de magia es llevado en una noche a Pavia, y en las bodas que se celebraban por el nuevo matrimonio de su mujer, reconocido por ella, con ella a su casa vuelve.

Había ya a sus palabras Filomena puesto fin y la magnífica gratitud de Tito había sido alabada mucho por todos concordemente, cuando el rey, el postrer lugar reservando a Dioneo, así comenzó a hablar:
Atrayentes señoras, sin falta cuenta Filomena la verdad por lo que sobre la amistad dice, y con razón al final de sus palabras se lamenta que hoy sea ésta tan poco grata a los mortales. Y si nosotros, aquí, para corregir los defectos mundanos o aunque sólo fuera para reprenderlos estuviésemos, continuaría yo con extenso discurso sus palabras; pero como otro es nuestro fin, me ha venido al ánimo el mostraros, tal vez con una historia muy larga, pero en todas sus partes agradable, una de las magníficas obras de Saladino, para que por las cosas que en mi novela oigáis, si plenamente la amistad de alguien no se puede conquistar por nuestros vicios, sepamos al menos deleitarnos en obra cortésmente, esperando que, cuando sea, de ello se siga una recompensa.
Digo, pues, que, según afirman algunos, en el tiempo del emperador Federico I, para reconquistar Tierra Santa tuvo lugar una cruzada general entre los cristianos; la cual cosa, Saladino, valentísimo señor y entonces sultán de Babilonia, habiendo oído algo de ello, se propuso ver personalmente los preparativos de los señores cristianos para aquella cruzada, para mejor poder prevenirse.
Y arreglados sus asuntos en Egipto, haciendo semblante de ir en peregrinación, con dos de sus hombres más ilustres y más sabios y con tres servidores solamente, en disfraz de mercader se puso en camino; y habiendo andado por muchas provincias cristianas y cabalgando por Lombardía para pasar más allá de los montes, sucedió que, yendo de Milán a Pavia y siendo ya el anochecer, se toparon con un gentilhombre cuyo nombre era micer Torello de Strata de Pavia, el cual con sus criados y con perros y con halcones se iba a estar a una hermosa posesión que sobre el río Tesino tenía. A los cuales, al verlos micer Torello se dio cuenta de que nobles y forasteros eran y deseó honrarlos; por lo que, preguntando Saladino a uno de sus servidores cuánto había todavía de allí a Pavia y si a tiempo de entrar en ella pudiese llegar allí, no dejó que respondiese el servidor sino que él mismo repuso:
-Señores, no podréis llegar a Pavia a una hora en que podáis entrar dentro.
-Pues -dijo Saladino- hacednos la merced de enseñarnos, porque extranjeros somos, dónde podremos albergarnos mejor.
Micer Torello dijo:
-Eso haré de buena gana. Ahora mismo estaba pensando en mandar a uno de estos míos junto a Pavia por cierta cosa: lo mandaré con vos y os conducirá a un lugar donde os albergaréis asaz convenientemente.
Y al más discreto de los suyos acercándose, le ordenó lo que tenía que hacer, y le mandó con ellos; y yéndose él a su posesión, prestamente, lo mejor que pudo hizo preparar una buena cena y poner la mesa en un jardín; y hecho esto, junto a la puerta vino a esperarlos. El servidor, hablando con los hombres nobles sobre diversas cosas, por ciertos caminos los desvió y a la posesión de su señor, sin que se diesen cuenta, los condujo; a los cuales, cuando los vio micer Torello, saliendo a pie a su encuentro, dijo sonriendo:
-Señores, sed muy bien venidos.
Saladino, que era sagacísimo, se dio cuenta de que este caballero había temido que no habrían aceptado el convite si, cuando los encontró, les hubiese invitado, y por ello, para que no pudieran negarse a quedarse aquella noche con él, con una artimaña los había conducido a su casa; y contestado su saludo, dijo:
-Señor, si de los corteses hombres pudiese uno quejarse, nos quejaríamos de vos, el cual, aunque hayáis estorbado un tanto nuestro viaje, sin que hayamos merecido por nada vuestra benevolencia sino por un solo saludo, a aceptar tan alta cortesía como es la vuestra nos habéis obligado.
El caballero, sabio y elocuente, dijo:
-Señores, esta que recibís de mí, en vuestro aspecto, es pobre cortesía; pero en verdad fuera de Pavia no habríais podido estar en ningún lugar que fuese bueno, y por ello no os sea grave haber alargado un poco el camino para tener un poco menos de incomodidad.
Y así diciendo, viniendo su servidumbre alrededor de aquéllos, en cuanto desmontaron, acomodaron sus caballos, y micer Torello a los tres hombres nobles llevó a las cámaras preparadas para ellos, donde les hizo descalzarse y refrescarse un poco con fresquísimos vinos, y en amable conversación hasta la hora de cenar los entretuvo. Saladino y sus compañeros y servidores sabían todos latín, por lo que muy bien entendían y eran entendidos, y les parecía a todos ellos que este caballero era el hombre más amable y el más cortés y el que mejor hablaba de todos los otros que hubiesen visto hasta entonces. A micer Torello, por otra parte, le parecía que eran aquellos hombres ilustrísimos y de mucho más valor de lo que antes había estimado, por lo que se dolía para sí mismo de que con compañía y más solemne convite no podía honrarlos aquella noche; por lo que pensó en reparar aquello a la mañana siguiente, e informando a uno de sus servidores de lo que quería hacer, a su mujer, que discretísima era y de grandísimo ánimo, se lo mandó a Pavia, que muy cerca estaba y cuyas puertas no se cerraban nunca. Y después de esto, llevando a los gentileshombres al jardín, cortésmente les preguntó quiénes eran y adónde iban. Al cual repuso Saladino:
-Somos mercaderes chipriotas y venimos de Chipre, y por nuestros negocios vamos a París.
Entonces dijo micer Torello:
-¡Pluguiese a Dios que esta tierra nuestra produjese tales nobles como veo que Chipre hace los mercaderes!
Y de este razonamiento en otros estando un tanto, se hizo hora de cenar: por lo que les invitó a sentarse a la mesa, y en ella, según era la cena improvisada, fueron muy bien y ordenadamente servidos; y poco después, levantadas las mesas, se pusieron en pie, que, dándose cuenta micer Torello de que estaban cansados, en hermosísimos lechos los llevó a descansar, y semejantemente él, poco después, se fue a dormir. El servidor enviado a Pavia dio la embajada a la señora, la cual, no con ánimo mujeril sino real, haciendo prestamente llamar a muchos amigos y servidores de micer Torello, todas las cosas oportunas para un grandísimo convite hizo preparar, y a la luz de las antorchas hizo invitar al convite a muchos de los más nobles ciudadanos, e hizo sacar paños y sedas y pieles y completamente poner en orden lo que el marido le había mandado a decir. Venido el día, los gentileshombres se levantaron, con los cuales micer Torello, montando a caballo y haciendo venir sus halcones, a una charca vecina les llevó y les mostró cómo volaban; pero preguntando Saladino si alguien podía ir a Pavia y llevarlos al mejor albergue, dijo micer Torello:
-Ése seré yo, porque ir allí necesito.
Ellos, creyéndoselo, se alegraron y juntos con él se pusieron en camino; y siendo ya la hora de tercia y habiendo llegado a la ciudad, creyendo que eran enviados al mejor albergue, con micer Torello llegaron a su casa, donde ya al menos cincuenta de los más ilustres ciudadanos habían venido para recibir a los gentileshombres, alrededor de los cuales acudieron rápidamente a los frenos y espuelas. La cual cosa viendo Saladino y sus compañeros, demasiado bien comprendieron lo que era aquello y dijeron:
-Micer Torello, esto no es lo que os habíamos pedido: bastante habéis hecho esta noche pasada y mucho más de lo que merecemos; por lo que sin inconveniente podíais dejarnos seguir nuestro camino.
A quienes micer Torello repuso:
-Señores, de lo que ayer noche se os hizo estoy yo más agradecido a la fortuna que a vosotros, que a tiempo os alcanzó en el camino para que necesitaseis venir a mi pequeña casa; de lo de esta mañana os quedaré yo obligado y junto conmigo todos estos gentileshombres que están en torno vuestro, a quienes si os parece cortés negaros a almorzar con ellos podéis hacerlo si queréis.
Saladino y sus compañeros, vencidos, desmontaron y recibidos por los gentileshombres alegremente fueron llevados a sus cámaras, las cuales riquísimamente les habían preparado; y dejando las ropas de camino y refrescándose un tanto, a la sala, que espléndidamente estaba aparejada, vinieron; y habiendo sido dada el agua a las manos y sentándose a la mesa con grandísimo orden y hermoso, con muchas viandas fueron magníficamente servidos; tanto que, si el emperador hubiese venido allí, no se habría sabido cómo hacerle más honor. Y aunque Saladino y sus compañeros fuesen grandes señores y acostumbrados a ver grandísimas cosas, no menos se maravillaron mucho de ésta, y les parecía de las mayores, teniendo en cuenta la calidad del caballero, que sabían que era burgués y no noble. Terminada la comida y levantada la mesa, habiendo hablado un tanto de altas cosas, haciendo mucho calor, cuando plugo a micer Torello, los gentileshombres de Pavia se fueron a descansar, y quedándose él con los tres suyos, y entrando con ellos en una cámara, para que ninguna cosa querida para él quedara que visto no hubieran, allí hizo llamar a su valerosa mujer; la cual, siendo hermosísima y alta en su persona y adornada con ricas vestimentas, en medio de dos hijos suyos, que parecían dos angelotes, vino hacia ellos y placenteramente les saludó. Ellos, al verla, se levantaron y con reverencia la recibieron, y haciéndola sentarse entre ellos, gran fiesta hicieron con sus dos hermosos hijitos. Pero luego de que con ellos hubo entrado en agradable conversación, habiéndose ido un poco micer Torello, ella amablemente les preguntó de dónde eran y adónde iban; a quien los gentileshombres respondieron como habían hecho a micer Torello. Entonces la señora, con alegre gesto, dijo:
-Así pues, veo que mi previsión femenina será útil, y por ello os ruego que por especial merced no rehuséis ni tengáis por vil el pequeño presente que voy a hacer traeros, sino considerando que las mujeres, de acuerdo con su pequeño ánimo pequeñas cosas dan, más considerando el buen deseo de quien da que la cantidad del presente, lo toméis.
Y haciendo traer para cada uno dos pares de sobrevestes, una forrada de seda y otra de marta, en nada de burgueses ni de mercaderes, sino de señor, y tres jubones de cendal y lino, dijo:
-Tomad esto: las ropas de mi señor son como las vuestras; las otras cosas, considerando que estáis lejos de vuestras mujeres, y lo largo del camino hecho y el que os queda por hacer, y que los mercaderes son hombres limpios y delicados, aunque poco valgan podrán seros preciadas.
Los gentileshombres se maravillaron y claramente conocieron que micer Torello ninguna clase de cortesía quería dejar de hacerles, y temieron, viendo la nobleza de las ropas, en nada propias de mercaderes, que hubiesen sido reconocidos por micer Torello; pero sin embargo, a la señora respondió uno de ellos:
-Éstas son, señora, grandísimas cosas y no deberíamos tomarlas fácilmente si vuestros ruegos a ello no nos obligasen, a los cuales no puede decirse que no.
Hecho esto y habiendo ya vuelto micer Torello, la señora, encomendándolos a Dios, se separó de ellos, y de cosas semejantes a aquéllas, tal como a ellos convenía, hizo proveer a los criados. Micer Torello con muchos ruegos les pidió que todo aquel día se quedasen con él; por lo que, después que hubieron dormido, poniéndose sus ropas, con micer Torello un rato cabalgaron por la ciudad, y venida la hora de la cena, con muchos honorables compañeros magníficamente cenaron. Y cuando fue el momento, yéndose a descansar, al venir el día se levantaron y encontraron en el lugar de sus rocines cansados, tres gordos palafrenes y buenos y semejantemente caballos nuevos y fuertes para todos sus criados. La cual cosa viendo Saladino, volviéndose a sus compañeros, dijo:
-Juro ante Dios que hombre más cumplido ni más cortés ni más precavido que éste no lo ha habido nunca; y si los reyes cristianos son tales reyes en su condición como éste es caballero, el sultán de Babilonia no podrá enfrentarse siquiera con uno, ¡no digamos con todos los que vemos que se preparan para echársele encima!
Pero sabiendo que negarse a recibirlos no era oportuno, muy cortésmente agradeciéndolo, montaron a caballo. Micer Torello, con muchos compañeros, gran trecho en el camino les acompañaron fuera de la ciudad, y por mucho que a Saladino le doliese separarse de micer Torello, tanto se había prendado ya de él, le rogó que atrás se volviese, teniendo que irse; el cual, por muy duro que le fuese separarse de ellos, dijo:
-Señores, lo haré porque os place, pero os diré esto: yo no sé quiénes sois ni deseo saber más de lo que os plazca; pero seáis quienes seáis, que sois mercaderes no me dejaréis creyendo esta vez: y que Dios os guarde.
Saladino, habiendo ya de todos los compañeros de micer Torello tomado licencia, le repuso diciendo:
-Señor, podrá todavía suceder que os hagamos ver nuestra mercancía, con la cual vuestra creencia aseguraremos; e idos con Dios.
Se fueron, pues, Saladino y sus compañeros, con grandísimo ánimo de (si la vida les duraba y la guerra que esperaban no lo impidiese) hacer aún no menor honor a micer Torello del que éste le había hecho; y mucho de él y de su mujer y de todas sus cosas y actos y hechos habló con sus compañeros, alabándolo todo. Pero luego que todo Poniente, no sin gran fatiga, hubo corrido, entrando en el mar, con sus compañeros se volvió a Alejandría, y plenamente informado, se dispuso a la defensa. Micer Torello se volvió a Pavia y mucho estuvo pensando que quiénes serían aquellos tres, pero nunca a la verdad llegó, ni se aproximó. Llegando el tiempo de la cruzada y haciéndose grandes preparativos por todas partes, micer Torello, no obstante los ruegos de su mujer y las lágrimas, se dispuso a irse de todas las maneras; y habiendo hecho todos los preparativos y estando a punto de montar a caballo, dijo a su mujer, a quien sumamente amaba:
-Mujer, como ves, me voy a esta cruzada tanto por el honor del cuerpo como por la salvación del alma; te encomiendo todas nuestras cosas y nuestro honor; y como estoy seguro de irme, y de volver, por mil accidentes que puedan sobrevenir, ninguna certeza tengo, quiero que me concedas una gracia: que suceda lo que suceda de mí, si no tienes noticia cierta de mi vida, que me esperes un año y un mes y un día sin volver a casarte, comenzando con este día que de ti me separo.
La mujer, que mucho lloraba, repuso:
-Micer Torello, no sé cómo voy a soportar el dolor en el cual, al partiros, me dejáis: pero si mi vida es más fuerte que él y algo os acaeciese, vivid y morid seguro de que viviré y moriré como mujer de micer Torello y de su memoria.
A la cual micer Torello dijo:
-Mujer, certísimo estoy de que, en cuanto esté en ti sucederá esto que me prometes; pero eres mujer joven y hermosa y de gran linaje, y tu virtud es muy conocida por todos; por la cual cosa no dudo que muchos grandes y gentileshombres, si nada de mí se supiera, te pedirán por mujer a tus hermanos y parientes, de cuyos consejos, aunque lo quieras, no podrás defenderte y por fuerza tendrás que complacerlos; y éste es el motivo por el cual este plazo y no mayor te pido.
La mujer dijo:
-Yo haré lo que pueda de lo que os he dicho; y si otra cosa tuviera que hacer; os obedeceré en esto que me ordenáis, con certeza. Ruego a Dios que a tales plazos ni a vos ni a mí nos lleven estos tiempos.
Terminadas estas palabras, la señora, llorando, se abrazó a micer Torello, y quitándose del dedo un anillo se lo dio, diciendo:
-Si sucede que muera yo antes de que os vuelva a ver, acordaos de mí cuando lo veáis.
Y él, cogiéndolo, montó a caballo, y diciendo adiós a todo el mundo, se fue a su viaje; y llegado a Génova con su compañía, subiendo a la galera, se fue, y en poco tiempo llegó a Acre y con otro ejército de los cristianos se unió. En el cual casi inmediatamente comenzó una grandísima enfermedad y mortandad, durante la cual, fuese cual fuese el arte o la fortuna de Saladino, casi todo lo que quedó de los cristianos que se salvaron fueron por él apresados a mansalva, y por muchas ciudades repartidos y puestos en prisión; entre los cuales presos fue uno micer Torello, y a Alejandría llevado preso. Donde, no siendo conocido y temiendo darse a conocer, por la necesidad obligado se dedicó a domesticar halcones, en lo que era grandísimo maestro; y de esto llegó la noticia a Saladino, por lo que lo sacó de la prisión y se quedó con él como halconero. Micer Torello, que no era llamado por Saladino sino «el cristiano», a quien no reconocía, ni el sultán a él, solamente en Pavia tenía el ánimo, y muchas veces había intentado escaparse, y no había podido hacerlo; por lo que, venidos ciertos genoveses como embajadores a Saladino para rescatar a algunos conciudadanos suyos, y teniendo que irse, pensó en escribirle a su mujer que estaba vivo y que volvería con ella lo antes que pudiese, y que lo esperase; y así lo hizo, y caramente rogó a uno de los embajadores, que conocía, que hiciese que aquellas noticias llegasen a manos del abad de San Pietro en Cieldoro, que era su tío. Y estando en estos términos micer Torello, sucedió un día que, hablando con él Saladino de sus aves, micer Torello comenzó a sonreír e hizo un gesto con la boca en que Saladino, estando en su casa de Pavia, se había fijado mucho, por el cual acto a Saladino le vino a la mente micer Torello; y comenzó a mirarlo fijamente y le pareció él; por lo que, dejando la primera conversación, dijo:
-Dime, cristiano, ¿de qué país de Poniente eres tú?
-Señor mío -dijo micer Torello-, soy lombardo, de una ciudad llamada Pavia, hombre pobre y de baja condición.
Al oír esto Saladino, casi seguro de lo que dudaba, se dijo alegre:
«¡Dios me ha dado la ocasión de mostrar a éste cuánto me agradó su cortesía!» Y sin decir más, haciendo preparar en una alcoba todos sus vestidos, le condujo dentro y dijo:
-Mira, cristiano, si entre estas ropas hay alguna que alguna vez hayas visto.
Micer Torello comenzó a mirar y vio aquellas que su mujer le había dado a Saladino, pero no juzgó que podían ser aquéllas; pero respondió:
-Señor mío, ninguna conozco, aunque es verdad que aquellas dos se parecen a ropas con que yo, además de tres mercaderes que en mi casa estuvieron, anduve vestido.
Entonces Saladino, no pudiendo ya contenerse, lo abrazó tiernamente, diciendo:
-Vos sois micer Torello de Strá, y yo soy uno de los tres mercaderes a los cuales vuestra mujer dio estas ropas; y ahora ha llegado el tiempo de asegurar vuestra creencia en lo que era mi mercancía, como al separarme de vos os dije que podría suceder.
Micer Torello, al oír esto, comenzó a ponerse contentísimo y a avergonzarse; y a estar contento de haber tenido tal huésped, y a avergonzarse de que pobremente le parecía haberlo recibido; al cual Saladino dijo:
-Micer Torello, puesto que Dios os ha enviado a mí, pensad que no yo de ahora en adelante sino que vos aquí sois el dueño.
Y haciéndose fiestas grandes por igual, con reales vestidos lo hizo vestir, y llevándole ante sus barones más ilustres y habiendo dicho muchas cosas en alabanza de su valor, ordenó que por cualquiera que su gracia apreciase tan honrado fuese como su persona; lo que de entonces en adelante todos hicieron, pero mucho más que los otros los dos señores que habían sido compañeros de Saladino en su casa. La altura de la súbita gloria en que se vio micer Torello, algo las cosas lombardas le hizo olvidar, y máximamente porque con seguridad esperaba que sus cartas hubieran llegado a su tío. Había, en el campo donde estaba el ejército de los cristianos, el día que fueron apresados por Saladino, muerto y sido sepultado un caballero provenzal de poca monta cuyo nombre era micer Torello de Dignes; por la cual cosa, siendo micer Torello de Strá a causa de su nobleza conocido por el ejército, cualquiera que oyó decir «Ha muerto micer Torello», creyó que era micer Torello de Strá y no el de Dignes; y el accidente del apresamiento que sobrevino no dejó que los engañados saliesen de su error. Por lo que muchos itálicos volvieron con esta noticia, entre los cuales los hubo tan presuntuosos que osaron decir que lo habían visto muerto y habían asistido a su sepultura; la cual cosa, sabida por la mujer y por sus parientes, fue ocasión de grandísimo e indecible pesar no solamente de ellos, sino de todos los que lo habían conocido. Largo sería de exponer cuál fue y cuánto el dolor y la tristeza y el llanto de su mujer; a la cual, después de algunos meses en que se había dolido con tribulación continua, y había empezado a dolerse menos, siendo solicitada por los más ilustres hombres de Lombardía, sus hermanos y todos sus demás parientes empezaron a pedirle que se casara, a lo que ella muchas veces y con grandísimo llanto habiéndose negado, obligada, al final tuvo que hacer lo que querían sus parientes, con esta condición: que habría de estar sin convivir con el marido tanto cuanto le había prometido a micer Torello. Mientras en Pavia estaban las cosas de la señora en estos términos, y ya unos ocho días antes del plazo en que debía ir a vivir con su marido, sucedió que micer Torello vio en Alejandría un día a uno que había visto subir con los embajadores genoveses a la galera que venía a Génova; por lo que, haciéndole llamar, le preguntó que qué viaje habían tenido y cuándo habían llegado a Génova. Al cual dijo éste:
-Señor mío, mal viaje hizo la galera, tal como oí en Creta, donde me quedé; porque estando cerca de Sicilia, se levantó una peligrosa tramontana que contra los bajíos de Berbería la arrojó, y no se salvó un alma; y entre los demás perecieron dos hermanos míos.
Micer Torello, creyendo las palabras de aquél, que eran veracísimas, y acordándose de que el plazo que le había pedido a su mujer terminaba de allí a pocos días, y dándose cuenta que nada de él debía saberse en Pavia, tuvo por cierto que su mujer debía haber vuelto a casarse; con lo que cayó en tan gran dolor que, perdidas las ganas de comer y echándose en la cama, decidió morir. La cual cosa, cuando llegó a oídos de Saladino, que sumamente le amaba, vino a verle; y luego de muchos ruegos y grandes que le hizo, sabida la razón de su dolor y de su enfermedad, le reprochó mucho no habérsela dicho antes, y luego le rogó que se animase, asegurándole que, si lo hacia, él obraría de modo que estuviese en Pavia antes del plazo dado; y le dijo cómo. Micer Torello, dando fe a las palabras de Saladino, y habiendo muchas veces oído decir que aquello era posible y se había hecho muchas veces, comenzó a animarse, y a pedir a Saladino que se apresurase en ello. Saladino, a un nigromante suyo cuyo arte ya había experimentado, le ordenó que arreglase la manera de que micer Torello, sobre una cama fuese transportado a Pavia en una noche; a quien el nigromante respondió que así sería hecho, pero que por bien suyo lo adormeciese. Arreglado esto, volvió Saladino a Micer Torello, y hallándolo completamente determinado a estar en Pavia antes del plazo dado, si pudiera ser, y si no pudiera a dejarse morir, le dijo así:
-Micer Torello, si tiernamente amáis a vuestra mujer y teméis que pueda ser de otro, sabe Dios que yo en nada puedo reprochároslo porque de cuantas mujeres me parece haber visto ella es quien por sus costumbres, sus maneras y su porte (dejando la hermosura, que es flor caduca) más digna me parece de alabarse y tenerse en aprecio. Me habría complacido muchísimo que, puesto que la fortuna os había mandado aquí, el tiempo que vos y yo vivir debamos, en el gobierno del reino que yo tengo igualmente señores, hubiésemos vivido juntos; y si esto no me hubiera sido concedido por Dios, ya que habría de veniros al ánimo o querer la muerte o encontraros en Pavia al final del plazo impuesto, sumamente habría deseado saberlo a tiempo de poder mandaros a vuestra casa con el honor, la grandeza, la compañía que vuestra virtud merece; lo que, puesto que no me ha sido concedido, y vos deseáis estar allí presente, tal como puedo y en la forma que os he dicho os mandaré.
A quien micer Torello dijo:
-Señor mío, sin vuestras palabras, vuestros actos me han demostrado bien vuestra benevolencia, que por mí nunca en tan supremo grado fue merecida, y de lo que decís, aunque no lo dijeseis, vivo y moriré certísimo; pero tal como he decidido, os ruego que lo que me habéis dicho que vais a hacer lo hagáis pronto, porque mañana es el último día en que deben esperarme.
Saladino dijo que aquello sin duda estaba arreglado; y el día siguiente, esperando mandarlo a la noche siguiente, hizo Saladino hacer en una gran sala un hermosísimo y rico lecho con todos los colchones, según su costumbre, de velludo y drapeados de oro, y poner por encima una colcha labrada con arabescos de perlas gordísimas y de riquísimas piedras preciosas, la cual fue después aquí tenida por un incalculable tesoro, y dos almohadones tales como semejante lecho requería; y hecho esto, mandó que a micer Torello, que ya estaba repuesto, le pusiesen un traje a la guisa sarracena, que era la cosa más rica y más bella que nunca nadie había visto, y la cabeza, a su manera, hizo que se la envolvieran en uno de sus larguísimos turbantes. Y siendo ya tarde, Saladino entró, con muchos de sus barones, en la alcoba donde Micer Torello estaba, y sentándose a su lado, casi llorando, comenzó a decir:
-Micer Torello, el momento que va a separarme de vos está cerca, y como yo no puedo acompañaros ni haceros acompañar, por la condición del camino que tenéis que hacer, que no lo sufre, aquí en la alcoba tengo que despedirme de vos, a lo que he venido. Y por ello, antes de dejaros con Dios, os ruego que por el amor a la amistad que hay entre nosotros, que no os olvidéis de mí, y si es posible, antes de que nos llegue nuestra hora, que vos, habiendo puesto en orden vuestras cosas en Lombardía, una vez por lo menos vengáis a verme para que pueda yo entonces, habiéndome alegrado con veros, enmendar la falta que ahora por vuestra prisa tengo que cometer; y hasta que esto suceda, no os sea enojoso visitarme con cartas y pedirme las cosas que os gusten, que con más agrado por vos que por ningún hombre del mundo lo haré con seguridad.
Micer Torello no pudo retener las lágrimas, y por ello, impedido por ellas, contestó con pocas palabras que era imposible que nunca sus beneficios y su valor se le fuesen de la memoria, y que sin falta lo que le pedía haría si es que el tiempo le era concedido. Por lo que Saladino, tiernamente abrazándolo y besándolo, con muchas lágrimas le dijo:
-Idos con Dios -y salió de la alcoba, y los demás barones después de él se despidieron y se fueron con Saladino a la sala donde había hecho preparar el lecho.
Pero siendo tarde ya y el nigromante estando en espera de hacer aquello y preparándolo, vino un médico con un brebaje para micer Torello y diciéndole que se lo daba para fortalecerle, se lo hizo beber: y no pasó mucho sin que se durmiese. Y así durmiendo fue llevado por mandato de Saladino al hermoso lecho sobre el cual puso él una grande y bella corona de gran valor, y la señaló de manera que claramente se vio después que Saladino se la mandaba a la mujer de micer Torello. Después, le puso a micer Torello en el dedo un anillo en el que había engastado un carbunclo tan reluciente que una antorcha encendida parecía, cuyo valor era inestimable; luego le hizo ceñir una espada guarnecida de manera que su valor no podría apreciarse con facilidad, y además de esto un broche que le hizo prender en el pecho en el que había perlas cuyas semejantes nunca habían sido vistas, con otras muchas piedras preciosas, y luego, a cada uno de sus costados, hizo poner dos grandísimos aguamaniles de oro llenos de doblones y muchas redecillas de perlas, y anillos, y cinturones, y otras cosas que largo sería contarlas, hizo que le pusiesen en torno. Y hecho esto, otra vez besó a micer Torello y dijo al nigromante que se diese prisa; por lo que, incontinenti, en presencia de Saladino, el lecho llevando a micer Torello, desapareció de allí, y Saladino se quedó hablando de él con sus barones.
Y ya en la iglesia de San Pietro en Cieldoro de Pavia, tal como lo había pedido, llevaba un rato posando micer Torello con todas las antes dichas joyas y adornos, y todavía dormía, cuando habiendo tocado ya a maitines, el sacristán entró en la iglesia con una luz en la mano; y le sucedió que súbitamente vio el rico lecho y no tan sólo se maravilló sino que, sintiendo un miedo grandísimo, huyendo se volvió atrás: al cual viendo huir el abad y los monjes, se maravillaron y le preguntaron la razón. El monje la dijo.
-¡Oh! -dijo el abad-, pues no eres ya ningún niño ni eres tan nuevo en la iglesia para espantarte tan fácilmente; vamos nosotros, pues, y veamos qué coco has visto.
Encendidas, pues, más luces, el abad con todos sus monjes entrando en la iglesia vieron este lecho tan maravilloso y rico, y sobre él el caballero que dormía; y mientras, temerosos y tímidos, sin acercarse nada al lecho las nobles joyas miraban, sucedió que, habiendo pasado la virtud del brebaje, micer Torello, despertándose, lanzó un suspiro. Los monjes al ver esto y el abad con ellos, espantados y gritando: "¡Señor, ayúdanos!", huyeron todos.
Micer Torello, abiertos los ojos y mirando alrededor, conoció claramente que estaba allí donde le había pedido a Saladino, de lo que se puso muy contento; por lo que, sentándose en el lecho y detalladamente mirando todo lo que tenía alrededor, por mucho que hubiera conocido ya la magnificencia de Saladino, le pareció ahora mayor y más la conoció. Sin embargo, sin moverse, viendo a los monjes huir y dándose cuenta de por qué, comenzó por su nombre a llamar al abad y a rogarle que no temiese, porque él era Torello su sobrino. El abad, al oír esto, sintió mayor miedo como quien por muerto lo tenía desde hacia meses; pero luego de un tanto, tranquilizado por verdaderas pruebas, sintiéndose llamar, haciendo la señal de la santa cruz, se acercó a él; al cual micer Torello dijo:
-Oh, padre mío, ¿qué teméis? Estoy vivo, gracias a Dios, y aquí he vuelto de ultramar.
El abad, a pesar de que tenía la barba larga y estaba en traje morisco, después de un tanto lo reconoció, y tranquilizándose por completo, le cogió de la mano, y dijo:
-Hijo mío, ¡seas bien venido!
Y siguió:
-No debes maravillarte de nuestro miedo porque en esta tierra no hay hombre que no crea firmemente que estás muerto, tanto que te diré sólo que doña Adalieta tu mujer, vencida por los ruegos y las amenazas de sus parientes y contra su voluntad, se ha vuelto a casar; y hoy por la mañana debe irse con su marido, y las bodas y todo lo que se necesita para la fiesta está preparado.
Micer Torello, levantándose del rico lecho y haciendo al abad y a los monjes maravillosas fiestas, pidió a todos que de su vuelta no hablasen con nadie hasta que no hubiese él resuelto un asunto suyo. Después de esto, haciendo poner a salvo las ricas joyas, lo que le había sucedido hasta aquel momento le contó al abad.
El abad, contento de sus aventuras, con él dio gracias a Dios. Después de esto, preguntó micer Torello al abad que quién era el nuevo marido de su mujer. El abad se lo dijo, a quien micer Torello dijo:
-Antes que se sepa que he vuelto quiero ver el comportamiento que tiene mi mujer en estas bodas; y por ello, aunque no sea costumbre que los religiosos vayan a tales convites, quiero que por mi amor lo arregléis de manera que los dos vayamos.
El abad contestó que de buena gana; y al hacerse de día mandó un recado al recién casado diciendo que con un compañero quería asistir a sus bodas; a quien el gentilhombre repuso que mucho le placía. Llegada, pues, la hora de la comida, micer Torello, con aquel traje que llevaba, se fue con el abad a casa del recién casado, mirado con asombro por quien le veía, pero no reconocido por ninguno; y el abad decía a todos que era un sarraceno enviado por el sultán al rey de Francia como embajador. Y, pues, micer Torello sentado a una mesa exactamente frente a su mujer, a quien con grandísimo placer miraba; y en el gesto le parecía molesta por estas bodas. Ella también alguna vez le miraba, no porque le reconociese en nada (que la larga barba y el extraño traje y la firme creencia de que estaba muerto no se lo permitían), sino por la rareza del traje. Pero cuando le pareció oportuno a micer Torello ver si se acordaba de él, quitándose del dedo el anillo que su mujer le había dado se separó de ella, hizo llamar a un jovencito que delante de él estaba sirviendo, y le dijo:
-Di de mi parte a la recién casada que en mi país se acostumbra, cuando algún forastero como yo come en el banquete de una recién casada, como es ella, en señal de que gusta de que él haya venido a comer, que ella le manda la copa en la que bebe llena de vino; con lo cual luego de que el forastero ha bebido lo que guste, tapándola de nuevo, la novia bebe el resto.
El jovencito dio el recado a la señora, la cual, como cortés y discreta, pensando que aquél era un gran infanzón, para mostrar que le agradaba su llegada, una gran copa dorada, que tenía delante, mandó que fuese lavada y colmada de vino y llevada al gentilhombre; y así se hizo. Micer Torello, que se había metido en la boca su anillo, hizo de manera que lo dejó caer en la copa sin que nadie se diese cuenta, y dejando un poco de vino, la tapó y se la envió a la señora. La cual, cogiéndola, para cumplir la costumbre, destapándola se la llevó a la boca y vio el anillo, y sin decir nada lo estuvo mirando un rato; y reconociéndolo como el que ella le había dado al irse a micer Torello, lo cogió, y mirando fijamente al que creía forastero, y reconociéndolo, como si se hubiese vuelto loca, tirando al suelo la mesa que tenía delante, gritó:
-¡Es mi señor, es verdaderamente micer Torello!
Y corriendo a la mesa a la que él estaba sentado, sin importarle sus ropas ni nada de lo que hubiese sobre la mesa, echándose contra él cuando pudo, lo abrazó fuertemente y no se la pudo arrancar de su cuello, por dicho ni hecho de nadie que allí estuviera, hasta que micer Torello le dijo que se compusiese un poco porque tiempo para abrazarlo le sería aún concedido mucho. Entonces ella, enderezándose, estando ya las bodas todas turbadas y en parte más alegres que nunca por la recuperación de tal caballero, rogados por él, todos callaron; por lo que micer Torello desde el día de su partida hasta aquel momento, lo que le había sucedido a todos narró, concluyendo que al gentilhombre que, creyéndole muerto, había tomado por mujer a la suya, si estando vivo se la quitaba, no debía parecerle mal. El recién casado, aunque un tanto burlado se sintiese, generosamente y como amigo respondió que de sus cosas podía hacer lo que más le agradase. La señora, el anillo y la corona recibidas del nuevo marido allí las dejó y se puso aquel que de la copa había cogido, e igualmente la corona que le había mandado el sultán; y saliendo de la casa en donde estaban, con toda la pompa de unas bodas hasta la casa de micer Torello fueron, y allí los desconsolados amigos y parientes y todos los ciudadanos, que le miraban como si fuese resucitado, con larga y alegre fiesta se consolaron. Micer Torello, dando de sus preciosas joyas una parte a quien había hecho el gasto de las bodas y al abad y a muchos otros, y por más de un mensajero haciendo saber su feliz repatriación a Saladino, declarándose su amigo y servidor, muchos años con su valerosa mujer vivió después, siendo más cortés que nunca.
Este fue, pues, el fin de las desdichas de micer Torello y de las de su amada mujer, y el galardón de sus alegres y espontáneas cortesías. Las cuales, muchos se esfuerzan en hacer que, aunque tengan con qué, saben tan mal hacerlas que las hacen pagar más de lo que valen; por lo que, si de ellas no se sigue recompensa, no deben maravillarse, ni ellos ni otros.



NOVELA DÉCIMA

El marqués de Saluzzo, obligado por los ruegos de sus vasallos a tomar mujer, para tomarla a su gusto elige a la hija de un villano, de la que tiene dos hijos, a los cuales le hace creer que mata; luego, mostrándole aversión y que ha tomado otra mujer, haciendo volver a casa a su propia hija como si fuese su mujer, y habiéndola a ella echado en camisa y encontrándola paciente en todo, más amada que nunca haciéndola volver a casa, le muestra a sus hijos grandes y como a marquesa la honra y la hace honrar.

Terminada la larga novela del rey, que mucho había gustado a todos a lo que mostraban en sus gestos, Dioneo dijo riendo:
-El buen hombre que esperaba a la noche siguiente hacer bajar la cola tiesa del espantajo no habría dado más de dos sueldos por todas las alabanzas que hacéis de micer Torello.
Y después, sabiendo que sólo faltaba él por narrar, comenzó:
Benignas señoras mías, a lo que me parece, este día de hoy ha estado dedicado a los reyes y a los sultanes y a gente semejante; y por ello, para no apartarme demasiado de vosotras, voy a contar de un marqués no una cosa magnífica, sino una solemne barbaridad, aunque terminase con buen fin; la cual no aconsejo a nadie que la imite porque una gran lástima fue que a aquél le saliese bien.
Hace ya mucho tiempo, fue el mayor de la casa de los marqueses de Saluzzo un joven llamado Gualtieri, el cual estando sin mujer y sin hijos, no pasaba en otra cosa el tiempo sino en la cetrería y en la caza, y ni de tomar mujer ni de tener hijos se ocupaban sus pensamientos; en lo que había que tenerlo por sabio. La cual cosa, no agradando a sus vasallos, muchas veces le rogaron que tomase mujer para que él sin herederos y ellos sin señor no se quedasen, ofreciéndole a encontrársela tal, y de tal padre y madre descendiente, que buena esperanza pudiesen tener, y alegrarse mucho con ello. A los que Gualtieri repuso:
-Amigos míos, me obligáis a algo que estaba decidido a no hacer nunca, considerando qué dura cosa sea encontrar alguien que bien se adapte a las costumbres de uno, y cuán grande sea la abundancia de lo contrario, y cómo es una vida dura la de quien da con una mujer que no le convenga bien. Y decir que creéis por las costumbres de los padres y de las madres conocer a las hijas, con lo que argumentáis que me la daréis tal que me plazca, es una necedad, como sea que no sepa yo cómo podéis saber quiénes son sus padres ni los secretos de sus madres; y aun conociéndolos, son muchas veces los hijos diferentes de los padres y las madres. Pero puesto que con estas cadenas os place anudarme, quiero daros gusto; y para que no tenga que quejarme de nadie sino de mí, si mal sucediesen las cosas, quiero ser yo mismo quien la encuentre, asegurándoos que, sea quien sea a quien elija, si no es como señora acatada por vosotros, experimentaréis para vuestro daño cuán penoso me es tomar mujer a ruegos vuestros y contra mi voluntad.
Los valerosos hombres respondieron que estaban de acuerdo con que él se decidiese a tomar mujer.
Habían gustado a Gualtieri hacía mucho tiempo las maneras de una pobre jovencita que vivía en una villa cercana a su casa, y pareciéndole muy hermosa, juzgó que con ella podría llevar una vida asaz feliz; y por ello, sin más buscar, se propuso casarse con ella; y haciendo llamar a su padre, que era pobrísimo, convino con él tomarla por mujer. Hecho esto, hizo Gualtieri reunirse a todos sus amigos de la comarca y les dijo:
-Amigos míos, os ha placido y place que me decida a tomar mujer, y me he dispuesto a ello más por complaceros a vosotros que por deseo de mujer que tuviese. Sabéis lo que me prometisteis: es decir, que estaríais contentos y acataríais como señora a cualquiera que yo eligiese; y por ello, ha llegado el momento en que pueda yo cumpliros mi promesa y en que vos cumpláis la vuestra. He encontrado una joven de mi gusto muy cerca de aquí que entiendo tomar por mujer y traérmela a casa dentro de pocos días: y por ello, pensad en preparar una buena fiesta de bodas y en recibirla honradamente para que me pueda sentir satisfecho con el cumplimiento de vuestra promesa como vos podéis sentiros con el mío.
Los hombres buenos, todos contentos, respondieron que les placía y que, fuese quien fuese, la tendrían por señora y la acatarían en todas las cosas como a señora; y después de esto todos se pusieron a preparar una buena y alegre fiesta, y lo mismo hizo Gualtieri. Hizo preparar unas bodas grandísimas y hermosas, e invitar a muchos de sus amigos y parientes y a muchos gentileshombres y a otros de los alrededores; y además de esto hizo cortar y coser muchas ropas hermosas y ricas según las medidas de una joven que en la figura le parecía como la jovencita con quien se había propuesto casarse, y además de esto dispuso cinturones y anillos y una rica y bella corona, y todo lo que se necesitaba para una recién casada. Y llegado el día que había fijado para las bodas, Gualtieri, a la hora de tercia, montó a caballo, y todos los demás que habían venido a honrarlo; y teniendo dispuestas todas las cosas necesarias, dijo:
-Señores, es hora de ir a por la novia.
Y poniéndose en camino con toda su comitiva llegaron al villorrio; y llegados a casa del padre de la muchacha, y encontrándola a ella que volvía de la fuente con agua, con mucha prisa para ir después con otras mujeres a ver la novia de Gualtieri, cuando la vio Gualtieri la llamó por su nombre -es decir, Griselda- y le preguntó dónde estaba su padre; a quien ella repuso vergonzosamente:
-Señor mío, está en casa.
Entonces Gualtieri, echando pie a tierra y mandando a todos que esperasen, solo entró en la pobre casa, donde encontró al padre de ella, que se llamaba Giannúculo, y le dijo:
-He venido a casarme con Griselda, pero antes quiero que ella me diga una cosa en tu presencia.
Y le preguntó si siempre, si la tomaba por mujer, se ingeniaría en complacerle y en no enojarse por nada que él dijese o hiciese, y si sería obediente, y semejantemente otras muchas cosas, a las cuales, a todas contestó ella que sí. Entonces Gualtieri, cogiéndola de la mano, la llevó fuera, y en presencia de toda su comitiva y de todas las demás personas hizo que se desnudase; y haciendo venir los vestidos que le había mandado hacer, prestamente la hizo vestirse y calzarse, y sobre los cabellos, tan despeinados como estaban, hizo que le pusieran una corona, y después de esto, maravillándose todos de esto, dijo:
-Señores, ésta es quien quiero que sea mi mujer, si ella me quiere por marido.
Y luego, volviéndose a ella, que avergonzada de sí misma y titubeante estaba, le dijo:
-Griselda, ¿me quieres por marido?
A quien ella repuso:
-Señor mío, sí.
Y él dijo:
-Y yo te quiero por mujer.
Y en presencia de todos se casó con ella; y haciéndola montar en un palafrén, honrosamente acompañada se la llevó a su casa. Hubo allí grandes y hermosas bodas, y una fiesta no diferente de que si hubiera tomado por mujer a la hija del rey de Francia. La joven esposa pareció que con los vestidos había cambiado el ánimo y el comportamiento. Era, como ya hemos dicho, hermosa de figura y de rostro, y todo lo hermosa que era pareció agradable, placentera y cortés, que no hija de Giannúculo y pastora de ovejas parecía haber sido sino de algún noble señor; de lo que hacía maravillarse a todo el mundo que antes la había conocido; y además de esto era tan obediente a su marido y tan servicial que él se tenía por el más feliz y el más pagado hombre del mundo; y de la misma manera, para con los súbditos de su marido era tan graciosa y tan benigna que no había ninguno de ellos que no la amase y que no la honrase de grado, rogando todos por su bien y por su prosperidad y por su exaltación, diciendo (los que solían decir que Gualtieri había obrado como poco discreto al haberla tomado por mujer) que era el más discreto y el más sagaz hombre del mundo, porque ninguno sino él habría podido conocer nunca la alta virtud de ésta escondida bajo los pobres paños y bajo el hábito de villana. Y en resumen, no solamente en su marquesado, sino en todas partes, antes de que mucho tiempo hubiera pasado, supo ella hacer de tal manera que hizo hablar de su valor y de sus buenas obras, y volver en sus contrarias las cosas dichas contra su marido por causa suya (si algunas se habían dicho) al haberse casado con ella. No había vivido mucho tiempo con Gualtieri cuando se quedó embarazada, y en su momento parió una niña, de lo que Gualtieri hizo una gran fiesta. Pero poco después, viniéndosele al ánimo un extraño pensamiento, esto es, de querer con larga experiencia y con cosas intolerables probar su paciencia, primeramente la hirió con palabras, mostrándose airado y diciendo que sus vasallos muy descontentos estaban con ella por su baja condición, y especialmente desde que veían que tenía hijos, y de la hija que había nacido, tristísimos, no hacían sino murmurar. Cuyas palabras oyendo la señora, sin cambiar de gesto ni de buen talante en ninguna cosa, dijo:
-Señor mío, haz de mí lo que creas que mejor sea para tu honor y felicidad, que yo estaré completamente contenta, como que conozco que soy menos que ellos y que no era digna de este honor al que tú por tu cortesía me trajiste.
Gualtieri amó mucho esta respuesta, viendo que no había entrado en ella ninguna soberbia por ningún honor de los que él u otros le habían hecho. Poco tiempo después, habiendo con palabras generales dicho a su mujer que sus súbditos no podían sufrir a aquella niña nacida de ella, informando a un siervo suyo, se lo mandó, el cual con rostro muy doliente le dijo:
-Señora, si no quiero morir tengo que hacer lo que mi señor me manda. Me ha mandado que coja a esta hija vuestra y que... -y no dijo más.
La señora, oyendo las palabras y viendo el rostro del siervo, y acordándose de las palabras dichas, comprendió que le había ordenado que la matase; por lo que prestamente, cogiéndola de la cuna y besándola y bendiciéndola, aunque con gran dolor en el corazón sintiese, sin cambiar de rostro, la puso en brazos del siervo y le dijo:
-Toma, haz por entero lo que tu señor y el mío te ha ordenado; pero no dejes que los animales y los pájaros la devoren salvo si él lo mandase.
El siervo, cogiendo a la niña y contando a Gualtieri lo que dicho había la señora, maravillándose él de su paciencia, la mandó con ella a Bolonia a casa de una pariente, rogándole que sin nunca decir de quién era hija, diligentemente la criase y educase. Sucedió después que la señora se quedó embarazada, y al debido tiempo parió un hijo varón, lo que carísimo fue a Gualtieri; pero no bastándole lo que había hecho, con mayor golpe hirió a su mujer, y con rostro airado le dijo un día:
-Mujer, desde que tuviste este hijo varón de ninguna guisa puedo vivir con esta gente mía, pues tan duramente se lamentan que un nieto de Giannúculo deba ser su señor después de mí, por lo que dudo que, si no quiero que me echen, no tenga que hacer lo que hice otra vez, y al final dejarte y tomar otra mujer.
La mujer le oyó con paciente ánimo y no contestó sino:
-Señor mío, piensa en contentarte a ti mismo y satisfacer tus gustos, y no pienses en mí, porque nada me es querido sino cuando veo que te agrada.
Luego de no muchos días, Gualtieri, de aquella misma manera que había mandado a por la hija, mandó a por el hijo, y semejantemente mostrando que lo había hecho matar, a criarse lo mandó a Bolonia, como había mandado a la niña; de la cual cosa, la mujer, ni otro rostro ni otras palabras dijo que había dicho cuando la niña, de lo que Gualtieri mucho se maravillaba, y afirmaba para sí mismo que ninguna otra mujer podía hacer lo que ella hacía: y si no fuera que afectuosísima con los hijos, mientras a él le placía, la había visto, habría creído que hacía aquello para no preocuparse más de ellos, mientras que sabía que lo hacía como discreta. Sus súbditos, creyendo que había hecho matar a sus hijos mucho se lo reprochaban y lo reputaban como hombre cruel, y de su mujer tenían gran compasión; la cual, con las mujeres que con ella se dolían de los hijos muertos de tal manera nunca dijo otra cosa sino que aquello le placía a aquel que los había engendrado.
Pero habiendo pasado muchos años después del nacimiento de la niña, pareciéndole tiempo a Gualtieri de hacer la última prueba de la paciencia de ella, a muchos de los suyos dijo que de ninguna guisa podía sufrir más el tener por mujer a Griselda y que se daba cuenta de que mal y juvenilmente había obrado, y por ello en lo que pudiese quería pedirle al Papa que le diera dispensa para que pudiera tomar otra mujer y dejar a Griselda; de lo que le reprendieron muchos hombres buenos, a quienes ninguna otra cosa respondió sino que tenía que ser así. Su mujer, oyendo estas cosas y pareciéndole que tenía que esperar volverse a la casa de su padre, y tal vez a guardar ovejas como había hecho antes, y ver a otra mujer tener a aquel a quien ella quería todo lo que podía, mucho en su interior sufría; pero, tal como había sufrido otras injurias de la fortuna, así se dispuso con tranquilo semblante a soportar ésta. No mucho tiempo después, Gualtieri hizo venir sus cartas falsificadas de Roma, y mostró a sus súbditos que el Papa, con ellas, le había dado dispensa para poder tomar otra mujer y dejar a Griselda; por lo que, haciéndola venir delante, en presencia de muchos le dijo:
-Mujer, por concesión del Papa puedo elegir otra mujer y dejarte a ti; y porque mis antepasados han sido grandes gentileshombres y señores de este dominio, mientras los tuyos siempre han sido labradores, entiendo que no seas más mi mujer, sino que te vuelvas a tu casa con Giannúculo con la dote que me trajiste, y yo luego, otra que he encontrado apropiada para mí, tomaré.
La mujer, oyendo estas palabras, no sin grandísimo trabajo (superior a la naturaleza femenina) contuvo las lágrimas, y respondió:
-Señor mío, yo siempre he conocido mi baja condición y que de ningún modo era apropiada a vuestra nobleza, y lo que he tenido con vos, de Dios y de vos sabía que era y nunca mío lo hice o lo tuve, sino que siempre lo tuve por prestado; os place que os lo devuelva y a mí debe placerme devolvéroslo: aquí está vuestro anillo, con el que os casasteis conmigo, tomadlo. Me ordenáis que la dote que os traje me lleve, para lo cual ni a vos pagadores ni a mí bolsa ni bestia de carga son necesarios, porque de la memoria no se me ha ido que desnuda me tomasteis; y si creéis honesto que el cuerpo en el que he llevado hijos engendrados por vos sea visto por todos, desnuda me iré; pero os ruego, en recompensa de la virginidad que os traje y que no me llevo, que al menos una camisa sobre mi dote os plazca que pueda llevarme.
Gualtieri, que mayor gana tenía de llorar que de otra cosa, permaneciendo, sin embargo, con el rostro impasible, dijo:
-Pues llévate una camisa.
Cuantos en torno estaban le rogaban que le diera un vestido, para que no fuese vista quien había sido su mujer durante trece años o más salir de su casa tan pobre y tan vilmente como era saliendo en camisa; pero fueron vanos los ruegos, por lo que la señora, en camisa y descalza y con la cabeza descubierta, encomendándoles a Dios, salió de casa y volvió con su padre, entre las lágrimas y el llanto de todos los que la vieron. Giannúculo, que nunca había podido creer que era cierto que Gualtieri tenía a su hija por mujer, y cada día esperaba que sucediese esto, había guardado las ropas que se había quitado la mañana en que Gualtieri se casó con ella; por lo que, trayéndoselas y vistiéndose ella con ellas, a los pequeños trabajos de la casa paterna se entregó como antes hacer solía, sufriendo con esforzado ánimo el duro asalto de la enemiga fortuna. Cuando Gualtieri hubo hecho esto, hizo creer a sus súbditos que había elegido a una hija de los condes de Pánago; y haciendo preparar grandes bodas, mandó a buscar a Griselda; a quien, cuando llegó, dijo:
-Voy a traer a esta señora a quien acabo de prometerme y quiero honrarla en esta primera llegada suya; y sabes que no tengo en casa mujeres que sepan arreglarme las cámaras ni hacer muchas cosas necesarias para tal fiesta; y por ello tú, que mejor que nadie conoces estas cosas de casa, pon en orden lo que haya que hacer y haz que se inviten las damas que te parezcan y recíbelas como si fueses la señora de la casa; luego, celebradas las bodas, podrás volverte a tu casa.
Aunque estas palabras fuesen otras tantas puñaladas dadas en el corazón de Griselda, como quien no había podido arrojar de sí el amor que sentía por él como había hecho la buena fortuna, repuso:
-Señor mío, estoy presta y dispuesta.
Y entrando, con sus vestidos de paño pardo y burdo en aquella casa de donde poco antes había salido en camisa, comenzó a barrer las cámaras y ordenarlas, y a hacer poner reposteros y tapices por las salas, a hacer preparar la cocina, y todas las cosas, como si una humilde criadita de la casa fuese, hacer con sus propias manos; y no descansó hasta que tuvo todo preparado y ordenado como convenía. Y después de esto, haciendo de parte de Gualtieri invitar a todas las damas de la comarca, se puso a esperar la fiesta, y llegado el día de las bodas, aunque vestida de pobres ropas, con ánimo y porte señorial a todas las damas que vinieron, y con alegre gesto, las recibió. Gualtieri, que diligentemente había hecho criar en Bolonia a sus hijos por sus parientes (que por su matrimonio pertenecían a la familia de los condes de Pánago), teniendo ya la niña doce años y siendo la cosa más bella que se había visto nunca, y el niño que tenía seis, había mandado un mensaje a Bolonia a su pariente rogándole que le pluguiera venir a Saluzzo con su hija y su hijo y que trajese consigo una buena y honrosa comitiva, y que dijese a todos que la llevaba a ella como a su mujer, sin manifestar a nadie sobre quién era ella. El gentilhombre, haciendo lo que le rogaba el marqués, poniéndose en camino, después de algunos días con la jovencita y con su hermano y con una noble comitiva, a la hora del almuerzo llegó a Saluzzo, donde todos los campesinos y muchos otros vecinos de los alrededores encontró que esperaban a esta nueva mujer de Gualtieri. La cual, recibida por las damas y llegada a la sala donde estaban puestas las mesas, Griselda, tal como estaba, saliéndole alegremente al encuentro, le dijo:
-¡Bien venida sea mi señora!
Las damas, que mucho habían (aunque en vano) rogado a Gualtieri que hiciese de manera que Griselda se quedase en una cámara o que él le prestase alguno de los vestidos que fueron suyos, se sentaron a la mesa y se comenzó a servirles. La jovencita era mirada por todos y todos decían que Gualtieri había hecho buen cambio, y entre los demás Griselda la alababa mucho, a ella y a su hermano. Gualtieri, a quien parecía haber visto por completo todo cuanto deseaba de la paciencia de su mujer, viendo que en nada la cambiaba la extrañeza de aquellas cosas, y estando seguro de que no por necedad sucedía aquello porque muy bien sabía que era discreta, le pareció ya hora de sacarla de la amargura que juzgaba que bajo el impasible gesto tenía escondida; por lo que, haciéndola venir, en presencia de todos sonriéndole, le dijo:
-¿Qué te parece nuestra esposa?
-Señor mío -repuso Griselda-, me parece muy bien; y si es tan discreta como hermosa, lo que creo, no dudo de que viváis con ella como el más feliz señor del mundo; pero cuanto está en mi poder os ruego que las heridas que a la que fue antes vuestra causasteis, no se las causéis a ésta, que creo que apenas podría sufrirlas, tanto porque es más joven como porque está educada en la blandura mientras aquella otra estaba educada en fatigas continuas desde pequeñita.
Gualtieri, viendo que creía firmemente que aquélla iba a ser su mujer, y no por ello decía algo que no fuese bueno, la hizo sentarse a su lado y dijo:
-Griselda, tiempo es ya de que recojas el fruto de tu larga paciencia y de que quienes me han juzgado cruel e inicuo y bestial sepan que lo que he hecho lo hacía con vistas a un fin, queriendo enseñarte a ser mujer, y a ellos saber elegirla y guardarla, y lograr yo perpetua paz mientras contigo tuviera que vivir; lo que, cuando tuve que tomar mujer, gran miedo tuve de no conseguirlo; y por ello, para probar si era cierto, de cuantas maneras sabes te herí y te golpeé. Y como nunca he visto que ni en palabras ni en acciones te hayas apartado de mis deseos, pareciéndome que tengo en ti la felicidad que deseaba, quiero devolverte en un instante lo que en muchos años te quité y con suma dulzura curar las heridas que te hice; y por ello, con alegre ánimo recibe a ésta que crees mi esposa, y a su hermano, como tus hijos y míos: son los mismos que tú y muchos otros durante mucho tiempo habéis creído que yo había hecho matar cruelmente, y yo soy tu marido, que sobre todas las cosas te amo, creyendo poder jactarme de que no hay ningún otro que tanto como yo pueda estar contento de su mujer.
Y dicho esto, lo abrazó y lo besó, y junto con ella, que lloraba de alegría, poniéndose en pie fueron donde su hija, toda estupefacta, había estado sentada escuchando estas cosas; y abrazándola tiernamente, y también a su hermano, a ella y a muchos otros que allí estaban sacaron de su error. Las damas, contentísimas, levantándose de las mesas, con Griselda se fueron a su alcoba y con mejores augurios quitándole sus rópulas, con un noble vestido de los suyos la volvieron a vestir, y como a señora, que ya lo parecía en sus harapos, la llevaron de nuevo a la sala. Y haciendo allí con sus hijos maravillosa fiesta, estando todos contentísimos con estas cosas, el solaz y el festejar multiplicaron y alargaron muchos días; y discretísimo juzgaron a Gualtieri, aunque demasiado acre e intolerable juzgaron el experimento que había hecho con su mujer, y discretísima sobre todos juzgaron a Griselda. El conde de Pánago se volvió a Bolonia luego de algunos días, y Gualtieri, retirando a Giannúculo de su trabajo, como a su suegro lo puso en un estado en que honradamente y con gran felicidad vivió y terminó su vejez. Y él luego, casando altamente a su hija, con Griselda, honrándola siempre lo más que podía, largamente y feliz vivió.
¿Qué podría decirse aquí sino que también sobre las casas pobres llueven del cielo los espíritus divinos, y en las reales aquellos que serían más dignos de guardar puercos que de tener señorío sobre los hombres? ¿Quién más que Griselda habría podido, con el rostro no solamente seco, sino alegre sufrir las duras y nunca oídas pruebas a que la sometió Gualtieri? A quien tal vez le habría estado muy merecido haber dado con una que, cuando la hubiera echado de casa en camisa, se hubiese hecho sacudir el polvo de manera que se hubiese ganado un buen vestido.



[ CONCLUSIÓN ]

Había terminado la historia de Dioneo y mucho habían hablado de ella las señoras, quien de un lado y quien del otro tirando, y quien reprochando una cosa y quien otra alabando en relación con ella, cuando el rey, levantando el rostro al cielo y viendo que el sol estaba ya más bajo de la hora de vísperas, sin levantarse comenzó a hablar así.
-Esplendorosas señoras, como creo que sabéis, el buen sentido de los mortales no consiste sólo en tener en la memoria las cosas pretéritas o conocer las presentes, sino que por las unas y las otras saber prever las futuras es reputado como talento grandísimo por los hombres eminentes. Nosotros, como sabéis, mañana hará quince días, para tener algún entretenimiento con el que sujetar nuestra salud y vida, dejando la melancolía y los dolores y las angustias que por nuestra ciudad continuamente, desde que comenzó este pestilente tiempo, se ven, salimos de Florencia; lo que, según mi juicio, hemos hecho honestamente porque, si he sabido mirar bien, a pesar de que alegres historias y tal vez despertadoras de la concupiscencia se han contado, y del continuo buen comer y beber, y la música y los cánticos (cosas todas que inclinan a las cabezas débiles a cosas menos honestas) ningún acto, ninguna palabra, ninguna cosa ni por vuestra parte ni por la nuestra he visto que hubiera de ser reprochada; continua honestidad, continua concordia, continua fraterna familiaridad me ha parecido ver y oír, lo que sin duda, para honor y servicio vuestro y mío me es carísimo. Y por ello, para que por demasiada larga costumbre algo que pudiese convertirse en molesto no pueda, y para que nadie pueda reprochar nuestra demasiado larga estancia aquí y habiendo cada uno de nosotros disfrutado su jornada como parte del honor que ahora me corresponde a mí, me parecería, si a vosotros os pluguiera, que sería conveniente volvernos ya al lugar de donde salimos. Sin contar con que, si os fijáis, nuestra compañía (que ya ha sido conocida por muchas otras) podría multiplicarse de manera que nos quitase toda nuestra felicidad; y por ello, si aprobáis mi opinión, conservaré la corona que me habéis dado hasta nuestra partida, que entiendo que sea mañana por la mañana; si juzgáis que debe ser de otro modo, tengo ya pensado quién para el día siguiente debe coronarse.
La discusión fue larga entre las señoras y entre los jóvenes, pero por último tomaron el consejo del rey como útil y honesto y decidieron hacer tal como él había dicho; por la cual cosa éste, haciendo llamar al senescal, habló con él sobre el modo en que debía procederse a la mañana siguiente, y licenciada la compañía hasta la hora de la cena, se puso en pie.
Las señoras y los otros, levantándose, no de otra manera que de la que estaban acostumbrados, quien a un entretenimiento, quien a otro se entregó; y llegada la hora de la cena, con sumo placer fueron a ella, y después de ella comenzaron a cantar y a tañer instrumentos y a carolar; y dirigiendo Laureta una danza, mandó el rey a Fiameta que cantase una canción; la cual, muy placenteramente así comenzó a cantar:
Si Amor sin celos fuera, no sería yo mujer, aunque ello me alegrase, y a cualquiera.
Si alegre juventud en bello amante a la mujer agrada, osadía o valor o fama de virtud, talento, cortesía, y habla honrada, o humor encantador, yo soy, por su salud, una que puede ver en mi esperanza esta visión entera.
Pero porque bien veo que otras damas mi misma ciencia tienen, me muero de pavor creyendo que el deseo en donde yo lo he puesto a poner vienen: en quien es robador de mi alma, y de este modo en mi dolor y daño veo volver quien era mi ventura verdadera.
Si viera lealtad en mi señor tal como veo valor celosa no estaría, pero es tan gran verdad que muchas van en busca de amador, que en todos ellos veo ya falsía.
Esto me desespera, y moriría; y que voy a perder su amor sospecho, que otra robaría.
Por Dios, a cada una de vosotras le ruego que no intente hacerme en esto ultraje, que, si lo hiciera alguna con palabras, o señas, u otramente, le juro que sería mi coraje capaz de triste hacerla, y con lenguaje decir no he de poder cuánto por tal locura ella sufriera.
Cuando Fiameta hubo terminado su canción, Dioneo, que estaba a su lado, dijo riendo:
-Señora, sería gran cortesía que dieseis a conocer a todas quién es, para que por ignorancia no os fuese arrebatada vuestra posesión, ya que así os enojaríais.
Después de ésta, se cantaron muchas otras; y estando ya la noche casi mediada, cuando plugo al rey, todos se fueron a descansar. Y al aparecer el nuevo día, levantándose, habiendo ya el senescal mandado todas las cosas por delante, tras de la guía del discreto rey hacia Florencia tornaron; y los tres jóvenes, dejando a las siete señoras en Santa María la Nueva, de donde habían salido con ellas, despidiéndose de ellas, a sus otros solaces atendieron; y ellas, cuando les pareció, se volvieron a sus casas.


TERMINA LA DÉCIMA JORNADA







Giovanni Boccaccio - Opera Omnia  -  revisado por ilVignettificio

w3c xhtml validation w3c css validation