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COMIENZA LA CUARTA JORNADA DEL DECAMERÓN, EN LA CUAL, BAJO EL GOBIERNO DE FILOSTRATO, SE RAZONA SOBRE AQUELLOS CUYOS AMORES TUVIERON UN FINAL INFELIZ.



[ PRINCIPIO ]

CARÍSIMAS señoras, tanto por las palabras oídas a los hombres sabios como por las cosas por mí muchas veces vistas y leídas, juzgaba yo que el impetuoso viento y ardiente de la envidia no debía golpear sino las altas torres y las más elevadas cimas de los árboles; pero en mi opinión me encuentro sobremanera engañado. Porque huyendo yo, y habiéndome siempre ingeniado en huir el fiero ímpetu de ese rabioso espíritu, no solamente por las llanuras sino también por los profundísimos valles, callado y escondido, me he ingeniado en andar; lo que puede aparecer asaz manifiesto a quien las presentes novelitas mira, que no solamente en florentino vulgar y en prosa están escritas por mí y sin título sino también en estilo humildísimo y bajo cuanto más se puede, y no por todo ello he podido dejar de ser fieramente atacado por tal viento (hasta casi desarraigado) y de ser todo lacerado por los mordiscos de la envidia; por lo que asaz manifiestamente puedo comprender que es verdad lo que suelen decir los sabios que sólo la miseria deja de ser envidiada en este mundo presente. Pues ha habido quienes, discretas señoras, leyendo estas novelitas, han dicho que vosotras me gustáis demasiado y que no es cosa honesta que yo tanto deleite tome en agradaros y consolaros y algunos han dicho peor: que en alabaros como lo hago. Otros, mostrando querer hablar más reflexivamente, han dicho que a mi edad no está bien perseguir ya estas cosas: esto es, hablar de mujeres y complacerlas.
Y muchos, muy preocupados por mi fama mostrándose, dicen que más sabiamente haré en estar con las musas en el Parnaso que en estas chácharas mezclarme con vosotras. Y hay quienes, más despechada que sabiamente hablando, han dicho que haría más discretamente en pensar dónde podría encontrar el pan que tras estas necedades andar palpando el viento. Y algunos otros, que de otra guisa han sido las cosas por mí contadas que como os las digo, se ingenian en detrimento de mis trabajos en demostrar. Así, por tantos y tales soplos, por tan atroces dientes, por tan agudos, valerosas señoras, mientras en vuestro servicio milito, estoy azotado, molestado y, en fin, crucificado vivo. Las cuales cosas con tranquilo ánimo, sábelo Dios, escucho y oigo, y aunque a vos en esto corresponda por completo mi defensa, no menos entiendo yo no ahorrar mis fuerzas y sin responder cuanto sería conveniente, con alguna ligera respuesta quitármelos de las orejas, y hacer esto sin tardanza porque si ya, no habiendo llegado al tercio de mi trabajo, son ellos muchos y mucho presumen, pienso que antes de que llegue al final podrán haberse multiplicado de manera (no habiendo sufrido antes ninguna repulsa) que con poco esfuerzo suyo me hundirían, y contra ellos, por muy grandes que sean, no podrían resistir vuestras fuerzas. Pero antes de que comience a responder a alguien, me place contar en mi favor no una historia entera, para que no parezca que quiero mis historias con aquellas de tan loable compañía como fue la que os he mostrado mezclar, sino parte de una, para que en su misma forma incompleta se muestre que no es de aquéllas; y hablando a mis detractores, digo que:
En nuestra ciudad, hace ya mucho tiempo, hubo un ciudadano que fue llamado Filippo Balducci, hombre de condición asaz modesta, pero rico y bien despachado y hábil en las cosas cuanto su estado lo requería; y tenía a una señora por mujer a quien tiernamente amaba, y ella a él, y juntos llevaban una feliz vida, en ninguna otra cosa poniendo tanto afán como en agradarse enteramente el uno al otro. Ahora, sucedió que, como sucede a todos, la buena señora falleció y nada dejó suyo a Filippo sino un único hijo concebido de él, que de edad de unos dos años era. Él, por la muerte de su mujer tan desconsolado se quedó como nunca quedó nadie al perder la cosa amada; y viéndose quedar solo sin la compañía que más amaba, se decidió por completo a no pertenecer más al mundo sino dedicarse al servicio de Dios, y hacer lo mismo de su pequeño hijo. Por lo que, dando todas sus cosas por el amor de Dios, sin demora se fue a lo alto del Monte Sinerio y allí en una pequeña celda se metió con su hijo, con el cual, de limosnas y en ayunos y en oraciones viviendo, sumamente se guardaba de hablar, allí donde estaba, de ninguna cosa temporal ni de dejarle ver ninguna de ellas, para que no lo apartasen de tal servicio, sino que siempre de la gloria de la vida eterna y de Dios y de los santos hablaba, no enseñándole otra cosa sino santas oraciones: y en esta vida muchos años le tuvo, no dejándolo nunca salir de la celda ni mostrándole ninguna cosa más que a sí mismo.
Acostumbraba el buen hombre a venir alguna vez a Florencia, y de allí, según sus necesidades ayudado por los amigos de Dios, a su celda se volvía. Ahora, sucedió que siendo ya el muchacho de edad de dieciocho años, y Filippo viejo, un día le preguntó que dónde iba. Filippo se lo dijo; al cual dijo el muchacho:
-Padre mío, vos sois ya viejo y mal podéis soportar los trabajos; ¿por qué no me lleváis una vez a Florencia, para que, haciéndome conocer a los amigos de Dios y vuestros, yo, que soy joven y tengo más fuerzas que vos, pueda luego ir a Florencia a vuestros asuntos cuando lo deseéis, y vos quedaros aquí?
El buen hombre, pensando que ya su hijo era grande, y estaba tan habituado al servicio de Dios que difícilmente las cosas del mundo debían ya poder atraerlo, se dijo:
«Bien dice éste».
Por lo que, teniendo que ir, lo llevó consigo. Allí el joven, viendo los edificios, las casas, las iglesias y todas las demás cosas de que toda la ciudad se ve llena, como quien no se acordaba de haberlas visto, comenzó a maravillarse grandemente, y sobre muchas preguntaba al padre qué eran, y cómo se llamaban.
El padre se lo decía y él, quedándose contento al oírlo, le preguntaba otra cosa. Y preguntando de esta manera el hijo y respondiendo el padre, por ventura se tropezaron con un grupo de bellas muchachas jóvenes y adornadas que de una fiesta de bodas venían; a las cuales, en cuanto vio el joven, le preguntó al padre que qué eran.
El padre le dijo:
-Hijo mío, baja la vista, no las mires, que son cosa mala.
Dijo entonces el hijo:
-Pero ¿cómo se llaman?
El padre, por no despertar en el concupiscente apetito del joven ningún proclive deseo menos que conveniente, no quiso nombrarlas por su propio nombre, es decir, «mujeres», sino que dijo:
-Se llaman gansas.
¡Maravillosa cosa de oír! Aquel que nunca en su vida había visto ninguna, no preocupándose de los palacios, ni del buey, ni del caballo, ni del asno, ni de los dineros ni de otra cosa que visto hubiera, súbitamente dijo:
-Padre mío, os ruego que hagáis que tenga yo una de esas gansas.
-¡Ay, hijo mío! -dijo el padre-, calla: son cosa mala.
El joven, preguntándole, le dijo:
-¿Pues así son las cosas malas?
-Sí -dijo el padre.
Y él dijo entonces:
-No sé lo que decís, ni por qué éstas sean cosas malas: en cuanto a mí, no me ha parecido hasta ahora ver nunca nada tan bello ni tan agradable como ellas. Son más hermosas que los corderos pintados que me habéis enseñado muchas veces. ¡Ah!, si os importo algo, haced que nos llevemos una allá arriba de estas gansas y yo la llevaré a pastar.
Dijo el padre:
-No lo quiero; ¡no sabes tú dónde pastan!
Y sintió incontinenti que la naturaleza era más fuerte que su ingenio, y se arrepintió de haberlo llevado a Florencia. Pero haber hasta aquí contado de la presente novela me basta, y dirigirme a quienes la he contado.
Dicen, pues, algunos de mis censores que hago mal, oh jóvenes damas, esforzándome demasiado en agradaros; y que vosotras demasiado me agradáis. Las cuales cosas abiertísimamente confieso; es decir, que me agradáis y que me esfuerzo en agradaros; y les pregunto si de esto se maravillan considerando no ya el haber conocido el amoroso besarse y el placentero abrazarse y los ayuntamientos deleitosos que con vos, dulcísimas señoras, se tienen muchas veces, sino solamente el haber visto y ver continuamente las corteses costumbres y la atractiva hermosura y la cortés gallardía y además de todo esto, vuestra señoril honestidad: cuando aquel que nutrido, criado, crecido en un monte salvaje y solitario, dentro de los límites de una pequeña celda, sin otra compañía que el padre, al veros, solas por él deseadas fuisteis, solas con afecto seguidas.
¿Habrían de reprenderme, de amonestarme, de castigarme éstos si yo, cuyo cuerpo el cielo produjo apto para amaros, y yo desde mi infancia el alma os dediqué al sentir el poder de la luz de vuestros ojos, la suavidad de las palabras melifluas y las llamas encendidas por los compasivos suspiros, si me agradáis y si yo en agradaros me esfuerzo; y especialmente teniendo en cuenta que antes que nada agradasteis a un ermitañito, a un jovencillo sin sentido, casi a un animal salvaje? Por cierto que quien no os ama y por vos no desea ser amado, como persona que ni los placeres ni la virtud de la natural afección siente ni conoce me reprende: y poco me preocupo por ello. Y quien contra mi edad va hablando muestra que mal conoce que aunque el perro tiene la cabeza blanca, la cola la tiene verde; a los cuales, dejando a un lado las bromas, respondo que nunca reputaré vergonzoso para mí hasta el final de mi vida el complacer a aquellas cosas a las que Guido Cavalcanti y Dante Alighieri ya viejos, y micer Gino de Pistoia viejísimo tuvieron en honor, y buscaron su placer.
Y si no fuese que sería salirme del modo que se acostumbra a hablar, traería aquí en medio la historia, y la mostraría llena de hombres viejos y valerosos que en sus más maduros años sumamente se esforzaron en complacer a las damas, lo que si ellos no lo saben, que vayan y lo aprendan. Que se quede con las musas en el Parnaso, afirmo que es un buen consejo: pero no siempre podemos quedarnos con las musas ni ellas con nosotros. Si cuando sucede que el hombre se separa de ellas, se deleita en ver cosa que se las asemejan no es de reprochar: las musas son mujeres, y aunque las mujeres lo que las musas valen no valgan, sin embargo tienen en el primer aspecto semejanza con ellas, así que aunque por otra cosa no me agradasen, por ello debían agradarme; sin contar con que las mujeres ya fueron para mí ocasión de componer mil versos mientras las musas nunca me fueron de hacer ninguno ocasión. Ellas me ayudaron bien y me mostraron cómo componer aquellos mil; y tal vez para escribir estas cosas, aunque humildísimas sean, también han venido algunas veces a estar conmigo, en servicio tal vez y en honor de la semejanza que las mujeres tienen con ellas; por lo que, tejiendo estas cosas, ni del Monte Parnaso ni de las Musas me separo tanto cuanto por ventura muchos creen.
Pero ¿qué diremos a aquellos que de mi fama tienen tanta compasión que me aconsejan que me busque el pan? Ciertamente no lo sé, pero, queriendo pensar cuál sería su respuesta si por necesidad se lo pidiera a ellos, pienso que dirían: «¡Búscatelo en tus fábulas!». Y ya más han encontrado entre sus fábulas los poetas que muchos ricos entre sus tesoros, y muchos ha habido que andando tras de sus fábulas hicieron florecer su edad, mientras por el contrario, muchos al buscar más pan del que necesitaban, murieron sin madurar.
¿Qué diré más? Échenme con malos modos esos tales cuando se lo pida, si bien con la merced de Dios todavía no lo necesito y si me sobreviniese la necesidad yo sé, según el Apóstol, vivir en la abundancia y padecer la miseria; y por ello nadie se preocupe de mí sino yo. Y los que dicen que estas cosas no han sido así, me gustaría mucho que encontrasen los originales, que si fueran discordantes de lo que yo escribo, justa diré que es su reprimenda y en corregirme yo mismo me ingeniaré; pero mientras no aparezca nada sino palabras, les dejaré con su opinión, siguiendo la mía, diciendo de ellos lo que ellos dicen de mí. Y queriendo haber respondido bastante por esta vez, digo que con la ayuda de Dios y la vuestra, gentilísimas señoras, en quien espero, armado y con buena paciencia, con esto procederé adelante, volviendo las espaldas a este viento y dejándolo soplar, porque no veo que pueda sucederme a mí otra cosa que le sucede al menudo polvo, el cual, soplando el torbellino, o de la tierra no lo mueve, o si lo mueve lo lleva a lo alto y muchas veces sobre la cabeza de los hombres, sobre las coronas de los reyes y de los emperadores, y a veces sobre los altos palacios y sobre las excelsas torres lo deja; de las cuales, si cae, más abajo no puede llegar del lugar adonde fue llevado. Y si alguna vez con toda mi fuerza a complaceros en algo me dispuse, ahora más que nunca me dispondré, porque conozco que otra cosa nadie podrá decir con razón sino que los demás y yo, que os amamos, naturalmente obramos; a cuyas leyes (de la naturaleza) para querer oponerse, demasiado grandes fuerzas se necesitan y muchas veces no solamente en vano sino con grandísimo daño del que se afana se ponen en obra. Las cuales fuerzas, confieso que no las tengo ni deseo tenerlas en esto, y si las tuviese, antes a otros las prestaría que las usaría para mí. Por lo que cállense los reprensores, y si calentarse no pueden, vivan congelados, y en sus deleites (más bien apetitos corruptos) estándose, a mí en el mío, en esta breve vida que se nos da, me dejen tranquilo. Pero hemos de volver, porque bastante hemos divagado, oh hermosas señoras, allá de donde partimos, y el orden empezado seguir.
Arrojado había el sol ya del cielo a todas las estrellas y de la tierra la húmeda sombra de la noche, cuando Filostrato, levantándose, a toda su compañía hizo levantar, y yendo al hermoso jardín, por allí empezaron a pasearse; y venida la hora de la comida, almorzaron aquí donde habían cenado la noche pasada. Y de dormir, estando el sol en su mayor altura, levantándose, de la manera acostumbrada cerca de la hermosa fuente se sentaron, y entonces Filostrato a Fiameta mandó que principio diese a las historias, la cual, sin esperar más a que dicho le fuese, señorilmente así comenzó:



NOVELA PRIMERA

Tancredo, príncipe de Salerno, mata al amante de su hija y le manda el corazón en una copa de oro; la cual, echando sobre él agua envenenada, se la bebe y muere.

Duro asunto para tratar nos ha impuesto hoy nuestro rey, si pensamos que cuando para alegrarnos hemos venido, tenemos que hablar de las lágrimas de otros, que no pueden contarse sin que deje de sentir compasión quien las cuenta y quien las escucha. Tal vez por moderar un tanto la alegría sentida los días pasados lo ha hecho; pero sea lo que le haya movido, como a mí no me incumbe cambiar su gusto, un caso lastímero, y por lo mismo desventurado y digno de nuestras lágrimas, contaré.
Tancredo, príncipe de Salerno, fue señor asaz humano, y de benigno talante, si en amorosa sangre, en su vejez, no se hubiera ensuciado las manos; el cual en todo el tiempo de su vida no tuvo más que una hija, y más feliz hubiera sido si no la hubiese tenido. Ésta fue por el padre tan tiernamente amada cuanto hija alguna vez fuese amada por su padre; y por este tierno amor, habiendo ella ya pasado en muchos años la edad de tener marido, no sabiendo cómo separarla de él, no la casaba; luego, por fin, habiéndola dado por mujer a un hijo del duque de Capua, viviendo con él poco tiempo, se quedó viuda y volvió con su padre. Era hermosísima en el cuerpo y el rostro como la mujer que más lo hubiera sido, y joven y gallarda, y más discreta de lo que por ventura convenía a una mujer serlo. Y viviendo con el amante padre como una gran señora, en mucha blandura, y viendo que su padre, por el amor que le tenía, poco cuidado se tomaba por casarla otra vez, y a ella cosa honesta no le parecía pedírselo, pensó en tener, ocultamente si podía hallarlo, un amante digno de ella. Y viendo a muchos hombres en la corte de su padre, nobles y no, como nosotros los vemos en las cortes, y consideradas las maneras y las costumbres de muchos, entre los otros un joven paje del padre cuyo nombre era Guiscardo, hombre de nacimiento asaz humilde pero por la virtud y las costumbres noble, más que otro le agradó y por él calladamente, viéndolo a menudo, ardientemente se inflamó, estimando cada vez más sus maneras. Y el joven, que no dejaba de ser perspicaz, habiéndose fijado en ella, la había recibido en su corazón de tal manera que de cualquiera otra cosa que no fuera amarla tenía alejada la cabeza. De tal guisa, pues, amándose el uno al otro secretamente, nada deseando tanto la joven como encontrarse con él, ni queriéndose sobre este amor confiarse a nadie, para poderle declarar su intención inventó una rara estratagema.
Escribió una carta, y en ella lo que tenía que hacer el día siguiente para estar con ella le mostró; y luego, puesta en el hueco de una caña, jugando se la dio a Guiscardo diciendo:
-Con esto harás esta noche un soplillo para tu sirvienta con que encienda el fuego.
Guiscardo la tomó, y pensando que no sin razón debía habérsela dado y dicho aquello, marchándose, con aquello volvió a su casa, y mirando la caña, y viéndola hendida, la abrió y, hallada dentro la carta de ella y leída, y bien entendido lo que tenía que hacer, se sintió el hombre más contento que ha habido en el mundo, y se dedicó a prepararse para reunirse con ella según el modo que le había mostrado. Había junto al palacio del príncipe una gruta cavada en el monte, hecha en tiempos lejanísimos, a la que daba luz un respiradero abierto en el monte; el cual, como la gruta estaba abandonada, por zarzas y por hierbas nacidas por encima, estaba casi obturado; y a esta gruta, por una escala secreta que había en una de las cámaras bajas del palacio, que era la de la señora, podía bajarse, aunque con un fortísimo portón cerrada estaba. Y estaba tan fuera de la cabeza de todos esta escala, porque hacía muchísimo tiempo que no se usaba, que casi ninguno de los que allí vivían la recordaba; pero Amor, a cuyos ojos nada está tan secreto que no lo alcance, se la había traído a la memoria a la enamorada señora. La cual, para que nadie de ello apercibirse pudiera, muchos días con sus arneses mucho había trabajado para que aquel portón pudiera abrirse; abierto el cual, y sola bajando a la gruta y visto el respiradero, por él había mandado decir a Giuscardo que se industriase en bajar, habiéndole dibujado la altura de aquél a la tierra haber podía.
Y para cumplir esto, Guiscardo prestamente, preparada una soga con ciertos nudos y lazadas para poder descender y subir por ella, y vestido con un cuero que de las zarzas le protegiese, sin haber dicho nada a nadie, a la noche siguiente al respiradero se fue, y acomodando bien uno de los cabos de la soga a un fuerte tocón que en la boca del respiradero había nacido, por ella bajó a la gruta y esperó a la señora. La cual, al día siguiente, fingiendo querer dormir, mandadas afuera sus damiselas y encerrándose sola en la alcoba, abierto el portón, a la gruta bajó, donde, encontrando a Guiscardo, uno a otro maravillosas fiestas se hicieron, y viniendo juntos a su alcoba, con grandísimo placer gran parte de aquel día se quedaron, y puesto discreto orden en sus amores para que fuesen secretos, volviéndose a la gruta Guiscardo y ella cerrando el portón, con sus damiselas se vino afuera.
Guiscardo luego, al venir la noche, subiendo por su soga, por el respiradero por donde había entrado salió afuera y se volvió a su casa; y habiendo aprendido este camino, muchas veces luego, andando el tiempo, allí retornó. Pero la fortuna, envidiosa de tan largo y de tan grande deleite, con un doloroso suceso el gozo de los dos amantes volvió triste llanto. Acostumbraba Tancredo a venir alguna vez solo a la cámara de su hija, y allí hablar con ella y quedarse un rato, y luego irse; el cual, un día después de comer, bajando allí, estando la señora, que Ghismunda tenía por nombre, en un jardín suyo con todas sus damiselas, en ella entrando, sin haber sido por nadie visto u oído, no queriendo apartarla de su distracción, encontrando las ventanas de la alcoba cerradas y las cortinas de la cama echadas, junto a ellas en una esquina se sentó en un almohadón; y apoyando la cabeza en la cama y cubriéndose con la cortina, como si deliberadamente se hubiera escondido allí, se quedó dormido. Y estando durmiendo de esta manera, Ghismunda, que por desgracia aquel día había hecho venir a Guiscardo, dejando a sus damiselas en el jardín, calladamente entró en la alcoba y, cerrándola, sin apercibirse de que nadie estuviera allí, abierto el portón a Guiscardo que la esperaba y yéndose los dos a la cama como acostumbraban, y juntos jugando y solazándose, sucedió que Tancredo se despertó y oyó y vio lo que Guiscardo y su hija hacían; y dolorido por ello sobremanera, primero quiso gritarles, luego tomó el partido de callarse y de quedarse escondido, si podía, para poder más cautamente obrar y con menor vergüenza suya lo que ya le había venido la intención de hacer.
Los dos amantes estuvieron largo tiempo juntos como acostumbraban, sin apercibirse de Tancredo; y cuando les pareció tiempo, bajándose de la cama, Guiscardo se volvió a la gruta y ella salió de la alcoba.
De la cual Tancredo, aunque era viejo, desde una ventana bajó al jardín y sin ser visto por nadie, mortalmente dolorido, a su cámara volvió. Y por una orden que dio, al salir del respiradero, la noche siguiente durante el primer sueño, Guiscardo, tal como estaba con la vestimenta de cuero embarazado, fue apresado por dos y secretamente llevado a Tancredo; el cual, al verle, casi llorando dijo:
-Guiscardo, mi benignidad contigo no merecía el ultraje y la vergüenza que en mis cosas me has hecho, como he visto hoy con mis propios ojos.
Al cual, Guiscardo, nada respondió sino esto:
-Amor puede mucho más de lo que podemos vos y yo.
Mandó entonces Tancredo que calladamente en alguna cámara de allí adentro guardado fuese; y así se hizo. Venido el día siguiente, no sabiendo Ghismunda nada de estas cosas, habiendo Tancredo consigo mismo pensado varios y diversos procedimientos, después de comer, según su costumbre se fue a la cámara de la hija, donde haciéndola llamar y encerrándose dentro con ella, llorando comenzó a decirle:
-Ghismunda, pareciéndome conocer tu virtud y tu honestidad, nunca habría podido caberme en el ánimo, aunque me lo hubieran dicho, si yo con mis ojos no lo hubiera visto, que someterte a algún hombre, si tu marido no hubiera sido, hubieses no ya hecho sino ni aun pensado; por lo que yo en este poco resto de vida que mi vejez me conserva siempre estaré dolorido al recordarlo. Y hubiera querido Dios que, pues que a tanta deshonestidad encaminarte debías, hubieses tomado un hombre que a tu nobleza hubiera sido conveniente; pero entre tantos que mi corte frecuentan, elegiste a Guiscardo, joven de condición vilísima en nuestra corte casi como por el amor de Dios desde niño hasta este día criado; por lo que en grandísimo afán de ánimo me has puesto no sabiendo qué partido tomar sobre ti. De Guiscardo, a quien esta noche hice prender cuando por el respiradero salía y lo tengo en prisión, ya he determinado qué hacer, pero de ti sabe Dios que no sé qué hacer. Por una parte, me arrastra el amor que siempre te he tenido más que ningún padre tuvo a su hija y por la otra me arrastra la justísima ira ocasionada por tu gran locura: aquél quiere que te perdone y éste quiere que contra mi misma naturaleza me ensañe; pero antes de tomar partido, deseo oírte lo que tengas que decir a esto.
Y dicho esto, bajó el rostro, llorando tan fuertemente como habría hecho un muchacho apaleado.
Ghismunda, al oír a su padre y al conocer no solamente que su secreto amor había sido descubierto sino que Guiscardo estaba preso, un dolor indecible sintió y de mostrarlo con gritos y con lágrimas, como la mayoría de las mujeres hace, estuvo muchas veces cerca, pero venciendo esta vileza su ánimo altanero, su rostro con maravillosa fuerza contuvo, y se determinó a no seguir con vida antes que proferir alguna súplica por ella misma, imaginando que ya su Guiscardo había muerto, por lo que no como dolorida mujer o arrepentida de su yerro, sino como mujer impasible y valerosa, con seco rostro y abierto y en ningún rasgo alterado, así dijo a su padre:
-Tancredo, ni a negar ni a suplicar estoy dispuesta porque ni lo uno me valdría ni lo otro quiero que me valga; y además de esto, de ningún modo entiendo que me favorezcan tu benevolencia y tu amor sino la verdad confesando, primero defender mi fama con razones verdaderas y luego con las obras seguir firmemente la grandeza de mi ánimo. Es verdad que he amado y amo a Guiscardo, y mientras viva, que será poco, lo amaré y si después de la muerte se ama, no dejaré de amarlo; pero a esto no me indujo tanto mi femenina fragilidad como tu poca solicitud en casarme y la virtud suya. Debe serte, Tancredo, manifiesto, siendo tú de carne, que has engendrado a una hija de carne y no de piedra ni de hierro; y acordarte debías y debes, aunque tú ahora seas viejo, cómo y cuáles y con qué fuerza son las leyes de la juventud, y aunque tú, hombre, en parte de tus mejores años en las armas te hayas ejercitado, no debías, sin embargo, conocer lo que los ocios y las delicadezas pueden en los viejos, no ya en los jóvenes. Soy, pues, como engendrada por ti, de carne, y he vivido tan poco que todavía soy joven, y por una cosa y la otra llena del deseo concupiscente, al que asombrosísimas fuerzas ha dado ya, por haber estado casada, el conocimiento del placer sentido cuando tal deseo se cumple. A cuyas fuerzas, no pudiendo yo resistir, a seguir aquello a lo que me empujaban, como joven y como mujer, me dispuse, y me enamoré.
»Y ciertamente en esto puse toda mi virtud al no querer que ni para ti ni para mí, de aquello que al natural pecado me atraía (en cuanto yo pudiera evitarlo) viniese ninguna vergüenza. A lo que el compasivo Amor y la benigna fortuna una muy oculta vía me habían encontrado y mostrado, por la cual, sin nadie saberlo, yo mis deseos alcanzaba: y esto (quien sea que te lo haya mostrado o como quiera que lo sepas) no lo niego. A Guiscardo no escogí por acaso, como muchas hacen, sino que con deliberado consejo lo elegí antes que a cualquiera otro, y con precavido pensamiento lo atraje, y con sabia perseverancia de él y de mí largamente he gozado en mi deseo. En lo que parece que, además de haber pecado por amor, tú, más la opinión vulgar que la verdad siguiendo, con más amargura me reprendes al decir, como si no te hubiese enojado si a un hombre noble hubiera elegido para esto, que con un hombre de baja condición me he mezclado; en lo que no te das cuenta de que no mi pecado sino el de la fortuna reprendes, la cual con asaz frecuencia a los que no son dignos eleva, dejando abajo a los dignísimos.
»Pero dejemos ahora esto, y mira un poco los principios del asunto: verás que todos nosotros de una sola masa de carne tenemos la carne, y que por un mismo creador todas las almas con igual fuerza, con igual poder, con igual virtud fueron creadas. La virtud primeramente hizo distinción entre nosotros, que nacemos y nacíamos iguales; y quienes mayor cantidad de ella tenían y la ponían en obra fueron llamados nobles, y los restantes quedaron siendo no nobles. Y aunque una costumbre contraria haya ocultado después esta ley, no está todavía arrancada ni destruída por la naturaleza y por las buenas costumbres; y por ello, quien virtuosamente obra, abiertamente se muestra noble, y si de otra manera se le llama, no quien es llamado sino quien le llama se equivoca.
»Mira, pues, entre tus nobles y examina su vida, sus costumbres y sus maneras, y de otra parte las de Guiscardo considera: si quisieras juzgar sin animosidad, le llamarías a él nobilísimo y a todos estos nobles tuyos villanos. En la virtud y el valor de Guiscardo no creí por el juicio de otra persona, sino por tus palabras y por mis ojos. ¿Quién le alabó tanto cuando tú le alababas en todas las cosas loables que deben ser alabadas en un hombre valeroso? Y ciertamente no sin razón: que si mis ojos no me engañaron, ninguna alabanza fue dicha por ti que yo ponerla en obra, y más admirablemente que podían expresarlo tus palabras, no le viese; y si en ello me hubiera engañado en algo, por ti habría sido engañada. ¿Dirás, pues, que con un hombre de baja condición me he mezclado? No dirás verdad; si por ventura dijeses que con un pobre, con vergüenza tuya podría concederse, que así has sabido a un hombre valioso servidor tuyo traer a buen estado; pero la pobreza no quita a nadie nobleza, sino los haberes.
»Muchos reyes, muchos grandes príncipes fueron pobres, y muchos que cavan la tierra y guardan ovejas fueron riquísimos, y lo son. La última duda que me expusiste, es decir, qué debas hacer conmigo, deséchala por completo: si en tu extrema vejez estás dispuesto a hacer lo que de joven no acostumbraste, es decir, a obrar cruelmente, prepárate a ello, sé cruel conmigo porque no estoy dispuesta a rogarte de ningún modo que no lo seas como que eres la primera razón de este pecado, si es que pecado es; por lo que te aseguro que lo que de Guiscardo hayas hecho o hagas si no haces conmigo lo mismo, mis propias manos lo harán. Y ahora anda, vete con las mujeres a derramar lágrimas, y para descargar tu crueldad con el mismo golpe, a él y a mí, si te parece que lo hemos merecido, mátanos.
Conoció el príncipe la grandeza de ánimo de su hija, pero no por ello creyó que estuviese tan firmemente dispuesta a lo que con sus palabras amenazaba como decía; por lo que, separándose de ella y alejando el pensamiento de obrar cruelmente contra ella, pensó con la condenación del otro enfriar su ardiente amor, y mandó a los dos que a Guiscardo guardaban que, sin hacerlo saber a nadie, la noche siguiente lo estrangularan y, arrancándole el corazón, se lo llevasen. Los cuales, tal como se les había ordenado, lo hicieron, por lo que, venido el día siguiente, haciéndose traer el príncipe una grande y hermosa copa de oro y puesto en ella el corazón de Guiscardo, por un fidelísimo sirviente suyo se lo mandó a su hija y le ordenó que cuando se lo diera le dijese:
-Tu padre te envía esto para consolarte con lo que más amas, como le has consolado tú con lo que él más amaba.
Ghismunda, no apartada de su dura decisión, haciéndose traer hierbas y raíces venenosas, luego de que su padre partió, las destiló y las redujo a agua, para tenerla preparada si lo que temía sucediese. Y venido el sirviente a ella con el regalo y con las palabras del príncipe, con inconmovible rostro la copa recibió, y descubriéndola, al ver el corazón y al oír las palabras, tuvo por certísimo que aquél era el corazón de Guiscardo, por lo que, levantando los ojos hacia el sirviente, dijo:
-No convenía sepultura menos digna que el oro a tal corazón como es éste; discretamente ha obrado mi padre en esto. -Y dicho esto, acercándoselo a la boca, lo besó y después dijo-: En todas las cosas y hasta en este extremo de mi vida he encontrado tiernísimo el amor que mi padre me tiene, pero ahora más que nunca; y por ello las últimas gracias que debo darle ahora por tan gran presente, de mi parte le darás.
-Dicho esto, mirando la copa que tenía abrazada, mirando el corazón, dijo-: ¡Ay!, dulcísimo albergue de todos mis placeres, ¡maldita sea la crueldad de aquel que con los ojos de la cara me hace verte ahora! Bastante me era mirarte a cada momento con los del espíritu. Tú has cumplido ya tu carrera y te has liberado de la que te concedió la fortuna; llegado has al final a donde todos corremos; dejado has las miserias del mundo y las fatigas, y de tu mismo enemigo has recibido la sepultura que tu valor merecía.
»Nada te faltaba para recibir cumplidas exequias sino las lágrimas de quien mientras viviste tanto amaste; las que para que las tuvieses, puso Dios en el corazón de mi cruel padre que te mandase a mí, yo te las ofreceré aunque tuviera el propósito de morir con los ojos secos y con el gesto de nada espantado; y después de habértelas ofrecido, sin tardanza alguna haré que mi alma se una a la que, rigiéndola tú, con tanto amor guardaste.
»¿Y en qué compañía podré ir más contenta y más segura a los lugares desconocidos que con ella? Estoy segura de que está todavía aquí dentro y que mira los lugares de sus deleites y los míos, y como quien estoy segura de que sigue amándome, espera a la mía por la cual sumamente es amada.
Y dicho esto, no de otra manera que si una fuente en la cabeza tuviese, sin hacer ningún mujeril alboroto, inclinándose sobre la copa, llorando empezó a verter tantas lágrimas que admirable cosa era de ver, besando infinitas veces el muerto corazón. Sus damiselas, que en torno de ella estaban, qué corazón fuese éste y qué querían decir sus palabras no entendían, pero por la piedad vencidas, todas lloraban; y compasivamente le preguntaban en vano por el motivo de su llanto, y mucho más, como mejor podían y sabían, se ingeniaban en consolarla. La cual, después de que cuanto le pareció hubo llorado, alzando la cabeza y secándose los ojos, dijo:
-Oh, corazón muy amado, todos mis deberes hacia ti están cumplidos y nada me queda por hacer sino venir con mi alma a estar en tu compañía.
Y dicho esto, se hizo dar la botijuela donde estaba el agua que el día anterior había preparado; y la echó en la copa donde el corazón estaba, con muchas lágrimas suyas lavado; y sin ningún espanto puesta allí la boca, toda la bebió, y habiéndola bebido, con la copa en la mano subió a su cama, y lo más honestamente que supo colocó sobre ella su cuerpo y contra su corazón apoyó el de su muerto amante, y sin decir palabra esperaba la muerte. Sus damiselas, habiendo visto y oído estas cosas, como no sabían qué agua fuera la que había bebido, a Tancredo habían mandado a decir todo aquello, el cual, temiendo lo que sucedió, bajó prontamente a la alcoba de su hija. Adonde llegó en el momento en que ella se echaba sobre la cama, y tarde, con dulces palabras viniendo a consolarla, viendo el término en que estaba, comenzó doloridamente a llorar; y la señora le dijo:
-Tancredo, guarda esas lágrimas para algún caso menos deseado que éste, y no las viertas por mí que no las deseo. ¿Quién ha visto jamás a nadie llorar por lo que él mismo ha querido? Pero si algo de aquel amor que me tuviste todavía vive en ti, por último don concédeme que, pues que no te fue grato que yo calladamente y a escondidas con Guiscardo viviera, que mi cuerpo con el suyo, dondequiera que lo hayas hecho arrojar muerto, esté públicamente.
La angustia del llanto no dejó responder al príncipe, y entonces la joven, sintiéndose llegar a su fin, estrechando contra su pecho el muerto corazón, dijo:
-Quedaos con Dios, que yo me voy.
Y velados los ojos y perdido todo sentido, de esta dolorosa vida se partió.
Tal doloroso fin tuvo el amor de Guiscardo y de Ghismunda, como habéis oído; a los cuales Tancredo, luego de mucho llanto, y tarde arrepentido de su crueldad, con general dolor de todos los salernitanos, honradamente a ambos en un mismo sepulcro hizo enterrar.



NOVELA SEGUNDA

Fray Alberto convence a una mujer de que el arcángel Gabriel está enamorado de ella y, como si fuera él, muchas veces se acuesta con ella, luego, por miedo a los parientes de ella huyendo de su casa se refugia en casa de un hombre pobre, el cual, como a un hombre salvaje, al día siguiente a la plaza lo lleva; donde, reconocido, sus frailes le echan mano y lo encarcelan.

Había la historia por Fiameta contada hecho muchas veces saltar las lágrimas a sus compañeras, pero estando ya completa, el rey con inconmovible gesto dijo:
-Poco precio me parecería tener que dar mi vida por la mitad del deleite que con Guiscardo gozó a Ghismunda, y ninguna de vosotras debe maravillarse, como sea que yo, viviendo, a cada paso mil muertes siento, y por todas ellas no me es dada una sola partecilla de deleite. Pero dejando estar mis asuntos en sus términos por el momento, quiero que sobre duros casos, y en parte a mis accidentes semejantes, siga hablando Pampínea; la cual, si como ha comenzado Fiameta, continúa, sin duda algún rocío comenzaré a sentir caer sobre mis llamas.
Pampínea, oyendo que a ella le tocaba aquella orden, más por su emoción conoció el ánimo de sus compañeras que el del rey por sus palabras y por ello, más dispuesta a recrearlas un poco que a tener (salvo por el solo mandato) que contentar al rey, se dispuso a contar una historia que sin salir de lo propuesto, las hiciera reír, y comenzó:
Acostumbra el pueblo a decir el proverbio siguiente: «Quien es malvado y por bueno tenido, puede hacer el mal y no es creído»; el cual amplia materia para hablar sobre lo que me ha sido propuesto me presta, y aun para demostrar cuánta y cuál sea la hipocresía de los religiosos, los cuales con las ropas largas y amplias y con los rostros artificialmente pálidos y con las voces humildes y mansas para pedir a otros, y altanerísimos y ásperos al reprender a los otros sus mismos vicios y en mostrarles que ellos por coger y los demás por darles a ellos consiguen la salvación, y además de ello, no como hombres que el paraíso tengan que ganar como nosotros sino casi como señores y poseedores de él dando a cada uno que muere, según la cantidad de los dineros que les deja, un lugar más o menos excelente, con esto primero a sí mismos, si así lo creen, y luego a quienes a sus palabras dan fe se esfuerzan en engañar. Sobre los cuales, si cuanto les conviene me fuera permitido demostrar, pronto le aclararía a muchos simples lo que en sus capas anchísimas tienen escondido. Pero quisiera Dios que en todas sus mentiras a todos les sucediese lo que a un fraile menor, nada joven, sino de aquellos que por mayores santones eran tenidos en Venecia; sobre el cual sumamente me place hablar para tal vez aliviar un tanto con risa y con placer vuestros ánimos llenos de compasión por la muerte de Ghismunda.
Hubo, pues, valerosas señoras, en Imola, un hombre de malvada vida y corrupta que fue llamado Berto de la Massa, cuyas vituperables acciones muy conocidas por los imolenses, a tanto le llevaron que no ya la mentira sino la verdad no había en Imola quien le creyese; por lo que, apercibiéndose de que allí ya sus artimañas no le servían, como desesperado a Venecia, receptáculo de toda inmundicia, se mudó, y allí pensó encontrar otra manera para su mal obrar de lo que había hecho en otra parte. Y como si le remordiese la conciencia por las malvadas acciones cometidas por él en el pasado, mostrándose embargado por suma humildad y convertido en mejor católico que ningún otro hombre, fue y se hizo fraile menor y se hizo llamar fray Alberto de Imola; y en tal hábito comenzó a hacer en apariencia una vida sacrificada y a alabar mucho la penitencia y la abstinencia, y nunca comía carne ni bebía vino cuando no había el que le gustaba.
Y sin apercibirse casi nadie, de ladrón, de rufián, de falsario, de homicida, súbitamente se convirtió en un gran predicador sin haber por ello abandonado los susodichos vicios cuando ocultamente pudiera ponerlos en obra. Y además de ello, haciéndose sacerdote, siempre en el altar, cuando celebraba, si muchos lo veían, lloraba por la pasión del Señor como a quien poco le costaban las lágrimas cuando lo quería. Y en breve, entre sus predicaciones y sus lágrimas, supo de tal manera engatusar a los venecianos que casi de todo testamento que allí se hacía era fideicomisario y depositario, y guardador de los dineros de muchos, confesor y consejero casi de la mayoría de los hombres y de las mujeres; y obrando así, de lobo se había convertido en pastor, y era su fama de santidad en aquellas partes mucho mayor que nunca había sido la de San Francisco de Asís. Ahora, sucedió que una mujer joven, mema y boba que se llamaba doña Lisetta de en cá Quirini casada con un rico mercader que había ido con sus galeras a Flandes, fue con otras mujeres a confesarse con este santo fraile; y estando a sus pies, como veneciana que era, que son todos unos vanidosos, habiendo dicho una parte de sus asuntos, fue preguntada por fray Alberto si tenía algún amante. Y con mal gesto le respondió:
-Ah, señor fraile, ¿no tenéis ojos en la cara? ¿Os parecen mis encantos hechos como los de esas otras? Demasiados amantes tendría, si quisiera; pero no son mis encantos para dejar que los ame un tal o un cual ¿A cuántas veis cuyos encantos sean como los míos, yo que sería hermosa en el paraíso?
Y además de esto dijo tantas cosas de esta hermosura suya que era un fastidio oírla. Fray Alberto conoció incontinenti que aquélla olía a necia, y pareciéndole tierra para su arado, de ella súbitamente y con desmesura se enamoró; pero guardando las alabanzas para momento más cómodo, para mostrarse santo aquella vez, comenzó a quererla reprender y a decirle que aquello era vanagloria, y otras de sus historias; por lo que la mujer le dijo que era un animal y que no sabía que había hermosuras mayores que otras, por lo que fray Alberto, no queriéndola enojar demasiado, terminada la confesión, la dejó irse con las demás.
Y unos días después, tomando un fiel compañero, se fue a casa de doña Lisetta y, retirándose aparte a una sala con ella y sin poder ser visto por otros, se le arrodilló delante y dijo:
-Señora, os ruego por Dios que me perdonéis de lo que el domingo, hablándome vos de vuestra hermosura, os dije, por lo que tan fieramente fui castigado la noche siguiente que no he podido levantarme de la cama hasta hoy.
Dijo entonces doña Trulla:
-¿Y quién os castigó así?
Dijo fray Alberto:
-Os lo diré: estando en oración durante la noche, como suelo estar siempre, vi súbitamente en mi celda un gran esplendor, y antes de que pudiera volverme para ver lo que era, me vi encima un joven hermosísimo con un grueso bastón en la mano, el cual, cogiéndome por la capa y haciéndome levantar, tanto me pegó que me quebrantó todo. Al cual pregunté después por qué me había hecho aquello, y respondió: «Porque hoy te has atrevido a reprender los celestiales encantos de doña Lisetta, a quien amo, Dios aparte, sobre todas las cosas». Y yo entonces pregunté: «¿Quién sois vos?». A lo que respondió él que era el arcángel Gabriel. «Oh, señor mío, os ruego que me perdonéis», dije yo. Y él dijo entonces: «Te perdono con la condición de que irás a verla en cuanto puedas, y pídele perdón; y si no te perdona, yo volveré aquí y te daré tantos que lo sentirás mientras vivas». Lo que me dijo después no me atrevo a decíroslo si no me perdonáis primero.
Doña Calabaza -de-viento, que era un sí es no es dulce de sal, se esponjaba oyendo estas palabras y todas las creía veracísimas, y luego de un poco dijo:
-Bien os decía yo, fray Alberto, que mis encantos eran celestiales; pero así Dios me ayude, me da lástima de vos, y hasta ahora, para que no os hagan más daño, os perdono, si verdaderamente me decís lo que el ángel os dijo después.
Fray Alberto dijo:
-Señora, pues que me habéis perdonado, os lo diré de buen grado, pero una cosa os recuerdo, que lo que yo os diga os guardéis de decirlo a ninguna persona del mundo, si no queréis estropear vuestros asuntos, que sois la más afortunada mujer que hay hoy en el mundo. Este ángel Gabriel me dijo que os dijera que le gustáis tanto que muchas veces habría venido a estar por la noche con vos si no hubiera sido por no asustaros. Ahora, os manda decir por mí que quiere venir una noche a veros y quedarse con vos un buen rato; y porque como es un ángel y viniendo en forma de ángel no lo podríais tocar, dice que por deleite vuestro quiere venir en figura de hombre, y por ello dice que le mandéis decir cuándo queréis que venga y en forma de quién, y que lo hará; por lo que vos, más que ninguna mujer viva, os podréis tener por feliz.
Doña Bachillera dijo entonces que mucho le placía si el ángel Gabriel la amaba, porque ella lo quería bien, y nunca sucedía que una vela de un matapán no le encendiera delante de donde le viese pintado; y que cuando quisiera venir a ella era bien venido, que la encontraría sola en su alcoba; pero con el pacto de que no fuese a dejarla por la Virgen María, que le habían dicho que la quería mucho, y también lo parecía así porque en cualquier sitio que lo veía estaba arrodillado delante de ella; y además de esto, que era cosa suya venir en la forma que quisiese, siempre que no la asustara.
Entonces dijo fray Alberto:
-Señora, habláis sabiamente, y yo arreglaré bien con él lo que me decís. Pero podéis hacerme un gran favor, y no os costará nada y el favor es éste: que queráis que venga en este cuerpo mío. Y escuchad por qué me haréis un favor: que me sacará el alma del cuerpo y la pondrá en el paraíso, y cuanto él esté con vos tanto estará mi alma en el paraíso.
Dijo entonces doña Poco-hila:
-Bien me parece; quiero que por los azotes que os dio por mi causa, que tengáis este consuelo.
Entonces dijo fray Alberto:
-Así, haréis que esta noche encuentre él la puerta de vuestra casa de manera que pueda entrar, porque viniendo en cuerpo humano como vendrá, no podrá entrar sino por la puerta.
La mujer repuso que lo haría. Fray Alberto se fue y ella se quedó con tan gran alborozo que no le llegaba la camisa al cuerpo, mil años pareciéndole hasta que el arcángel Gabriel viniera a verla. Fray Alberto, pensando que caballero y no ángel tenía que ser por la noche, con confites y otras buenas cosas empezó a fortalecerse, para que fácilmente no pudiera ser arrojado del caballo; y conseguido el permiso, con un compañero, al hacerse de noche, se fue a casa de una amiga suya de donde otra vez había arrancado cuando andaba corriendo las yeguas, y de allí, cuando le pareció oportuno, disfrazado, se fue a casa de la mujer y, entrando en ella, con los perifollos que había llevado, en ángel se transfiguró, y subiendo arriba, entró en la cámara de la mujer. La cual, cuando aquella cosa tan blanca vio, se le arrodilló delante, y el ángel la bendijo y la hizo ponerse en pie, y le hizo señal de que se fuese a la cama; lo que ella, deseosa de obedecer, hizo prestamente, y el ángel después con su devota se acostó.
Era fray Alberto hermoso de cuerpo y robusto, y muy bien plantado; por la cual cosa, encontrándose con doña Lisetta, que era fresca y mórbida, distinto yacimiento haciéndole que el marido, muchas veces aquella noche voló sin alas, de lo que ella muy contenta se consideró; y además de ello, muchas cosas le dijo de la gloria celestial. Luego, acercándose el día, organizando el retorno, con sus arneses fuera se salió y volvióse a su compañero, al cual, para que no tuviese miedo durmiendo solo, la buena mujer de la casa había hecho amigable compañía. La mujer, en cuanto almorzó, tomando sus acompañantes, se fue a fray Alberto y le dio noticias del ángel Gabriel y de lo que le había contado de la gloria y la vida eterna, y cómo era él, añadiendo además a esto, maravillosas fábulas.
A la que fray Alberto dijo:
-Señora, yo no sé cómo os fue con él; lo que sé bien es que esta noche, viniendo él a mí y habiéndole yo dado vuestra embajada, me llevó súbitamente el alma entre tantas flores y tantas rosas que nunca se han visto tantas aquí, y me estuve en uno de los lugares más deleitosos que nunca hubo hasta esta mañana a maitines: lo que pasó de mi cuerpo, no lo sé.
-¿No os lo digo yo? -dijo la señora-. Vuestro cuerpo estuvo toda la noche en mis brazos con el ángel Gabriel, y si no me creéis miraos bajo la teta izquierda, donde le di un beso grandísimo al ángel, tal que allí tendréis la señal unos cuantos días.
Dijo entonces fray Alberto:
-Bien haré hoy algo que no he hecho hace mucho tiempo, que me desnudaré para ver si me decís verdad.
Y luego de mucho charlar, la mujer se volvió a casa; a donde en figura de ángel fray Alberto fue luego muchas veces sin encontrar ningún obstáculo. Pero sucedió un día que, estando doña Lisetta con una comadre suya y juntas hablando sobre la hermosura, para poner la suya delante de ninguna otra, como quien poca sal tenía en la calabaza, dijo:
-Si supierais a quién le gusta mi hermosura, en verdad que no hablaríais de las demás.
La comadre, deseosa de oírla, como quien bien la conocía, dijo:
-Señora, podréis decir verdad; pero sin embargo, no sabiendo quién sea él, no puede uno desdecirse tan ligeramente.
Entonces la mujer, que poco meollo tenía, dijo:
-Comadre, no puede decirse, pero con quien me entiendo es con el ángel Gabriel, que más que a sí mismo me ama como a la mujer más hermosa, por lo que él me dice, que haya en el mundo o en la marisma.
A la comadre le dieron entonces ganas de reírse, pero se contuvo para hacerla hablar más, y dijo:
-A fe, señora, que si el ángel Gabriel se entiende con vos y os dice esto debe ser así, pero no creía yo que los ángeles hacían estas cosas.
Dijo la mujer:
-Comadre, estáis equivocada, por las llagas de Dios: lo hace mejor que mi marido, y me dice que también se hace allá arriba; pero porque le parezco más hermosa que ninguna de las que hay en el cielo se ha enamorado de mí y se viene a estar conmigo muchas veces; ¿está claro?
La comadre, cuando se fue doña Lisetta, se le hicieron mil años hasta que estuvo en un lugar donde poder contar estas cosas; y reuniéndose en una fiesta con una gran compañía de mujeres, ordenadamente les contó la historia. Estas mujeres se lo dijeron a sus maridos y a otras mujeres, y éstas a otras, y así en menos de dos días toda Venecia estuvo llena de esto. Pero entre aquellos a cuyos oídos llegó, estaban los cuñados de ella, los cuales, sin decir nada, se propusieron encontrar aquel arcángel y ver si sabía volar: y muchas noches estuvieron apostados.
Sucedió que de este anuncio alguna noticieja llegó a oídos de fray Alberto; el cual, para reprender a la mujer yendo una noche, apenas se había desnudado cuando los cuñados de ella, que le habían visto venir, fueron a la puerta de su alcoba para abrirla. Lo que, oyendo fray Alberto, y entendiendo lo que era, levantándose y no viendo otro refugio, abrió una ventana que sobre el gran canal daba y desde allí se arrojó al agua. La hondura era bastante y él sabía bien nadar así que ningún daño se hizo; y nadando hasta la otra parte del canal, en una casa que abierta había se metió prestamente, rogando a un buen hombre que había dentro que por amor de Dios le salvase la vida, contando fábulas de por qué allí a aquella hora y desnudo estaba. El buen hombre, compadecido, corno tenía que salir a hacer sus asuntos, lo metió en su cama y le dijo que allí hasta su vuelta se estuviese; y encerrándolo dentro, se fue a sus cosas.
Los cuñados de la mujer, entrando en la alcoba, se encontraron con que el ángel Gabriel, habiendo dejado allí las alas, había volado, por lo que, como escarnecidos, gravísimas injurias dijeron a la mujer, y por fin desconsoladísima la dejaron en paz y se volvieron a su casa con los arneses del arcángel.
Entretanto, clareando el día, estando el buen hombre en Rialto, oyó contar cómo el ángel Gabriel había ido por la noche a acostarse con doña Lisetta, y, encontrado por los cuñados, se había arrojado al canal por miedo y no se sabía qué había sido de él; por lo que prestamente pensó que aquel que tenía en casa debía de ser él; y volviendo allí y reconociéndolo, luego de muchas historias, llegó con él al acuerdo de que si no quería que le entregase a los cuñados, le diese cincuenta ducados; y así se hizo.
Y después de esto, deseando fray Alberto salir de allí, le dijo el buen hombre:
-No hay modo ninguno, si uno no queréis. Hoy hacemos nosotros una fiesta a la que uno lleva a un hombre vestido de oso y otro a guisa de hombre salvaje y quién de una cosa y quién de otra, y en la plaza de San Marcos se hace una cacería, terminada la cual se termina la fiesta; y luego cada uno se va con quien ha llevado donde le guste; si queréis, antes de que pueda descubrirse que estáis aquí, que yo os lleve de alguna de estas maneras, os podré llevar donde queráis; de otro modo, no veo cómo podréis salir sin ser reconocido; y los cuñados de la señora, pensando que en algún lugar de aquí dentro estáis, han puesto por todas partes guardias para cogeros.
Aunque duro le pareciese a fray Alberto ir de tal guisa, a pesar de todo le indujo a hacerlo el miedo que tenía a los parientes de la mujer, y le dijo a aquél adónde debía llevarlo: y que de cómo le llevase se contentaba. Éste, habiéndole ya untado todo con miel y recubierto encima con pequeñas plumas, y habiéndole puesto una cadena al cuello y una máscara en la cara, y habiéndole dado para una mano un gran bastón y para la otra dos grandes perros que había llevado del matadero, mandó a uno a Rialto a que pregonase que si alguien quería ver al ángel Gabriel subiese a la plaza de San Marcos. Y fue lealtad veneciana ésta.
Y hecho esto, luego de un rato, lo sacó fuera y lo puso delante de él, y andando detrás sujetándolo por la cadena, no sin gran alboroto de muchos, que decían todos: «¿Qué es eso? ¿Qué es eso?», lo llevó hasta la plaza donde, entre los que habían venido detrás y también los que, al oír el pregón, se habían venido desde Rialto, había un sinfín de gente. Éste, llegado allí, en un lugar destacado y alto, ató a su hombre salvaje a una columna, fingiendo que esperaba la caza, al cual las moscas y los tábanos, porque estaba untado de miel, daban grandísima molestia.
Pero luego que de gente vio la plaza bien llena, haciendo como que quería desatar a su salvaje, le quitó la máscara a fray Alberto, diciendo:
-Señores, pues que el jabalí no viene a la caza, y no puede hacerse, para que no hayáis venido en vano quiero que veáis al arcángel Gabriel, que del cielo desciende a la tierra por las noches para consolar a las mujeres venecianas.
Al quitarle la máscara fue fray Alberto incontinenti reconocido por todos y contra él se elevaron los gritos de todos, diciéndole las más injuriosas palabras y la mayor infamia que nunca se dijo a ningún bribón, y, además de esto, arrojándole a la cara quién una porquería y quién otra; y así le tuvieron durante muchísimo tiempo, hasta tanto que por acaso llegando la noticia a sus frailes, hasta seis de ellos poniéndose en camino llegaron allí, y, echándole una capa encima y desencadenándolo, no sin grandísimo alboroto detrás hasta su casa lo llevaron, donde encarcelándolo, después de vivir míseramente se cree que murió. Así éste, tenido por bueno y obrando el mal, no siendo creído, se atrevió a hacer de arcángel Gabriel; y de él convertido en hombre salvaje, con el tiempo, como lo había merecido, vituperado, sin provecho lloró los pecados cometidos. Plazca a Dios que a todos los demás les suceda lo mismo.



NOVELA TERCERA

Tres jóvenes aman a tres hermanas y con ellas se fugan a Creta, la mayor, por celos, mata a su amante, la segunda, entregándose al duque de Creta, salva de la muerte a la primera, cuyo amante la mata y con la primera huye, es culpado de ello el tercer amante con la tercera hermana y, presos, lo confiesan y por temor a morir corrompen con dinero a la guardia, y, pobres, huyen a Rodas y en la pobreza allí mueren.

Filostrato, oído el final del novelar de Pampínea, se quedó un poco ensimismado y luego dijo volviéndose a ella:
-Algo bueno y que me agradó hubo al final de vuestra novela, pero demasiada diversión hubo antes que habría querido que no hubiese.
Luego, volviéndose a Laureta, dijo:
-Señora, seguid vos con una mejor, si es que puede ser.
Laureta, riendo, dijo:
-Demasiado cruel estáis contra los amantes, si sólo un mal fin les deseáis; y por obedeceros os contaré una sobre tres que igualmente mal terminaron habiendo gozado poco de su amor.
Y dicho esto, comenzó:
Jóvenes señoras, como claramente podéis conocer, todos los vicios pueden volverse, con grandísimo dolor, contra quien los tiene y muchas veces contra otros; y entre los que con más flojas riendas a nuestros peligros nos lleva, me parece que la ira sea el que más; la cual no es otra cosa que un movimiento súbito y desconsiderado, movido por los sentidos dolores; el cual, desterrada toda razón y teniendo los ojos de la mente ofuscados por tinieblas, con ardentísimo furor enciende nuestro ánimo. Y aunque con frecuencia le sobreviene al hombre, y más a unos que a otros, no menos ha sobrevenido (y con mayores daños) a las mujeres, porque más fácilmente se enciende en ellas y allí arde con llama más clara y con menor freno las agita.
Y no hay que maravillarse de ello: porque si queremos mirar, veremos que su fuego por su naturaleza antes prende en las cosas ligeras y suaves que en las duras y más pesadas; y nosotras somos (no lo tengan a mal los hombres) más delicadas que lo son ellos, y mucho más volubles. Por lo cual, viéndonos naturalmente a esto proclives, y mirando después cómo nuestra mansedumbre y benignidad son gran reposo y placer a los hombres con quien acostumbramos a tratar, y cómo la ira y el furor son de gran angustia y peligro, para que de ella con más fuerte pecho nos guardemos, el amor de tres jóvenes y de otras tantas señoras, como dije antes, convertido de feliz que era en infelicísimo por la ira de una de ellas, entiendo mostraros con mi historia.
Marsella es, como sabéis, en Provenza, una nobilísima y antigua ciudad, situada junto al mar, y ha sido antes en hombres ricos y en grandes mercaderes más copiosa de lo que hoy se ve; entre los que hubo uno llamado N'Arnald Civada, hombre de nacimiento ínfimo pero de claro honor y leal mercader, sin medida rico en posesiones y en dineros, el cual de su mujer tenía muchos hijos entre los cuales tres eran mujeres, y eran de edad mayores que los otros que eran varones. De las cuales, dos, nacidas de un parto, tenían quince años de edad, la tercera tenía catorce; y nada esperaban sus parientes para casarlas sino la vuelta de N'Arnald, que con su mercancía se había ido a España.
Eran los nombres de las dos primeras, el de la una Ninetta, y de la otra Maddalena; la tercera se llamaba Bertella. De Ninetta estaba un joven, gentilhombre aunque fuese pobre, llamado Restagnone, enamorado cuanto más podía, y la joven de él; y de tal modo habían sabido obrar que, sin que ninguna persona en el mundo lo supiese, gozaban de su amor; y ya buen espacio gozado habían cuando sucedió que dos jóvenes amigos, de los cuales uno se llamaba Folco y el otro Ughetto, muertos sus padres y habiendo quedado riquísimos, el uno de Maddalena y el otro de Bertella se enamoraron. De lo cual percatándose Restagnone (habiéndole sido por Ninetta mostrado) pensó en poder ayudarse en sus carencias con el amor de éstos; y familiarizándose con su trato, ahora a uno ahora al otro, y a veces a los dos, les acompañaba a ver sus señoras y la de él.
Y cuando lo bastante familiar y amigo suyo le pareció ser, un día a su casa llamándoles les dijo:
-Carísimos jóvenes, nuestro trato os puede haber demostrado cuánto es el amor que os tengo y que por vosotros pondría en obra lo que por mí mismo pondría; y porque mucho os amo, lo que se me ha venido al ánimo entiendo mostraros, y vosotros luego conmigo, juntos, tomaremos el partido que os parezca mejor.
Vosotros, si vuestras palabras no mienten, y por lo que en vuestros actos de día y de noche me parece haber comprendido, en grandísimo amor por las dos jóvenes que amáis ardéis, y yo por la tercera, su hermana; al cual ardor, si queréis concedérmelo, me pide el corazón hallar un muy dulce y placentero remedio como es éste: vosotros sois riquísimos, lo que no soy yo; si quisierais juntar vuestras riquezas y hacerme a mí tercer poseedor de ellas junto con vosotros y deliberar a qué parte del mundo podríamos ir a vivir alegremente con ellas, sin falta me dice el corazón que podré hacer que las tres hermanas, con gran parte de lo que tiene su padre, con nosotros a donde queramos ir vengan, y allí cada uno con la suya a guisa de hermanos vivir podremos como los hombres más felices que hay en el mundo. A vosotros os toca ahora decidir si queréis haceros felices con esto, o dejarlo.
Los dos jóvenes, que sobremanera ardían, al oír que a las dos jóvenes tendrían, no pasaron mucho trabajo deliberando sino que dijeron que, si esto sucedía, estaban dispuestos a hacerlo. Restagnone, con esta respuesta de los jóvenes, de allí a pocos días se encontró con Ninetta, a la que no sin gran dificultad ver podía; y luego de que un tanto con ella hubo estado, lo que había hablado con los jóvenes le explicó, y con muchas razones se ingenió en que esta empresa le agradase. Pero poco difícil le fue porque ella mucho mas que él deseaba poder estar con él sin sobresalto; por lo que de buena gana le contestó que le placía y que sus hermanas, y máximamente en esto, harían lo que ella quisiese; le dijo que todas las cosas necesarias para ello lo antes que pudiera preparase.
Volviendo Restagnone a los dos jóvenes, que mucho sobre lo que les había dicho le preguntaban, les dijo que por parte de sus señoras el asunto estaba decidido; y entre ellos deliberaron irse a Creta después de vender algunas posesiones que tenían, bajo título de querer ir a comerciar con los dineros, y trocadas en dineros todas las demás cosas que tenían, compraron una saetía y la armaron secretamente con gran ventaja, y esperaron el término puesto.
Por otra parte, Ninetta, que del deseo de las hermanas demasiado sabía, con dulces palabras en tanto afán de hacer aquello las inflamó que les parecía que no iban a vivir lo suficiente para llegar a ello. Por lo que, venida la noche en que debían subir a la saetía, las tres hermanas, abierto un gran cofre de su padre, de él grandísima cantidad de dineros y de joyas sacaron, y con ellas, de casa las tres ocultamente saliendo, según lo planeado, allí a sus tres amantes que las esperaban encontraron; con los cuales sin ninguna demora a la saetía subidas, dieron los reinos al agua y se fueron, y sin detenerse un punto en ningún lugar, a la tarde siguiente llegaron a Génova, donde los noveles amantes gozo y placer por primera vez tomaron de su amor.
Y proveyéndose de aquello que necesitaban se fueron, y de un puerto en otro, antes de que llegase el día octavo, sin ningún impedimento llegaron a Creta, donde grandísimas y hermosas posesiones compraron, en las cuales, asaz cerca de Candia construyeron hermosísimas y deleitables mansiones; y allí con muchos sirvientes, con perros y con aves de presa y con caballos en convites y en fiestas y en placeres con sus mujeres lo más contentos del mundo a guisa de barones comenzaron a vivir.
Y viviendo de tal manera, sucedió (así como vemos suceder todos los días) que aunque las cosas mucho gusten, si se tienen en cantidad excesiva cansan, que a Restagnone, el cual mucho amado había a Ninetta, pudiéndola sin ningún temor tener a todo su placer, comenzó a cansarle, y por consiguiente, a fallarle el amor hacia ella. Y habiéndole en una fiesta sumamente agradado una joven del país, hermosa y noble señora, y cortejándola con toda asiduidad, comenzó a hacer por ella maravillosos gastos y fiestas, de lo que percatándose Ninetta, le entraron tantos celos de él que no podía dar un paso sin que ella lo supiera y sin que luego con palabras y con reproches a él y a ella no se atribulase. Pero así como la abundancia de las cosas engendra el fastidio, así multiplica el apetito el ser negadas las que se desean: y así los reproches de Ninetta acrecentaban las llamas del nuevo amor de Restagnone; y como con el paso del tiempo aconteciese o que Restagnone la intimidad de la mujer amada tuviese o que no, Ninetta, quienquiera que se lo dijese, lo tuvo por cierto, con lo que cayó en tanta tristeza, y de ella en tanta ira y subsiguientemente a tanto furor pasó que, convertido el amor que a Restagnone tenía en amargo odio, cegada por la ira, pensó con la muerte de Restagnone vengar la vergüenza que le parecía haber recibido.
Y hecha venir a una vieja griega, gran maestra en componer venenos, con promesas y con dones la condujo a hacer un agua mortífera, la que ella, sin aconsejarse con nadie, una noche a Restagnone acalorado y que aquello no temía le dio a beber. El poder de aquello fue tal que antes de que llegase la mañana lo había matado; cuya muerte, sintiendo Folco y Ughetto y sus mujeres, sin saber que de veneno hubiese muerto, junto con Ninetta amargamente lloraron y honradamente lo hicieron sepultar. Pero sucedió no muchos días después que, por otra malvada acción, fue apresada la vieja que a Ninetta el agua envenenada le había preparado, la cual, entre sus otras maldades, al darle tortura, confesó ésta, claramente mostrando lo que por ello había sucedido; por lo que el duque de Creta, sin nada decir, ocultamente una noche fue a los alrededores de la villa de Folco, y sin alboroto ni oposición ninguna, se llevó presa a Ninetta, de la cual, sin ninguna tortura, prestísimamente lo que oír quería obtuvo sobre la muerte de Restagnone.
Folco y Ughetto ocultamente le habían oído al duque, y a sus mujeres, por qué había sido apresada Ninetta; lo que mucho les dolió, y todo trabajo ponían en hacer que Ninetta escapase al fuego, al que creían que sería condenada, como quien muy bien merecido lo tenía, porque el duque firme estaba en querer hacer justicia. Maddalena, que hermosa joven era y largamente había sido cortejada por el duque sin nunca haber querido hacer nada que él desease, imaginando que si le daba gusto podría librar a la hermana del fuego, por un cauto embajador se lo dio a entender, que ella estaba por completo a sus órdenes si dos cosas se siguiesen de ello; la primera, que recuperase a su hermana salva y libre; la otra, que esto fuese cosa secreta.
El duque, oída la embajada y agradándole, largamente consideró si debía hacerlo y al final estuvo de acuerdo y repuso que estaba pronto. Haciendo, pues, con consentimiento de la señora (como si de ellos quisiera informarse del asunto) detener una noche a Folco y a Ughetto, fue secretamente a albergarse con Maddalena; y fingiendo primero haber puesto a Ninetta dentro de un saco y deber aquella noche misma arrojar al mar con una piedra atada al cuello, con él se la llevó a su hermana y por precio de aquella noche se la dio, rogándole al irse por la mañana que aquella noche, que había sido la primera de su amor, no fuese la última, y además de esto le ordenó que de allí hiciese partir a la mujer culpable para que no le fuese reprochado aquello y no tuviese que empezar de nuevo a maltratarla.
A la mañana siguiente, Folco y Ughetto, habiendo oído que Ninetta por la noche había sido arrojada al mar, y creyéndolo, fueron liberados; y a su casa para consolar a sus mujeres de la muerte de la hermana retornados, por mucho que Maddalena se ingeniase en esconderla mucho, Folco se dio cuenta de que estaba allí; de lo que se maravilló mucho y súbitamente sospechó, habiendo ya oído que el duque había cortejado a Maddalena, y le preguntó cómo podía ser que Ninetta estuviese aquí. Maddalena urdió una larga fábula para querérselo explicar, poco por él (que era malicioso) creída, y a decir la verdad la constriñó; y ella, luego de muchas palabras, se la dijo.
Folco, vencido por el dolor y montando en ira, desenvainada una espada, a ella que en vano le pedía merced, la mató; y temiendo la ira y la justicia del duque, dejándola muerta en la alcoba, se fue donde Ninetta estaba, y con rostro infinitamente alegre, le dijo:
-Vamos pronto allí donde tu hermana ha determinado que te lleve para que no vuelvas a manos del duque.
La cual cosa creyendo Ninetta, y como temerosa, deseando irse, con Folco, sin otra despedida buscar de su hermana, siendo ya de noche, se puso en camino, y con aquellos dineros a que Folco pudo echar mano, que fueron pocos; y yéndose al puerto, subieron a una barca y nunca más se supo dónde llegaron.
Venido el día siguiente y siendo Maddalena hallada muerta, hubo algunos que por envidia y odio que tenían a Ughetto, rápidamente al duque se lo hicieron saber, por la cual cosa el duque, que mucho amaba a Maddalena, corriendo fogosamente a la casa, a Ughetto apresó y a su mujer, que de estas cosas todavía nada sabían, esto es de la partida de Folco y Ninetta, los constriñó a confesar que ellos juntos con Folco habían sido culpables de la muerte de Maddalena. Por cuya confesión ellos, fundadamente temiendo la muerte, con gran habilidad a quienes los guardaban corrompieron, dándoles una cierta cantidad de dineros que en su casa escondidos para los casos necesarios guardaban: y junto con los guardias, sin tener espacio de poder coger ninguna de sus cosas, montándose en una barca, de noche se escaparon a Rodas, donde en pobreza y miseria vivieron no mucho tiempo. Pues a semejante partido el loco amor de Restagnone y la ira de Ninetta les condujeron a ellos y a los demás.



NOVELA CUARTA

Gerbino, contra la palabra dada al rey Guilielmo, su abuelo, combate una nave del rey de Túnez para quitarle a una hija suya; y matada ésta por los que allí iban, los mata, y a él luego le cortan la cabeza.

Laureta callaba, una vez terminada su novela, y, entre la compañía, quién con uno, quién con otro de la desgracia de los amantes se dolía, y quién reprobaba la ira de Ninetta, y unos una cosa y otros otra decían, cuando el rey, como saliendo de un profundo pensamiento, alzó el rostro y a Elisa le hizo señal de continuar narrando; la cual gentilmente comenzó:
Amables señoras, muchos son los que creen que Amor solamente por las miradas encendido, envía sus saetas, burlándose de quienes sostener quieren que alguien por el oído pueda enamorarse, y que éstos están engañados aparecerá asaz claramente en una novela que contar entiendo, en la que no solamente por la fama, sin haberse visto nunca, veréis que ha obrado sino también cómo a mísera muerte condujo a cada uno os será manifiesto.
Guilielmo II, rey de Sicilia, según dicen los sicilianos, tuvo dos hijos, uno varón llamado Ruggiero, la otra mujer, llamada Constanza. El cual Ruggiero, muriendo antes que su padre, dejó un hijo llamado Gerbino, el cual, con solicitud educado por su abuelo, se hizo un joven hermosísimo y famoso en bizarría y en cortesía. Y no dentro de los límites de Sicilia se quedó encerrada su fama, sino que en varias partes del mundo sonando, era clarísima en Berbería, que en aquellos tiempos era tributaria del rey de Sicilia. Y entre los demás a cuyos oídos la magnífica fama de la virtud y la cortesía de Gerbino llegaron, hubo una hija del rey de Túnez, la cual, según lo que todos los que la veían decían, era una de las más hermosas criaturas que nunca por la naturaleza hubiera sido formada, y la más cortés y de ánimo grande y noble. La cual, gustando de oír hablar de los hombres valerosos, con tanto afecto retuvo las cosas valerosamente hechas por Gerbino que unos y otros contaban, y tanto le agradaban, que dándole vueltas en su imaginación a cómo debía ser él, ardientemente se enamoró, y con más agrado que de otros hablaba de él y a quien de él hablaba escuchaba.
Por otra parte, había también, como a otros lugares, llegado a Sicilia la grandísima fama de la belleza y del valor de ella, y no sin gran deleite ni en vano había alcanzado los oídos de Gerbino; así, no menos que la joven se había inflamado por él, él por ella se había inflamado. Por la cual cosa, hasta tanto que con conveniente razón de su abuelo la licencia pidiese para ir a Túnez, deseoso sobremanera de verla, a todo amigo suyo que allí iba, ordenaba que en cuanto estuviera en su poder le comunicase su secreto y gran amor del modo que mejor le pareciese y le trajese de ella noticia. De los cuales, uno lo hizo muy sagazmente llevándole joyas de mujer para que las viese, del modo que hacen los mercaderes, y por completo manifestándole el ardor de Gerbino, él y sus cosas le ofreció dispuestas a sus mandatos; la cual, con alegre rostro el embajador y la embajada recibió; y respondiéndole que ella en igual amor ardía, una de sus más preciosas joyas en testimonio de ello le mandó. La cual recibió Gerbino con tanta alegría como pueda recibirse la cosa más querida, y por aquel mismo muchas veces le escribió y le mandó preciosísimos presentes, haciendo con ella ciertos conciertos para, si la fortuna lo permitiese, verse y tocarse.
Pero andando las cosas de esta guisa y un poco más lejos de lo que hubiera sido necesario ardiendo por una parte la joven y por otra Gerbino, sucedió que el rey de Túnez la casó con el rey de Granada, de lo que ella se afligió sobremanera, pensando que no solamente con larga distancia se alejaba de su amante sino que casi por completo le era arrebatada; y si hubiera habido manera, de buena gana, para que aquello no sucediese, hubiera huido del padre y se hubiera reunido con Gerbino. Del mismo modo, Gerbino, enterado de este matrimonio, sin medida doliente vivía y pensando si pudiese hallar alguna manera de poder llevársela por la fuerza, si sucediese que por mar fuese al marido. El rey de Túnez, oyendo algo de este amor y de la determinación de Gerbino, y temiendo su valor y su poder, llegando el tiempo en que debía mandarla, hizo saber al rey Guilielmo lo que quería hacer y que entendía hacerlo si él le aseguraba que ni Gerbino ni otro se lo impediría.
El rey Guilielmo, que viejo era y no había oído nada del enamoramiento de Gerbino, no imaginándose que por ello se le pidiese tal garantía, lo concedió de buena gana y en señal de ello mandó al rey de Túnez su guante. El cual, después de que la seguridad hubo recibido, hizo preparar una grandísima y hermosa nave en el puerto de Cartago y abastecerla con todo lo que fuera necesario, y adornarla y prepararla, para mandar en ella a su hija a Granada; y no esperaba sino el tiempo favorable. La joven señora, que todo esto sabía y veía, ocultamente mandó a Palermo a un servidor suyo y le ordenó que al bellido Gerbino saludase de su parte y le dijera cómo iba a irse a Granada pocos días después; por lo que ahora se vería si era hombre tan valiente como se decía y si tanto la amaba como muchas veces le había significado. Aquel a quien le fue ordenada, óptimamente cumplió su embajada y se volvió a Túnez.
Gerbino, al oír esto, y sabiendo que el rey Guilielmo su abuelo había otorgado la seguridad al rey de Túnez, no sabía qué hacerse; pero empujado por el amor, habiendo escuchado las palabras de la señora y para no parecer vil, yendo a Mesina, allí hizo prestamente armar dos galeras ligeras, y haciendo subir a ellas valientes hombres, con ellos se fue junto a Cerdeña, pensando que por allí debía pasar la nave de la señora.
Y no tardó en realizarse su pensamiento, porque después de que allí pocos días hubo estado, la nave, con poco viento y no lejana al lugar donde se había apostado esperándola, apareció.
Viendo la cual, Gerbino, a sus compañeros dijo:
-Señores, si sois tan valerosos como pienso, ninguno de vosotros creo que esté sin haber sentido o sentir amor, sin el cual, como por mí mismo juzgo, ningún mortal puede ninguna virtud o bien tener en sí; y si enamorados habéis estado o estáis, fácil cosa os será comprender mi deseo. Yo amo: Amor me indujo a daros la presente fatiga, y lo que amo, en la nave que se ve ahí delante está, la cual, junto con la cosa que yo más deseo, va llena de grandísimas riquezas, las cuales, si hombres valerosos sois, con poca fatiga, virilmente combatiendo, podemos conquistar; de cuya victoria no busco quedarme sino con una mujer por cuyo amor muevo las armas; todas las demás cosas sean vuestras libremente desde ahora. Vamos, pues, y con buena ventura asaltemos la nave mientras Dios, favorable a nuestra empresa, sin prestarle viento nos la tiene inmóvil.
No necesitaba el bellido Gerbino tantas palabras porque los mesinenses que con él estaban, deseosos del botín, ya en su ánimo estaban dispuestos a hacer aquello a lo que Gerbino les alentaba con las palabras; por lo que, haciendo un grandísimo alboroto, al final de sus palabras, para que así fuese sonaron las trompetas, y empuñando las armas dieron los remos al agua y a la nave llegaron. Los que en la nave estaban, viendo de lejos venir las galeras, no pudiéndose ir, se aprestaron a la defensa. El bellido Gerbino, llegado a ella, ordenó que los patrones a las galeras fuesen llevados si no querían batalla. Los sarracenos, asegurados de quiénes eran y qué pedían, dijeron que se les asaltaba contra la palabra empeñada con ellos por el rey suyo, y en señal de ello mostraron el guante del rey Guilielmo y del todo se negaron, si no eran vencidos en batalla, a rendirse o a darle nada que hubiera en la nave. Gerbino, que en la popa de la nave había visto a la señora, mucho más hermosa de lo que él ya pensaba, mucho más inflamado en amor que antes, al mostrarle el guante repuso que allí no había en aquel momento halcones para los que se necesitase un guante, y que por ello, si no querían entregarles a la señora, que se preparasen a la batalla. La que, sin esperar más, a arrojarse saetas y piedras el uno contra el otro fieramente comenzaron y largamente con daño de cada una de las partes en tal guisa combatieron.
Por último, viéndose Gerbino sin mucho provecho, tomando una barquichuela que de Cerdeña llevado había, y prendiéndole fuego, con las dos galeras la acostó a la nave; lo que viendo los sarracenos y conociendo que por necesidad debían o rendirse o morir, haciendo a cubierta venir a la hija del rey, que bajo cubierta lloraba, y llevándola a la proa de la nave y llamando a Gerbino, ante sus ojos, a ella, que pedía merced y ayuda, le cortaron las venas y arrojándola al mar dijeron:
-Tómala, te la damos como podemos y como tu lealtad la ha merecido.
Gerbino, viendo su crueldad, deseoso de morir, no preocupándose por saetas ni por piedras, a la nave se hizo acercar, y subiendo a ella a pesar de cuantos allí iban, no de otra manera que un león famélico entra en una manada de becerros, ora a éste ora a aquél desangrando y primero con los dientes y con las uñas su ira sacia que el hambre, con una espada en la mano ora a éste ora a aquél cortando de los sarracenos, cruelmente a muchos mató Gerbino; creciendo ya el fuego en la encendida nave, haciendo a los marineros coger lo que pudieran como recompensa, abajo se fue con aquella poco alegre victoria conseguida sobre sus enemigos. Luego, haciendo el cuerpo de la hermosa señora recoger del mar, largamente y con muchas lágrimas la lloró, y volviéndose a Sicilia, en Ustica, pequeñísima isla casi enfrente de Trápani, honradamente la hizo sepultar, y a su casa se fue más dolorido que ningún hombre. El rey de Túnez, conocida la noticia, a sus embajadores de negro vestidos, envió al rey Guilielmo, doliéndose de que la palabra dada mal había sido cumplida, y le contaron cómo. Por lo que el rey Guilielmo, fuertemente airado, no viendo manera de poder negarles la justicia que pedían, hizo apresar a Gerbino, y él mismo, no habiendo ninguno de sus barones que con ruegos se esforzase en disuadirlo, le condenó a muerte y en presencia suya le hizo cortar la cabeza, queriendo antes quedarse sin nieto que tenido por un rey sin honor. Así, en pocos días, tan miserablemente los dos amantes, sin haber gustado ningún fruto de su amor, de mala muerte murieron, como os he contado.



NOVELA QUINTA

Los hermanos de Isabetta matan a su amante, éste se le aparece en sueños y le muestra dónde está enterrado, ella ocultamente le desentierra la cabeza y la pone en un tiesto de albahaca y llorando sobre él todos los días durante mucho tiempo, sus hermanos se lo quitan y ella se muere de dolor poco después.

Terminada la historia de Elisa y alabada por el rey durante un rato, a Filomena le fue ordenado que contase: la cual, llena de compasión por el mísero Gerbino y su señora, luego de un piadoso suspiro, comenzó:
Mi historia, graciosas señoras, no será sobre gentes de tan alta condición como fueron aquéllas sobre quienes Elisa ha hablado, pero acaso no será menos digna de lástima; y a acordarme de ella me trae Mesina, ha poco recordada, donde sucedió el caso.
Había, pues, en Mesina tres jóvenes hermanos y mercaderes, y hombres, que habían quedado siendo bastante ricos después de la muerte de su padre, que era de San Gimigniano, y tenían una hermana llamada Elisabetta, joven muy hermosa y cortés, a quien, fuera cual fuese la razón, todavía no habían casado. Y tenían además estos tres hermanos, en un almacén suyo, a un mozo paisano llamado Lorenzo, que todos sus asuntos dirigía y hacía, el cual, siendo asaz hermoso de persona y muy gallardo, habiéndolo muchas veces visto Isabetta, sucedió que empezó a gustarle extraordinariamente, de lo que Lorenzo se percató y una vez y otra, semejantemente, abandonando todos sus otros amoríos, comenzó a poner en ella el ánimo; y de tal modo anduvo el asunto que, gustándose el uno al otro igualmente, no pasó mucho tiempo sin que se atrevieran a hacer lo que los dos más deseaban.
Y continuando en ello y pasando juntos muchos buenos ratos y placenteros, no supieron obrar tan secretamente que una noche, yendo Isabetta calladamente allí donde Lorenzo dormía, el mayor de los hermanos, sin advertirlo ella, no lo advirtiese; el cual, porque era un prudente joven, aunque muy doloroso le fue enterarse de aquello, movido por muy honesto propósito, sin hacer un ruido ni decir cosa alguna, dándole vuelta a varios pensamientos sobre aquel asunto, esperó a la mañana siguiente. Después, venido el día, a sus hermanos contó lo que la pasada noche había visto entre Isabetta y Lorenzo, y junto con ellos, después de largo consejo, deliberó para que sobre su hermana no cayese ninguna infamia, pasar aquello en silencio y fingir no haber visto ni sabido nada de ello hasta que llegara el momento en que, sin daño ni deshonra suya, esta afrenta antes de que más adelante siguiera pudiesen lavarse. Y quedando en tal disposición charlando y riendo con Lorenzo tal como acostumbraban, sucedió que fingiendo irse fuera de la ciudad para solazarse llevaron los tres consigo a Lorenzo; y llegados a un lugar muy solitario y remoto, viéndose con ventaja, a Lorenzo, que de aquello nada se guardaba, mataron y enterraron de manera que nadie pudiera percatarse; y vueltos a Mesina corrieron la voz de que lo habían mandado a algún lugar, lo que fácilmente fue creído porque muchas veces solían mandarlo de viaje.
No volviendo Lorenzo, e Isabetta muy frecuente y solícitamente preguntando por él a sus hermanos, como a quien la larga tardanza pesaba, sucedió un día que preguntándole ella muy insistentemente, uno de sus hermanos le dijo:
-¿Qué quiere decir esto? ¿Qué tienes que ver tú con Lorenzo que me preguntas por él tanto? Si vuelves a preguntarnos te daremos la contestación que mereces.
Por lo que la joven, doliente y triste, temerosa y no sabiendo de qué, dejó de preguntarles, y muchas veces por la noche lastímeramente lo llamaba y le pedía que viniese, y algunas veces con muchas lágrimas de su larga ausencia se quejaba y sin consolarse estaba siempre esperándolo.
Sucedió una noche que, habiendo llorado mucho a Lorenzo que no volvía y habiéndose al fin quedado dormida, Lorenzo se le apareció en sueños, pálido y todo despeinado, y con las ropas desgarradas y podridas, y le pareció que le dijo:
-Oh, Isabetta, no haces más que llamarme y de mi larga tardanza te entristeces y con tus lágrimas duramente me acusas; y por ello, sabe que no puedo volver ahí, porque el último día que me viste tus hermanos me mataron.
Y describiéndole el lugar donde lo habían enterrado, le dijo que no lo llamase más ni lo esperase. La joven, despertándose y dando fe a la visión, amargamente lloró; después, levantándose por la mañana, no atreviéndose a decir nada a sus hermanos, se propuso ir al lugar que le había sido mostrado y ver si era verdad lo que en sueños se le había aparecido. Y obteniendo licencia de sus hermanos para salir algún tiempo de la ciudad a pasearse en compañía de una que otras veces con ellos había estado y todos sus asuntos sabía, lo antes que pudo allá se fue, y apartando las hojas secas que había en el suelo, donde la tierra le pareció menos dura allí cavó; y no había cavado mucho cuando encontró el cuerpo de su mísero amante en nada estropeado ni corrompido; por lo que claramente conoció que su visión había sido verdadera. De lo que más que mujer alguna adolorida, conociendo que no era aquél lugar de llantos, si hubiera podido todo el cuerpo se hubiese llevado para darle sepultura más conveniente; pero viendo que no podía ser, con un cuchillo lo mejor que pudo le separó la cabeza del tronco y, envolviéndola en una toalla y arrojando la tierra sobre el resto del cuerpo, poniéndosela en el regazo a la criada, sin ser vista por nadie, se fue de allí y se volvió a su casa.
Allí, con esta cabeza en su alcoba encerrándose, sobre ella lloró larga y amargamente hasta que la lavó con sus lágrimas, dándole mil besos en todas partes. Luego cogió un tiesto grande y hermoso, de esos donde se planta la mejorana o la albahaca, y la puso dentro envuelta en un hermoso paño, y luego, poniendo encima la tierra, sobre ella plantó algunas matas de hermosísima albahaca salernitana, y con ninguna otra agua sino con agua de rosas o de azahares o con sus lágrimas la regaba; y había tomado la costumbre de estar siempre cerca de este tiesto, y de cuidarlo con todo su afán, como que tenía oculto a su Lorenzo, y luego de que lo había cuidado mucho, poniéndose junto a él, empezaba a llorar, y mucho tiempo, hasta que toda la albahaca humedecía, lloraba. La albahaca, tanto por la larga y continua solicitud como por la riqueza de la tierra procedente de la cabeza corrompida que en ella había, se puso hermosísima y muy olorosa.
Y continuando la joven siempre de esta manera, muchas veces la vieron sus vecinos; los cuales, al maravillarse sus hermanos de su estropeada hermosura y de que los ojos parecían salírsele de la cara, les dijeron:
-Nos hemos apercibido de que todos los días actúa de tal manera.
Lo que, oyendo sus hermanos y advirtiéndolo ellos, habiéndola reprendido alguna vez y no sirviendo de nada, ocultamente hicieron quitarle aquel tiesto. Y no encontrándolo ella, con grandísima insistencia lo pidió muchas veces, y no devolviéndoselo, no cesando en el llanto y las lágrimas, enfermó y en su enfermedad no pedía otra cosa que el tiesto. Los jóvenes se maravillaron mucho de esta petición y por ello quisieron ver lo que había dentro; y vertida la tierra vieron el paño y en él la cabeza todavía no tan consumida que en el cabello rizado no conocieran que era la de Lorenzo. Por lo que se maravillaron mucho y temieron que aquello se supiera; y enterrándola sin decir nada ocultamente salieron de Mesina y ordenando la manera de irse de allí se fueron a Nápoles. No dejando de llorar la joven y siempre pidiendo su tiesto llorando murió y así tuvo fin su desventurado amor; pero después de cierto tiempo, siendo esto sabido por muchos hubo alguien que compuso aquella canción que todavía se canta hoy y dice:
Quién sería el mal cristiano que el albahaquero me robó, etc.



NOVELA SEXTA

Andreuola ama a Gabyiotto; le cuenta un sueño que ha tenido y él a ella otro; repentinamente se muere en sus brazos, mientras ella con una criada a su casa lo llevan son apresadas por la señoría, y ella dice lo que ha sucedido; el podestá la quiere forzar, ella no lo sufre, se entera su padre y, hallándola inocente, la hace liberar, ella, rehusando seguir en el mundo, se hace monja.

La historia que Filomena había contado fue muy apreciada por las señoras porque muchas veces habían oído cantar aquella canción y nunca habían podido, a pesar de preguntarlo, saber con qué ocasión había sido compuesta. Pero habiendo el rey su final oído, a Pánfilo le ordenó que continuase el orden. Pánfilo, entonces, dijo:
El sueño contado en la pasada historia me da materia para contaros una en la cual se habla de dos, que sobre cosas que debían pasar, como si hubieran ya sucedido, versaban, y apenas hubieron terminado de contarse por quienes las habían visto cuando tuvieron los dos efecto. Y así, amorosas señoras, debéis saber que general impresión es de todos los vivientes ver varias cosas en su sueño, las cuales, aunque a quien duerme, durmiendo le parecen todas verdaderas, y despertándose juzgue verdaderas algunas, algunas verosímiles y una parte fuera de toda verosimilitud, no menos resulta que muchas de ellas suceden. Por la cual cosa, muchos prestan tanta fe a cada sueño cuanta prestarían a las cosas que vieran estando en vigilia, y con sus mismos sueños se entristecen o se alegran como por lo que temen o esperan, y por el contrario, hay quienes en ninguno creen sino después de que se ven caer en el peligro que les ha sido mostrado; de los cuales, ni a unos ni a otros alabo, porque no siempre son verdaderos ni todas las veces falsos.
Que no son todos verdaderos, muchas veces todos nosotros hemos tenido ocasión de verlo, y que todos no son falsos, ya antes en la historia de Filomena se ha mostrado, y en la mía, como ya he dicho, entiendo mostrarlo. Por lo que juzgo que si se vive virtuosamente y se obra, a ningún sueño contrario a ello debe temerse y no dejar por él los buenos propósitos; en las cosas perversas y malvadas, aunque los sueños parezcan favorables a ellas y con visiones propicias a quienes los ven animen, nadie debe creer; y así, en su contrario, dar a todos completa fe. Pero vengamos a la historia.
Hubo en la ciudad de Brescia un gentilhombre llamado micer Negro de Pontecarrato, el cual, entre otros muchos hijos, tenía una hija, llamada Andreuola, muy joven y hermosa y sin marido, la cual, por ventura de un vecino suyo cuyo nombre era Gabriotto, se enamoró, hombre de baja condición aunque de loables costumbres lleno y en su persona hermoso y amable; y con la intervención y la ayuda de la nodriza de la casa tanto anduvo la joven, que Cabriotto supo no sólo que era amado por Andreuola, sino que fue llevado mucho a un hermoso jardín del padre de ella, y muchas veces con deleite de una y de otra parte; y para que ninguna razón nunca sino la muerte pudiera separar su deleitoso amor, marido y mujer secretamente se hicieron. Y del mismo modo, furtivamente, confirmando sus ayuntamientos, sucedió que a la joven una noche, durmiendo, le pareció ver en sueños que estaba en su jardín con Gabriotto y que le tenía entre sus brazos con grandísimo placer de ambos; y mientras así estaban le pareció ver salir del cuerpo de él una cosa oscura y terrible cuya forma ella no podía reconocer, y le parecía que esta cosa cogiese a Gabriotto y contra su voluntad con espantosa fuerza se lo arrancase de los brazos y con él se escondiese dentro de la tierra y no pudiese ver más ni al uno ni a la otra; por lo que muy gran dolor e imponderable sentía, y por ello se despertó, y despierta, aunque fuese viendo que no era así como lo había soñado, no por ello dejó de sentir miedo por el sueño visto.
Y por esto, queriendo luego Gabriotto la noche siguiente venir a donde ella, cuanto pudo se esforzó en hacer que no viniese por la noche allí; pero, viendo su voluntad, para que de otro no fuese a sospechar, la noche siguiente lo recibió en su jardín. Y habiendo muchas rosas blancas y bermejas cogido, porque era tiempo de ellas, con él junto a una bellísima fuente y clara que en el jardín había, se fue a estar, y allí, después de una grande y muy larga fiesta que disfrutaron juntos, Gabriotto le preguntó cuál era la razón por la que le había prohibido venir el día antes.
La joven, contándole el sueño tenido por ella la noche antes y el temor que le había dado, se la explicó.
Gabriotto, al oírla, se rió y dijo que gran necedad era creer en sueños porque o por exceso de comida o por falta de ella sucedían, y que eran todos vanos se veía cada día; y luego dijo:
-Si yo hubiese querido hacer caso de sueños no habría venido aquí, no tanto por el tuyo sino por uno que también tuve esta noche pasada, el cual fue que me parecía estar en una hermosa y deleitosa selva por la que iba cazando, y haber cogido una cabritilla tan bella y tan placentera como la mejor que se haya visto; y me parecía que era más blanca que la nieve y en breve espacio se hizo tan amiga mía que en ningún momento se separaba de mí. Y me parecía que la quería tanto que para que no se separase de mí me parecía que le había puesto en la garganta un collar de oro y con una cadena de oro la sujetaba entre las manos. Y después de esto me parecía que, descansando esta cabritilla una vez y teniéndome la cabeza en el regazo, salió de no sé dónde una perra negra como el carbón, muy hambrienta y espantosa en su apariencia, y se vino hacia mí, contra la que ninguna resistencia me parecía hacer; por lo que me parecía que me metía el hocico en el seno en el lado izquierdo, y tanto lo roía que llegaba al corazón, que parecía que me arrancaba para llevárselo. Por lo que sentía tal dolor que mi sueño se interrumpió y, despierto, con la mano súbitamente corrí a palpar si algo tenía en el costado; pero no encontrándome el mal me burlé de mí mismo por haberlo hecho. Pero ¿qué quiere decir esto? Tales y más espantosos he tenido más veces y no por ello me ha sucedido nada más ni nada menos; y por ello olvídate de eso y pensemos en disfrutar.
La joven, por su sueño ya muy espantada, al oír esto lo estuvo mucho más, pero para no ser ocasión de enfado a Gabriotto, lo más que pudo ocultó su miedo; y aunque abrazándolo y besándolo algunas veces y siendo por él abrazada y besada se solazase, temerosa y no sabiendo de qué, más de lo acostumbrado muchas veces le miraba a la cara y de vez en cuando miraba por el jardín por si alguna cosa negra viese venir de alguna parte.
Y estando de esta manera, Cabriotto, lanzando un gran suspiro, la abrazó y dijo:
-¡Ay de mí, alma mía, ayúdame que me muero!
Y dicho esto, cayó en tierra sobre la hierba del pradecillo.
Lo que viendo la joven y caído como estaba, apoyándoselo en el regazo, casi llorando dijo:
-Oh, dulce señor mío, ¿qué te pasa?
Gabriotto no respondió sino que jadeando fuertemente y sudando todo, luego de no mucho tiempo, pasó de la presente vida.
Cuán duro y doloroso fue esto para la joven, que más que a sí misma lo amaba, cada una debe imaginarlo. Ella lo lloró mucho, y muchas veces lo llamó en vano, pero luego de que se apercibió de que estaba verdaderamente muerto, habiéndolo tocado por todas las partes del cuerpo y en todas encontrándolo frío, no sabiendo qué hacerse ni qué decir, lacrimosa como estaba y llena de angustia, se fue a llamar a su nodriza, que de este amor era cómplice, y su miseria y su dolor le mostró. Y luego de que míseramente juntas un tanto hubieron llorado sobre el muerto rostro de Cabriotto, dijo la joven a la nodriza:
-Puesto que Dios me lo ha quitado, no entiendo seguir yo con vida pero antes de que llegue a matarme, querría que buscásemos una manera conveniente de proteger mi honor y el secreto amor que ha habido entre nosotros y que el cuerpo del cual la graciosísima alma ha partido fuese sepultado.
A lo que la nodriza dijo:
-Hija mía, no hables de querer matarte, porque si lo has perdido, matándote también lo perderías en el otro mundo porque irías al infierno, donde estoy cierta que su alma no ha ido porque bueno fue; pero mucho mejor es que te consueles y pienses en ayudar con oraciones o con otras buenas obras a su alma, por si por algún pecado cometido tiene necesidad de ello. Sepultarlo es muy fácil hacerlo en este jardín, lo que nadie sabrá nunca porque nadie sabe que nunca él haya venido aquí, y si no lo quieres así, pongámoslo fuera del jardín y dejémoslo: mañana por la mañana lo encontrarán y llevándolo a su casa será sepultado por sus parientes.
La joven, aunque estuviese llena de amargura y continuamente llorase, escuchaba sin embargo los consejos de su nodriza, y no estando de acuerdo en la primera parte, repuso a la segunda, diciendo:
-No quiera Dios que un joven tan valioso y tan amado por mí y marido mío sufra que sea sepultado a guisa de un perro o dejado en tierra en la calle. Ha recibido mis lágrimas y, como yo pueda, recibirá las de sus parientes, y ya me viene al ánimo lo que tenemos que hacer.
Y prestamente a por una pieza de paño de seda que tenía en su arca la mandó; y traída aquélla y extendiéndola en tierra, encima pusieron el cuerpo de Gabriotto, y poniéndole la cabeza sobre una almohada y cerrándole con muchas lágrimas los ojos y la boca, y haciéndole una guirnalda de rosas y poniéndole alrededor las rosas que habían cogido juntos, dijo a la nodriza:
-De aquí a la puerta de su casa hay poco camino, y por ello tú y yo, así como lo hemos arreglado, lo llevaremos de aquí y lo pondremos delante de su casa. No tardará mucho tiempo en hacerse de día y lo recogerán, y aunque para los suyos no sea esto ningún consuelo, para mí, en cuyos brazos ha muerto, será un placer.
Y dicho esto, de nuevo con abundantísimas lágrimas se le inclinó sobre el rostro y largo espacio estuvo llorando, la cual, muy requerida por la criada, porque venía el día, irguiéndose, el mismo anillo con el que se había desposado con Gabriotto quitándose del dedo, se lo puso en el dedo a él, diciendo entre llanto:
-Caro señor mío, si tu alma ve mis lágrimas y algún conocimiento o sentimiento después de su partida queda en los cuerpos, recibe benignamente el último don de esta a quien viviendo amaste tanto.
Y dicho esto, desvanecida, cayó encima de él, y luego de algún tiempo volviendo en sí y poniéndose en pie, junto con la criada cogiendo el paño sobre el que yacía el cuerpo, con él salieron del jardín y hacia la casa de él se enderezaron.
Y yendo así, sucedió por casualidad que por los guardias del podestá, que por azar iban a aquella hora a algún asunto, fueron encontradas y prendidas con el cuerpo muerto.
La Andreuola, más deseosa de morir que de vivir, reconocidos los guardas de la señoría, francamente dijo:
-Sé quiénes sois y que querer huir de nada me serviría; estoy dispuesta a ir con vos ante la señoría, y lo que sea contar; pero ninguno se atreva a tocarme, si os obedezco, ni a quitar nada de lo que lleva este cuerpo si no quiere que yo le acuse.
Por lo que, sin que ninguno la tocase, con el cuerpo de Gabriotto se fue a palacio; lo cual oyendo el podestá, se levantó, y haciéndola venir a la alcoba, de lo que había sucedido se informó, y habiendo hecho mirar por algunos médicos si con veneno o de otra manera había sido muerto el buen hombre, todos afirmaron que no sino que algún acceso cercano al corazón se le había roto que lo había ahogado. Y él, oído esto y que aquélla en poca cosa era culpable, se ingenió en parecer que le daba lo que no podía venderle, y dijo que si ella su voluntad hiciese, la liberaría.
Pero no sirviéndole las palabras, quiso contra toda conveniencia usar la fuerza; pero Andreuola, encendida en desdén y sintiéndose fortísima, virilmente se defendió, rechazándolo con injuriosas y altivas palabras. Pero llegado el día claro y siéndole contadas estas cosas a micer Negro, mortalmente dolido se fue con muchos de sus amigos a palacio y allí, informado de todo por el podestá, pidió que le devolviesen a su hija. El podestá, queriendo primero acusarse de la fuerza que le había querido hacer que ser acusado por ella, alabando primero a la joven y su constancia, por probarla vino a decir que era lo que había hecho; por la cual cosa, viéndola de tanta firmeza, sumo amor había puesto en ella y si a él le agradaba, que su padre era, y a ella, no obstante haber tenido marido de baja condición, de buen grado como mujer la tomaría.
En este tiempo que así éstos hablaban, Andreuola vino ante su padre y llorando se le arrojó a los pies y dijo:
-Padre mío, no creo que sea necesario que la historia de mi atrevimiento y de mi desgracia os cuente, que estoy cierta de que ya la habéis oído y lo sabéis; y por ello cuanto más puedo humildemente perdón os pido de mi falta, esto es, de haber, sin vos saberlo, a quien más me placía tomado por marido; y este perdón no os lo pido para que me sea perdonada la vida sino para morir como hija vuestra y no como vuestra enemiga.
Y así, llorando, cayó a sus pies.
Micer Negro, que viejo era ya y hombre benigno y amoroso por naturaleza, al oír estas palabras empezó a llorar, y llorando alzó a su hija tiernamente en pie, y dijo:
-Hija mía, mucho me hubiera gustado que hubieses tenido tal marido como según mi parecer te convenía; y si lo hubieras tomado tal como a ti te agradase debía también gustarme; pero el haberlo ocultado me hace dolerme de tu poca confianza, y más aún, viéndote que lo has perdido antes de haberlo sabido yo. Pero puesto que es así, lo que por contentarte, viviendo él, habría hecho con gusto, esto es, honrarle como a mi yerno hágasele a su muerte.
Y volviéndose a sus hijos y a sus parientes les ordeno que preparasen para Gabriotto exequias grandes y honorables. Habían entretanto acudido los padres y los parientes del joven, que se habían enterado de la noticia, y casi tantas mujeres y tantos hombres como en la ciudad había; por lo que, puesto en medio del patio el cuerpo sobre el paño de Andreuola y con todas sus rosas, allí no tan sólo por ella y por sus parientes fue llorado, sino públicamente casi por todas las mujeres de la ciudad y por muchos hombres, y no a guisa de plebeyo sino de señor sacado de la plaza pública a hombros de los más nobles ciudadanos, con grandísimo honor fue llevado a la sepultura. Y de allí a algunos días, insistiendo el podestá en lo que pedido había, exponiéndose micer Negro a su hija, ésta nada de ello quiso oír; pero queriendo en algo complacer a su padre, en un monasterio muy famoso por su santidad, ella y su nodriza monjas se hicieron, y honradamente luego en él vivieron mucho tiempo.



NOVELA SÉPTIMA

Simona ama a Pasquino; están juntos en un huerto; Pasquino se frota los dientes con una hoja de salvia y se muere; Simona es apresada, la cual, queriendo mostrar al juez cómo murió Pasquino, frotándose con una de aquellas hojas los dientes, muere del mismo modo.

Pánfilo se había desembarazado de su historia cuando el rey, no mostrando ninguna compasión por Andreuola, mirando a Emilia, le hizo un gesto significándole que le agradaría que siguiese con la narración a quienes ya habían hablado; la cual, sin ninguna demora, comenzó:
Caras compañeras, la historia contada por Pánfilo me induce a contar una en ninguna otra cosa semejante a la suya sino en que, así como Andreuola perdió el amante en el jardín, igual sucedió a aquella de quien debo hablar; y del mismo modo presa, como lo fue Andreuola, no por fuerza ni por virtud sino por inesperada muerte se libró de la justicia. Y como ya se ha dicho más veces entre nosotras, aunque Amor de buen grado habite en las casas de los nobles, no por ello rehúsa el señorío sobre las de los pobres y también en ellas muestra alguna vez sus fuerzas de tal manera que como poderosísimo señor se hace temer de los más ricos. Lo que aunque no en todo, en gran parte aparecerá en mi historia, con la que me place volver a nuestra ciudad, de la que hoy, contando diversas cosas diversamente, vagando por diversas partes del mundo, tanto nos hemos alejado.
Hubo, pues, no hace todavía mucho tiempo, en Florencia, una joven muy hermosa y gallarda para su condición, e hija de padre pobre, que se llamaba Simona; y aunque tuviera que ganarse con sus manos el pan que quería comer, y para subsistir hilase lana, no fue ello de tan pobre ánimo que no osase recibir a Amor en su mente, el cual con los actos y las palabras amables de un mozo de no más fuste que ella, que andaba dando lana a hilar para su maestro lanero, hacía tiempo que había mostrado querer entrar.
Acogiéndolo, pues, en ella bajo el placentero aspecto del joven que la amaba, cuyo nombre era Pasquino, deseándolo mucho y no atreviéndose a nada más, hilando, a cada vuelta de lana hilada que enroscaba al huso arrojaba mil suspiros más calientes que el fuego al acordarse de aquel que para hilarla se la había dado.
Él, por otra parte, muy solícito habiéndose vuelto de que se hilase bien la lana de su maestro, como si sólo la que Simona hilaba, y no ninguna otra, debiese bastar a toda la tela, más frecuentemente que la otras las solicitaba. Por lo que, solicitando uno y la otra gozando al ser solicitada, sucedió que, cobrando el uno más osadía de la que solía tener y desechando la otra mucho del miedo y de la vergüenza que acostumbraba a tener, juntos se unieron en mutuos placeres, los cuales a una parte y a la otra agradaron tanto que no esperaba el uno a ser solicitado por el otro para ello, sino que uno invitaba al otro para disfrutarlos.
Y continuando así su placer de un día en otro, y siempre, al continuar, más inflamándose, sucedió que Pasquino dijo a Simona que firmemente quería que encontrase el modo de poder venir a un jardín adonde él quería llevarla, para que allí más a sus anchas y con menos temor pudiesen estar juntos. Simona dijo que le placía, y dando a entender a su padre, un domingo después de comer, que quería ir a la bendición de San Galo, con una compañera suya llamada Lagina, al jardín que le había mostrado Pasquino se fue, donde, junto con un compañero suyo que Puccino tenía por nombre, pero que era llamado el Tuerto, lo encontró, y allí, iniciándose un amorío entre el Tuerto y Lagina, ellos se retiraron a una parte del jardín a gustar de sus placeres y al Tuerto y a Lagina dejaron en otra.
Había en aquella parte del jardín donde Pasquino y Simona habían ido, una grandísima y hermosa mata de salvia; a cuyo pie se sentaron y un buen rato se solazaron juntos, y habiendo hablado mucho de una merienda que en aquel huerto, con ánimo reposado, querían hacer, Pasquino, volviéndose a la gran mata de salvia, cogió algunas hojas de ella y empezó a frotarse con ellas los dientes y las encías, diciendo que la salvia los limpiaba muy bien de cualquier cosa que hubiera quedado en ellos después de haber comido. Y luego de que, así, un poco los hubo frotado volvió a la conversación de la merienda de la que estaba hablando primero; y no había proseguido hablando casi nada cuando empezó a demudársele todo el rostro y luego de demudársele no pasó sin que perdiese la vista y la palabra y en breve se murió. Las cuales cosas viendo Simona empezó a llorar y a gritar y a llamar al Tuerto y a Lagina, los cuales prestamente corriendo allí y viendo a Pasquino no solamente muerto, sino ya todo hinchado y lleno de manchas oscuras por el rostro y por el cuerpo, súbitamente gritó el Tuerto:
-¡Ay, mujer malvada, lo has envenenado tú!
Y habiendo hecho un gran alboroto, fue oído por muchos que vivían cerca del jardín; los cuales, corrido el rumor y encontrándole muerto e hinchado, y oyendo dolerse al Tuerto y acusar a Simona de haberlo envenenado con engaños, y a ella, por el dolor del súbito accidente que le había arrebatado a su amante, casi fuera de sí, no sabiendo excusarse, fue reputado por todos que había sido como el Tuerto decía; por la cual cosa, apresándola, llorando siempre ella mucho, fue llevada al palacio del podestá. E insistiendo allí el Tuerto, y el Rechoncho y el Desmañado, compañeros de Pasquino que habían llegado, un juez sin dilatar el asunto se puso a interrogarla sobre el hecho y, no pudiendo comprender ella en qué podía haber obrado maliciosamente o ser culpable, quiso, estando él presente, ver el cuerpo muerto y decirle el lugar y el modo porque por las palabras suyas no lo comprendía bastante bien. Haciéndola, pues, sin ningún tumulto, llevar allí donde todavía yacía el cuerpo de Pasquino, le preguntó que cómo había sido.
Ella, acercándose a la mata de salvia y habiendo contado toda la historia precedente para darle completamente a entender lo sucedido, hizo lo que Pasquino había hecho, frotándose contra los dientes una de aquellas hojas de salvia. Las cuales cosas, mientras que por el Tuerto y por el Rechoncho y por los otros amigos y compañeros de Pasquino, como frívolas y vanas en la presencia del juez eran rechazadas, y con más insistencia acusada su maldad, no pidiendo sino que el fuego fuese de semejante maldad castigo, la pobrecilla, que por el dolor del perdido amante y por el miedo de la pena pedida por el Tuerto estaba encogida, por haberse frotado la salvia en los dientes, sufrió aquel mismo accidente que antes había sufrido Pasquino, no sin gran maravilla de cuantos estaban presentes.
¡Oh, almas felices, a quienes un mismo día sucedió el ardiente amor y la mortal vida acabar; y más felices si juntas a un mismo lugar os fuisteis; y felicísimas si en la otra vida se ama, y os amáis como lo hicisteis en ésta! Pero mucho más feliz el alma de Simona en gran medida, por lo que respecta al juicio de quienes, vivos, tras de ella hemos quedado, cuya inocencia la fortuna no sufrió que cayese bajo los testimonios del Tuerto y del Rechoncho y del Desmañado (tal vez cardadores u hombres más villanos) abriéndole más honesto camino con la misma clase de muerte de su amante, para deshacerse de su calumnia y seguir al alma de su Pasquino, tan amada por ella.
El juez, todo estupefacto por el accidente junto con cuantos allí estaban, no sabiendo qué decirse, largamente calló; luego, con mejor juicio, dijo:
-Parece que esta salvia es venenosa, lo que no suele suceder con la salvia. Pero para que a alguien más no pueda ofender de modo semejante, córtese hasta las raíces y arrójese al fuego.
La cual cosa, el que era guardián del jardín haciéndola en presencia del juez, no acababa de abatir la gran mata cuando apareció la razón de la muerte de los dos míseros amantes. Había bajo la mata de aquella salvia un sapo de maravilloso tamaño, de cuyo venenoso aliento pensaron que la salvia se había envenenado. Al cual sapo, no atreviéndose nadie a acercarse, poniéndole alrededor una pila grandísima de leña, allí junto con la salvia lo quemaron, y se terminó el proceso del señor juez por la muerte del pobrecillo Pasquino. El cual, junto con su Simona, tan hinchados como estaban, por el Tuerto y el Rechoncho y el Hocico Puerco y el Desmañado fueron sepultados en la iglesia de San Paolo, de donde probablemente eran feligreses.



NOVELA OCTAVA

Girólamo ama a Salvestra; empujado por los ruegos de su madre va a París, vuelve y la encuentra casada; entra a escondidas en su casa y se queda muerto a su lado, y llevado a una iglesia, Salvestra muere a su lado.

Había acabado la historia de Emilia cuando, por orden del rey, Neifile comenzó así:
Algunos, a mi juicio hay, valerosas señoras, que más que la otra gente creen saber, y menos saben; y por esto no solamente a los consejos de los hombres sino también contra la naturaleza de las cosas pretenden oponer su juicio; de la cual presunción han sobrevenido ya grandísimos males y nunca se vio venir ningún bien. Y porque entre las demás cosas naturales es el amor la que menos admite el consejo o la acción que le sean contrarios, y cuya naturaleza es tal que antes puede consumirse por sí mismo que ser arrancado por ningún consejo, me ha venido al ánimo narraros una historia de una señora que, queriendo ser más sabia de lo que debía y no lo era (y también porque no lo soportaba la cosa en que se esforzaba por manifestar su buen juicio) creyendo del enamorado corazón arrancar el amor que tal vez allí habían puesto las estrellas, llegó a arrancarle en un mismo punto el amor y el alma del cuerpo a su hijo.
Hubo, pues, en nuestra ciudad, según los ancianos cuentan, un grandísimo mercader y rico cuyo nombre fue Leonardo Sighieri, que de su mujer tuvo un hijo llamado Girólamo, después de cuyo nacimiento, arreglados ordenadamente sus asuntos, dejó esta vida. Los tutores del niño, junto con la madre, bien y lealmente administraron sus bienes. El niño, creciendo con los niños de sus otros vecinos, más que con ningún otro del barrio con una niña de su edad, hija de un sastre, se familiarizó; y creciendo los años, el trato se convirtió en amor tan grande y fiero que Girólamo no estaba bien si no veía cuanto veía ella; y ciertamente no la amaba menos que era amado por ella.
La madre del muchacho, percatándose de ello, muchas veces se lo reprochó y lo castigó; y luego que a sus tutores (no pudiendo Girólamo contenerse) se quejó y como quien se creía que por la gran riqueza del hijo podía pedir peras al olmo, les dijo:
-Este muchacho nuestro, que todavía no tiene catorce años, está tan enamorado de una hija de un sastre vecino, que se llama Salvestra, que, si no se la quitamos de delante, probablemente la tomará un día por mujer sin que nadie lo sepa, y yo nunca estaré contenta; o se consumirá por ella si la ve casarse con otro; y por ello me parece que para evitar esto lo debíais mandar a alguna parte lejana de aquí, al cuidado de los negocios para que, dejando de ver a ésta, se le salga del ánimo y se le podrá luego dar por mujer alguna joven bien nacida.
Los tutores dijeron que la señora decía bien y que harían aquello que pudiesen, y haciendo llamar al muchacho al almacén, comenzó a decirle uno, muy amorosamente:
-Hijo mío, ya eres grande; bueno será que comiences tú mismo a velar por tus negocios, por lo que nos contentaría mucho que fueses a estar algún tiempo en París, donde verás cómo se trafica con gran parte de tu riqueza; sin contar con que te harás mucho mejor y más cortés y de más valor allí que aquí lo harías, viendo a aquellos señores y a aquellos barones y a aquellos gentileshombres (que allí hay tantos) y aprendiendo sus costumbres; luego podrás venir aquí.
El muchacho escuchó diligentemente y en breve respondió que no quería hacerlo porque pensaba que lo mismo que los demás, podía quedarse en Florencia. Los honrados hombres, al oírle esto, le insistieron con más palabras; pero no pudiendo sacarle otra respuesta, a su madre se lo dijeron. La cual, bravamente enojada, no por no querer irse a París, sino por su enamoramiento, le dijo graves insultos; y luego, con dulces palabras ablandándolo, empezó a halagarlo y a rogarle tiernamente que hiciese aquello que querían sus tutores; y tanto supo decirle que él consintió en irse a estar allí un año y no más; y así se hizo.
Yéndose, pues, Girólamo a París vehementemente enamorado, diciéndole hoy no, mañana te irás, allí lo tuvieron dos años; y más enamorado que nunca volviendo encontró a su Salvestra casada con un buen joven que hacía tiendas, de lo que desmesuradamente se entristeció. Pero viendo que de otra manera no podía ser, se esforzó en tranquilizarse; y espiando cuándo estuviese en casa, según la costumbre de los jóvenes enamorados empezó a pasar delante de ella, creyendo que no lo había olvidado sino como él había hecho con ella. Pero el asunto estaba de otra guisa: ella se acordaba de él como si nunca lo hubiera visto, y si por acaso algo se acordaba, mostraba lo contrario. De lo que el joven se apercibió en muy poco espacio de tiempo y no sin grandísimo dolor; pero no por ello dejaba de hacer todo lo que podía por volver a entrar en su pecho; pero como nada parecía conseguir, se dispuso, aunque fuese su muerte, a hablarle él mismo. E informándose por algún vecino sobre cómo su casa estaba dispuesta, una tarde que habían ido de vela ella y el marido a casa de sus vecinos, ocultamente entró dentro en su alcoba, detrás de las lonas de las tiendas que estaban tejidas allí, se escondió; y tanto esperó, que, vueltos ellos y acostados, sintió a su marido dormido, y allá se fue adonde había visto acostada a Salvestra; y poniéndole una mano en el pecho, simplemente dijo:
-¡Oh, alma mía! ¿Duermes ya? -la joven, que no dormía, quiso gritar pero el joven prontamente dijo-: por Dios, no grites, que soy tu Girólamo Al que oyendo ella toda temblorosa dijo:
-¡Ah, por Dios, Girólamo, vete!; ha pasado aquel tiempo en que éramos muchachos y no era contra el decoro estar enamorados; estoy, como ves casada, por lo que ya no me está bien escuchar a otro hombre que a mi marido; por lo que te ruego por Dios que te vayas, que si mi marido te oyese aunque otro mal no se siguiera, se seguiría que ya no podría vivir nunca con él en paz ni en reposo, mientras que ahora, amada por él, en paz y en tranquilidad con él vivo.
El joven, al oír estas palabras, sintió un terrible dolor, y recordándole el tiempo pasado y su amor nunca por la distancia disminuido, y mezclando muchos ruegos y promesas grandísimas, nada obtuvo; por lo que, deseoso de morir, por último le pidió que en recompensa de tanto amor, sufriese que se acostase a su lado hasta que pudiera calentarse un poco, que se había quedado helado esperándola, prometiéndole que ni le diría nada ni la tocaría, y que en cuanto se hubiera calentado un poco se iría.
Salvestra, teniendo un poco de compasión de él, se lo concedió con las condiciones que él había puesto. Se acostó, pues, el joven junto a ella sin tocarla; y recordando en un solo pensamiento el largo amor que le había tenido y su presente dureza y la perdida esperanza, se dispuso a no vivir más y retrayendo en sí los espíritus, sin decir palabra, cerrados los puños junto a ella se quedó muerto.
Y luego de algún rato, la joven, maravillándose de su quietud, temiendo que el marido se despertase, comenzó a decir:
-¡Ah, Girólamo! ¿No te vas?
Pero no sintiéndose responder, pensó que se habría quedado dormido; por lo que, extendiendo la mano, empezó a menearlo para que se despertase, y al tocarlo lo encontró frío como el hielo, de lo que se maravilló mucho; y meneándolo con más fuerza y sintiendo que no se movía, luego de tocarlo otra vez conoció que había muerto; por lo que sobremanera angustiada estuvo mucho tiempo sin saber qué hacerse.
Al fin, decidió, fingiendo que se trataba de otra persona, ver qué decía su marido que debía hacerse; y despertándolo, lo que acababa de sucederle a ella le dijo que le había sucedido a otra, y luego le preguntó que si le sucediese a él, ella qué tendría que hacer. El buen hombre respondió que le parecía que a aquel que había muerto se le debía calladamente llevar a su casa y dejarlo allí, sin enfurecerse contra la mujer, que no le parecía que hubiese cometido ninguna falta.
Entonces la joven dijo:
-Pues eso tenemos que hacer nosotros.
Y cogiéndole de la mano, le hizo tocar al muerto joven, con lo que él, todo espantado, se puso en pie y, encendiendo una luz, sin entrar con su mujer en otras historias, vestido el cuerpo muerto con sus mismas manos y sin ninguna tardanza, ayudándole su inocencia, echándoselo a las espaldas, a la puerta de su casa lo llevó, y allí lo puso y lo dejó.
Y venido el día y encontrado aquél delante de su puerta muerto, fue hecho un gran alboroto y, especialmente por su madre; y examinado por todas partes y mirado, y no encontrándosele ni herida ni golpe, fue generalmente creído por los médicos que había muerto de dolor, como había sido. Fue, pues, este cuerpo llevado a una iglesia; y allí vino la dolorida madre con muchas otras señoras parientes y vecinas, y sobre él comenzaron a llorar a lágrima viva, y a lamentarse, según nuestras costumbres.
Y mientras se hacía un grandísimo duelo, el buen hombre en cuya casa había muerto, dijo a Salvestra:
-Anda, échate algún manto a la cabeza y ve a la iglesia donde ha sido llevado Girólamo y métete entre las mujeres; y escucha lo que se hable sobre este asunto, y yo haré lo mismo entre los hombres, para enterarnos de si se dice algo contra nosotros.
A la joven, que tarde se había hecho piadosa, le plugo, como a quien deseaba ver muerto a quien de vivo no había querido complacer con un solo beso; y allá se fue. ¡Maravillosa cosa es de pensar cuán difícil es descubrir las fuerzas de Amor! Aquel corazón, que la feliz fortuna de Girólamo no había podido abrir lo abrió su desgracia, y resucitando las antiguas llamas todas, súbitamente lo movió a tanta piedad el ver el muerto rostro, que, oculta bajo su manto, abriéndose paso entre las mujeres, no paró hasta llegar al cadáver; y allí, lanzando un fortísimo grito, sobre el muerto joven se arrojó de bruces, y no lo bañó con muchas lágrimas porque, antes de tocarle, el dolor, como al joven le había quitado la vida, a ella se la quitó. Luego, consolándola las mujeres y diciéndole que se levantase, no conociéndola todavía, y como ella no se levantaba, queriendo levantarla, y encontrándola inmóvil, pero levantándola, sin embargo, en un mismo punto conocieron que era Salvestra y estaba muerta. Por lo que todas las mujeres que allí estaban, vencidas de doble compasión, comenzaron un llanto mucho mayor. La noticia se esparció fuera de la iglesia, entre los hombres, y llegando a los oídos de su marido que entre ellos estaba, sin atender consuelo o alivio de nadie, largo espacio lloró, y contando luego a muchos que allí había lo que aquella noche había sucedido entre aquel hombre y aquella mujer abiertamente todos supieron la razón de la muerte de cada uno, lo que dolió a todos.
Tomando, pues, a la muerta joven, y adornándola también como se adorna a los cuerpos muertos, sobre aquel mismo lecho junto al joven la pusieron yacente, y llorándola allí largamente, en una misma sepultura fueron enterrados los dos; y a ellos, a quienes Amor no había podido unir vivos, la muerte unió en inseparable compañía.



NOVELA NOVENA

Micer Guiglielmo de Rosellón da a comer a su mujer el corazón de micer Guiglielmo Guardastagno, muerto por él y amado por ella; lo que sabiéndolo ella después, se arroja de una alta ventana y muere, y con su amante es sepultada.

Habiendo terminado la historia de Neifile no sin haber hecho sentir gran compasión a todas sus compañeras, el rey, que no entendía abolir el privilegio de Dioneo, no quedando nadie más por narrar, comenzó:
Se me ha puesto delante, compasivas señoras, una historia con la cual, puesto que así os conmueven los infortunados casos de amor, os convendrá sentir no menos compasión que con la pasada, porque más altos fueron aquellos a quienes sucedió lo que voy a contar y con un accidente más atroz que los que aquí se han contado.
Debéis, pues, saber que, según cuentan los provenzales, en Provenza hubo hace tiempo dos nobles caballeros, de los que cada uno castillos y vasallos tenía, y tenía uno por nombre micer Guiglielmo de Rosellón y el otro micer Guiglielmo Guardastagno; y porque el uno y el otro eran muy de pro con las armas, mucho se amaban y tenían por costumbre ir siempre a todo torneo o justas u otro hecho de armas juntos y llevando una misma divisa.
Y aunque cada uno vivía en un castillo suyo y estaban uno del otro lejos más de diez millas, sucedió sin embargo que, teniendo micer Guiglielmo de Rosellón una hermosísima y atrayente señora por mujer, micer Guiglielmo Guardastagno, fuera de toda medida y no obstante la amistad y la compañía que había entre ellos, se enamoró de ella; y tanto, ora con un acto ora con otro, hizo que la señora se apercibió; y sabiéndolo valerosísimo caballero, le agradó, y comenzó a amarle hasta tal punto que nada deseaba o amaba más que a él, y no esperaba sino ser requerida por él; lo que no pasó mucho tiempo sin que sucediese, y juntos estuvieron una vez y otra, amándose mucho.
Y obrando menos discretamente juntos, sucedió que el marido se apercibió de ello y fieramente se enfureció, hasta el punto que el gran amor que a Guardastagno tenía se convirtió en mortal odio, pero mejor lo supo tener oculto que los dos amantes habían podido tener su amor; y deliberó firmemente matarlo. Por lo cual, estando el de Rosellón en esta disposición, sucedió que se pregonó en Francia un gran torneo; lo que el de Rosellón incontinenti hizo decir a Guardastagno, y le mandó decir que si le placía, viniera a donde él y juntos deliberarían si iban a ir y cómo. Guardastagno, contentísimo, respondió que al día siguiente sin falta iría a cenar con él. Rosellón, oyendo aquello, pensó que había llegado el momento de poder matarlo, y armándose, al día siguiente, con algún hombre suyo, montó a caballo, y a cerca de una milla de su castillo se puso en acecho en un bosque por donde debía pasar Guardastagno; y habiéndolo esperado un buen espacio, lo vio venir desarmado con dos hombres suyos junto a él, desarmados como él, que nada desconfiaba; y cuando le vio llegar a aquella parte donde quería, cruel y lleno de rencor, con una lanza en la mano, le salió al paso gritando:
-¡Traidor, eres muerto!
Y decir esto y darle con aquella lanza en el pecho fue una sola cosa; Guardastagno, sin poder nada en su defensa ni decir una palabra, atravesado por aquella lanza, cayó en tierra y poco después murió. Sus hombres, sin haber conocido a quien lo había hecho, vueltas las cabezas a los caballos, lo más que pudieron huyeron hacia el castillo de su señor. Rosellón, desmontando, con un cuchillo abrió el pecho de Guardastagno y con sus manos le sacó el corazón, y haciéndolo envolver en el pendón de una lanza, mandó a uno de sus vasallos que lo llevase; y habiendo ordenado a todos que nadie fuera tan osado que dijese una palabra de aquello, montó de nuevo a caballo y, siendo ya de noche, volvió a su castillo.
La señora, que había oído que Guardastagno debía ir a cenar por la noche, y con grandísimo deseo lo esperaba, no viéndolo venir, se maravilló mucho y dijo al marido:
-¿Y cómo es esto, señor, que Guardastagno no ha venido?
A lo que el marido repuso:
-Señora, he sabido de su parte que no puede llegar aquí sino mañana.
De lo que la señora quedó un tanto enojada.
Rosellón, desmontando, hizo llamar al cocinero y le dijo:
-Coge aquel corazón de jabalí y prepara el mejor alimento y más deleitoso de comer que sepas; y cuando esté a la mesa, mándamelo en una escudilla de plata.
El cocinero, cogiéndolo y poniendo en ello todo su arte y toda su solicitud, desmenuzándolo y poniéndole muchas buenas especias, hizo con él un manjar exquisito.
Micer Guiglielmo, cuando fue hora, con su mujer se sentó a la mesa. Vino la comida, pero él, por la maldad cometida impedido su pensamiento, poco comió. El cocinero le mandó el manjar, que hizo poner delante de la señora, mostrándose él aquella noche desganado, y lo alabó mucho. La señora, que desganada no estaba, comenzó a comerlo y le pareció bueno, por lo que lo comió todo.
Cuando el caballero hubo visto que la señora lo había comido todo, dijo:
-Señora, ¿qué tal os ha parecido esa comida?
La señora repuso:
-Monseñor, a fe que me ha placido mucho.
-Así me ayude Dios como lo creo -dijo el caballero- y no me maravillo si muerto os ha gustado lo que vivo os gustó más que cosa alguna.
La señora, esto oído, un poco se quedó callada; luego dijo:
-¿Cómo? ¿Qué es lo que me habéis dado a comer?
El caballero repuso:
-Lo que habéis comido ha sido verdaderamente el corazón de micer Guiglielmo Guardastagno, a quien como mujer desleal tanto amábais; y estad cierta de que ha sido eso porque yo con estas manos se lo he arrancado del pecho.
La señora, oyendo esto de aquél a quien más que a ninguna cosa amaba, si sintió dolor no hay que preguntarlo, y luego de un poco dijo:
-Habéis hecho lo que cumple a un caballero desleal y malvado; que si yo, no forzándome él, le había hecho señor de mi amor y a vos ultrajado con esto, no él sino yo era quien debía sufrir el castigo. Pero no plazca a Dios que sobre una comida tan noble como ha sido la del corazón de un tan valeroso y cortés caballero como micer Guiglielmo Guardastagno fue, nunca caiga otra comida.
Y poniéndose en pie, por una ventana que detrás de ella estaba, sin dudarlo un momento, se arrojó. La ventana estaba muy alta; por lo que al caer la señora no solamente se mató, sino que se hizo pedazos. Micer Guiglielmo, viendo esto, mucho se turbó, y le pareció haber hecho mal; y temiendo a los campesinos y al conde de Provenza, haciendo ensillar los caballos, se fue de allí.
A la mañana siguiente fue sabido por toda la comarca cómo había sucedido aquello: por lo que, por los del castillo de micer Guiglielmo Guardastagno y por los del castillo de la señora, con grandísimo dolor y llanto fueron los dos cuerpos recogidos y en la iglesia del mismo castillo de la señora puestos en una misma sepultura, y sobre ella escritos versos diciendo quiénes eran los que dentro estaban sepultados, y el modo y la razón de su muerte.



NOVELA DÉCIMA

La mujer de un médico, teniéndole por muerto, mete a su amante narcotizado en un arcón que, con él dentro, se llevan dos usureros a su casa; al recobrar el sentido, es apresado por ladrón; la criada de la señora cuenta a la señoría que ella lo había puesto en el arcón robado por los usureros, con lo que se salva de la horca, y los prestamistas por haber robado el arca son condenados a pagar una multa.

Solamente a Dioneo, habiendo ya terminado el rey su relato, quedaba por cumplir su labor; el cual, conociéndolo y siéndole ya ordenado por el rey, comenzó:
Las desdichas de los infelices amantes aquí contadas, no sólo a vosotras, señoras, sino también a mí me han entristecido los ojos y el pecho, por lo que sumamente he deseado que se terminase con ellas. Ahora, alabado sea Dios, que han terminado (salvo si yo quisiera a esta malvada mercancía añadir un mal empalme, de lo que Dios me libre), sin seguir más adelante en tan dolorosa materia, una más alegre y mejor comenzaré, tal vez sirviendo de buena orientación a lo que en la siguiente jornada debe contarse.
Debéis, pues, saber, hermosísimas jóvenes, que todavía no hace mucho tiempo hubo en Salerno un grandísimo médico cirujano cuyo nombre fue maestro Mazzeo de la Montagna, el cual, ya cerca de sus últimos años, habiendo tomado por mujer a una hermosa y noble joven de su ciudad, de lujosos vestidos y ricos y de otras joyas y de todo lo que a una mujer puede placer más, la tenía abastecida; es verdad que ella la mayor parte del tiempo estaba resfriada, como quien en la cama no estaba por el marido bien cubierta. El cual, como micer Ricciardo de Chínzica, de quien hemos hablado, a la suya enseñaba las fiestas y los ayunos, éste a ella le explicaba que por acostarse con una mujer una vez tenía necesidad de descanso no sé cuántos días, y otras chanzas; con lo que ella vivía muy descontenta, y como prudente y de ánimo valeroso, para poder ahorrarle trabajos al de la casa se dispuso a echarse a la calle y a desgastar a alguien ajeno, y habiendo mirado a muchos y muchos jóvenes, al fin uno le llegó al alma, en el que puso toda su esperanza, todo su ánimo y todo su bien. Lo que, advirtiéndolo el joven y gustándole mucho, semejantemente a ella volvió todo su amor. Se llamaba éste Ruggeri de los Aieroli, noble de nacimiento pero de mala vida y de reprobable estado hasta el punto de que ni pariente ni amigo le quedaba que le quisiera bien o que quisiera verle, y por todo Salerno se le culpaba de latrocinios y de otras vilísimas maldades; de lo que poco se preocupó la mujer, gustándole por otras cosas.
Y con una criada suya tanto lo preparó, que estuvieron juntos; y luego de que algún placer disfrutaron, la mujer le comenzó a reprochar su vida pasada y a rogarle que, por amor de ella, de aquellas cosas se apartase; y para darle ocasión de hacerlo empezó a proporcionarle cuándo una cantidad de dineros y cuándo otra. Y de esta manera, persistiendo juntos asaz discretamente, sucedió que al médico le pusieron entre las manos un enfermo que tenía dañada una de las piernas, al cual mal habiendo visto el maestro, dijo a sus parientes que, si un hueso podrido que tenía en la pierna no se le extraía, con certeza tendría aquél o que cortarse toda la pierna o que morirse; y si le sacaba el hueso podía curarse, pero que si no se le daba por muerto, él no lo recibiría; con lo que, poniéndose de acuerdo todos los de su parentela, así se lo entregaron.
El médico, juzgando que el enfermo sin ser narcotizado no soportaría el dolor ni se dejaría intervenir, debiendo esperar hasta el atardecer para aquel servicio, hizo por la mañana destilar de cierto compuesto suyo una agua que debía dormirle tanto cuanto él creía que iba a hacerlo sufrir al curarlo; y haciéndola traer a casa en una ventanica de su alcoba la puso, sin decir a nadie lo que era. Venida la hora del crepúsculo, debiendo el maestro ir con aquél, le llegó un mensaje de ciertos muy grandes amigos suyos de Amalfi de que por nada dejase de ir incontinenti allí, porque había habido una gran riña y muchos habían sido heridos.
El médico, dejando para la mañana siguiente la cura de la pierna, subiendo a una barquita, se fue a Amalfi; por lo cual la mujer, sabiendo que por la noche no debía volver a casa, ocultamente como acostumbraba, hizo venir a Ruggeri y en su alcoba lo metió, y lo cerró dentro hasta que algunas otras personas de la casa se fueran a dormir. Quedándose, pues, Ruggeri en la alcoba y esperando a la señora, teniendo (o por trabajos sufridos durante el día o por comidas saladas que hubiera comido, o tal vez por costumbre) una grandísima sed, vino a ver en la ventana aquella garrafita del agua que el médico había hecho para el enfermo, y creyéndola agua de beber, llevándosela a la boca, toda la bebió; y no había pasado mucho cuando le dio un gran sueño y se durmió.
La mujer, lo antes que pudo se vino a su alcoba y, encontrando a Ruggeri dormido, empezó a sacudirlo y a decirle en voz baja que se pusiese en pie, pero como si nada: no respondía ni se movía un punto; por lo que la mujer, algo enfadada, con más fuerza lo sacudió, diciendo:
-Levántate, dormilón, que si querías dormir, donde debías ir es a tu casa y no venir aquí.
Ruggeri, así empujado, se cayó al suelo desde un arcón sobre el que estaba y no dio ninguna señal de vida, sino la que hubiera dado un cuerpo muerto; con lo que la mujer, un tanto asustada, empezó a querer levantarlo y menearlo más fuerte y a cogerlo por la nariz y a tirarle de la barba, pero no servía de nada: había atado el asno a una buena clavija. Por lo que la señora empezó a temer que estuviera muerto, pero aun así le empezó a pellizcar agriamente las carnes y a quemarlo con una vela encendida; por lo que ella, que no era médica aunque médico fuese el marido, sin falta lo creyó muerto, por lo que, amándolo sobre todas las cosas como hacía, si sintió dolor no hay que preguntárselo, y no atreviéndose a hacer ruido, calladamente, sobre él comenzó a llorar y a dolerse de tal desventura. Pero luego de un tanto, temiendo añadir la deshonra a su desgracia, pensó que sin ninguna tardanza debía encontrar el modo de sacarlo de casa muerto como estaba, y ni en esto sabiendo determinarse, ocultamente llamó a su criada, y mostrándole su desgracia, le pidió consejo.
La criada, maravillándose mucho y meneándolo también ella y empujándolo, y viéndolo sin sentido, dijo lo mismo que decía la señora, es decir, que verdaderamente estaba muerto, y aconsejó que lo sacasen de casa.
A lo que la señora dijo:
-¿Y dónde podremos ponerlo que no se sospeche mañana cuando sea visto que de aquí dentro ha sido sacado?
A lo que la criada contestó:
-Señora, esta tarde ya de noche he visto, apoyada en la tienda del carpintero vecino nuestro, un arca no demasiado grande que, si el maestro no la ha metido en casa, será muy a propósito lo que necesitamos porque dentro podemos meterlo, y darle dos o tres cuchilladas y dejarlo. Quien lo encuentre allí, no sé por qué más de aquí dentro que de otra parte vaya a creer que lo hayan llevado; antes se creerá, como ha sido tan malvado, que, yendo a cometer alguna fechoría, por alguno de sus enemigos ha sido muerto, luego metido en el arca.
Plugo a la señora el consejo de la criada, salvo en lo de hacerle algunas heridas, diciendo que no podría por nada del mundo sufrir que aquello se hiciese; y la mandó a ver si estaba allí el arca donde la había visto, y ella volvió y dijo que sí. La criada, entonces, que joven y gallarda era, ayudada por la señora, se echó a las espaldas a Ruggeri y yendo la señora por delante para mirar si venía alguien, llegadas al arca, lo metieron dentro y, volviéndola a cerrar, se fueron.
Habían, hacía unos días más o menos, venido a vivir a una casa dos jóvenes que prestaban a usura, y deseosos de ganar mucho y de gastar poco, teniendo necesidad de muebles, el día antes habían visto aquella arca y convenido que si por la noche seguía allí se la llevarían a su casa. Y llegada la medianoche, salidos de casa, encontrándola, sin entrar en miramientos, prestamente, aunque pesadita les pareciese, se la llevaron a casa y la dejaron junto a una alcoba donde sus mujeres dormían, sin cuidarse de colocarla bien entonces; y dejándola allí, se fueron a dormir.
Ruggeri, que había dormido un grandísimo rato y ya había digerido el bebedizo y agotado su virtud cerca de maitines se despertó; y al quedar el sueño roto y recuperar sus sentidos el poder, sin embargo le quedó en el cerebro una estupefacción que no solamente aquella noche sino después algunos días lo tuvo aturdido; y abriendo los ojos y no viendo nada, y extendiendo las manos acá y allá, encontrándose en esta arca, comenzó a devanarse los sesos y a decirse:
-¿Qué es esto? ¿Dónde estoy? ¿Estoy dormido o despierto? Me acuerdo que esta noche he entrado en la alcoba de mi señora y ahora me parece estar en un arca. ¿Qué quiere decir esto? ¿Habrá vuelto el médico o sucedido otro accidente por lo cual la señora, mientras yo dormía, me ha escondido aquí? Eso creo, y seguro que así habrá sido.
Y por ello, comenzó a estarse quieto y a escuchar si oía alguna cosa, y estando así un gran rato, estando más bien a disgusto en el arca, que era pequeña, y doliéndole el costado sobre el que se apoyaba, queriendo volverse del otro lado, tan hábilmente lo hizo que, dando con los riñones contra uno de los lados del arca, que no estaba colocada sobre un piso nivelado, la hizo torcerse y luego caer; y al caer hizo un gran ruido, por lo que las mujeres que allí al lado dormían se despertaron y sintieron miedo, y por miedo se callaban. Ruggeri, por el caer del arca temió mucho, pero notándola abierta con la caída, quiso mejor, si otra cosa no sucedía, estar fuera que quedarse dentro. Y entre que él no sabía dónde estaba y una cosa y la otra, comenzó a andar a tientas por la casa, por ver si encontraba escalera o puerta por donde irse. Cuyo tantear sintiendo las mujeres, que despiertas estaban, comenzaron a decir:
-¿Quién hay ahí?
Ruggeri, no conociendo la voz, no respondía, por lo que las mujeres comenzaron a llamar a los dos jóvenes, los cuales, porque habían velado hasta tarde, dormían profundamente y nada de estas cosas sentían. Con lo que las mujeres, más asustadas, levantándose y asomándose a las ventanas, comenzaron a gritar:
-¡Al ladrón, al ladrón!
Por la cual cosa, por varios lugares muchos de los vecinos, quién arriba por los tejados, quién por una parte y quién por otra, corrieron a entrar en la casa, y los jóvenes semejantemente, despertándose con este ruido, se levantaron. Y a Ruggeri, el cual viéndose allí, como por el asombro fuera de sí, y sin poder ver de qué lado podría escaparse, pronto le echaron mano los guardias del rector de la ciudad, que ya habían corrido allí al ruido, y llevándolo ante el rector, porque por malvadísimo era tenido por todos, sin demora dándole tormento, confesó que en la casa de los prestamistas había entrado para robar; por lo que el rector pensó que sin mucha espera debía colgarlo.
Se corrió por la mañana por todo Salerno la noticia de que Ruggeri había sido preso robando en casa de los prestamistas, lo que la señora y su criada oyendo, de tan grande y rara maravilla fueron presa que cerca estaban de hacerse creer a sí mismas que lo que habían hecho la noche anterior no lo habían hecho, sino que habían soñado hacerlo; y además de ello, del peligro en que Ruggeri estaba la señora sentía tal dolor que casi se volvía loca.
No poco después de mediada tercia, habiendo retornado el médico de Amalfi, preguntó qué había sido de su agua, porque quería darla a su enfermo; y encontrándose la garrafa vacía hizo un gran alboroto diciendo que nada en su casa podía durar en su sitio.
La señora, que por otro dolor estaba azuzada, repuso airada diciendo:
-¿Qué haríais vos, maestro, por una cosa importante, cuando por una garrafita de agua vertida hacéis tanto alboroto? ¿Es que no hay más en el mundo?
A quien el maestro dijo:
-Mujer, te crees que era agua clara; no es así, sino que era un agua preparada para hacer dormir.
Y le contó la razón por la que la había hecho.
Cuando la señora oyó esto, se convenció de que Ruggeri se la había bebido y por ello les había parecido muerto, y dijo:
-Maestro, nosotras no lo sabíamos, así que haceos otra.
El maestro, viendo que de otro modo no podía ser, hizo hacer otra nueva. Poco después, la criada, que por orden de la señora había ido a saber lo que se decía de Ruggeri, volvió y le dijo:
-Señora, de Ruggeri todos hablan mal y, por lo que yo he podido oír, ni amigo ni pariente alguno hay que para ayudarlo se haya levantado o quiera levantarse; y se tiene por seguro que mañana el magistrado lo hará colgar. Y además de esto, voy a contaros una cosa curiosa, que me parece haber entendido cómo llegó a casa del prestamista; y oíd cómo. Bien conocéis al carpintero junto a quien estaba el arca donde le metimos: éste estaba hace poco con uno, de quien parece que era el arca, en la mayor riña del mundo, porque aquél le pedía los dineros por su arca, y el maestro respondía que él no había visto el arca, pues le había sido robada por la noche; al que aquél decía: «No es así sino que la has vendido a los dos jóvenes prestamistas, como ellos me dijeron cuando la vi en su casa cuando fue apresado Ruggeri». A quien el carpintero dijo: «Mienten ellos porque nunca se la he vendido, sino que la noche pasada me la habrán robado; vamos a donde ellos». Y así se fueron, de acuerdo, a casa de los prestamistas y yo me vine aquí, y como podéis ver, entiendo que de tal guisa Ruggeri, adonde fue encontrado fue transportado; pero cómo resucitó allí no puedo entenderlo.
La señora, entonces, comprendiendo óptimamente cómo había sido, dijo a la criada lo que había oído al médico, y le rogó que para salvar a Ruggeri la ayudase, como quien, si quería, en un mismo punto podía salvar a Ruggeri y proteger su honor.
La criada dijo:
-Señora, decidme cómo, que yo haré cualquier cosa de buena gana.
La señora, como a quien le apretaban los zapatos, con rápida determinación habiendo pensado qué había de hacerse, ordenadamente informó de ello a la criada. La cual, primeramente fue al médico, y llorando comenzó a decirle:
-Señor, tengo que pediros perdón de una gran falta que he cometido contra vos.
Dijo el médico:
-¿Y de cuál?
Y la criada, no dejando de llorar, dijo:
-Señor, sabéis quién es el joven Ruggeri de los Aieroli, quien, gustándole yo, entre amenazas y amor me condujo hogaño a ser su amiga: y sabiendo ayer tarde que vos no estabais, tanto me cortejó que a vuestra casa en mi alcoba a dormir conmigo lo traje, y teniendo él sed y no teniendo yo dónde ir antes a por agua o a por vino, no queriendo que vuestra mujer, que en la sala estaba, me viera, acordándome de que en vuestra alcoba una garrafita de agua había visto, corrí a por ella y se la di a beber, y volví a poner la garrafa donde la había cogido; de lo que he visto que vos en casa gran alboroto habéis hecho. Y en verdad confieso que hice mal, pero ¿quién hay que alguna vez no haga mal? Siento mucho haberlo hecho; sobre todo porque por ello y por lo que luego se siguió de ello, Ruggeri está a punto de perder la vida, por lo que os ruego, por lo que más queráis, que me perdonéis y me deis licencia para que me vaya a ayudar a Ruggeri en lo que pueda.
El médico, al oír esto, a pesar de la saña que tuviese, repuso bromeando:
-Tú ya te has impuesto penitencia tú misma porque cuando creíste tener esta noche a un joven que muy bien te sacudiera el polvo, lo que tuviste fue a un dormilón: y por ello vete a procurar la salvación de tu amante, y de ahora en adelante guárdate de traerlo a casa porque lo pagarás por esta vez y por la otra.
Pareciéndole a la criada que buena pieza había logrado al primer golpe, lo antes que pudo se fue a la prisión donde Ruggeri estaba, y tanto lisonjeó al carcelero que la dejó hablar a Ruggeri. La cual, después de que lo hubo informado de lo que responder debía al magistrado para poder salvarse, tanto hizo que llegó ante el magistrado. El cual, antes de consentir en oírla, como la viese fresca y gallarda, quiso enganchar una vez con el garfio a la pobrecilla cristiana; y ella, para ser mejor escuchada, no le hizo ascos; y levantándose de la molienda, dijo:
-Señor, tenéis aquí a Ruggeri de los Aieroli preso por ladrón, y no es eso verdad.
Y empezando por el principio le contó la historia hasta el fin de cómo ella, su amiga, a casa del médico lo había llevado y cómo le había dado a beber el agua del narcótico, no sabiendo que lo era, y cómo por muerto lo había metido en el arca; y después de esto, lo que entre el maestro carpintero y el dueño del arca había oído decir, mostrándole con aquello cómo a casa de los prestamistas había llegado Ruggeri.
El magistrado, viendo que fácil cosa era comprobar si era verdad aquello, primero preguntó al médico si era verdad lo del agua, y vio que había sido así; y luego, haciendo llamar al carpintero y a quien era el dueño del arca y a los prestamistas, luego de muchas historias vio que los prestamistas la noche anterior habían robado el arca y se la habían llevado a casa. Por último, mandó a por Ruggeri y preguntándole dónde se había albergado la noche antes, repuso que dónde se había albergado no lo sabía, pero que bien se acordaba que había ido a albergarse con la criada del maestro Maezzo, de cuya alcoba había bebido agua porque tenía mucha sed; pero que dónde había estado después, salvo cuando despertándose en casa de los prestamistas se había encontrado dentro de un arca, no lo sabía.
El magistrado, oyendo estas cosas y divirtiéndose mucho con ellas, a la criada y a Ruggeri y al carpintero y a los prestamistas las hizo repetir muchas veces. Al final, conociendo que Ruggeri era inocente, condenando a los prestamistas que robado habían el arca a pagar diez onzas, puso en libertad a Ruggeri; lo cual, cuánto gustó a éste, nadie lo pregunte: y a su señora gustó desmesuradamente.
La cual, luego, junto con él y con la querida criada que había querido darle de cuchilladas, muchas veces se rió y se divirtió, continuando su amor y su solaz siempre de bien en mejor; como querría que me sucediese a mí, pero no que me metieran dentro de un arca.



[ CONCLUSIÓN ]

Si las primeras historias los pechos de las anhelantes señoras habían entristecido, esta última de Dioneo las hizo reír tanto, y especialmente cuando dijo que el magistrado había enganchado el garfio, que pudieron sentirse recompensadas de las tristezas sentidas con las otras. Pero viendo el rey que el sol comenzaba a ponerse amarillo y que era llegado el término de su señorío, con muy placenteras palabras se excusó con las hermosas señoras de lo que había hecho; es decir, de haber hecho hablar de un asunto tan cruel como es el de la infelicidad de los amantes, y hecha la excusa se levantó y de la cabeza se quitó el laurel y, esperando las señoras a ver a quién iba a ponérselo, placenteramente sobre la cabeza rubísima de Fiameta lo puso, diciendo:
-Te pongo esta corona como a quien, mejor que ninguna otra, de la dura jornada de hoy con la de mañana sabrás consolar a estas compañeras nuestras.
Fiameta, cuyos cabellos eran crespos, largos y de oro, y sobre los cándidos y delicados hombros le caían, y el rostro redondito con un verdadero color de blancos lirios y de bermejas rosas mezclados todo esplendoroso, con dos ojos en la cara que parecían de un halcón peregrino y con una boquita pequeñita cuyos labios parecían dos pequeños rubíes, sonriendo contestó:
-Filostrato, yo la acepto de buena gana, y para que mejor veas lo que has hecho, desde ahora mando y ordeno que todos se preparen para contar mañana lo que a algún amante, luego de algunos duros o desventurados accidentes, le hubiera sucedido de feliz.
La cual proposición plugo a todos; y ella, haciendo venir al senescal y habiendo dispuesto con él las cosas necesarias, a toda la compañía, levantándose, hasta la hora de la cena dio alegremente licencia.
Ellos, pues, parte por el jardín, cuya hermosura no era de las que cansa pronto, y parte por los molinos que fuera de él daban vueltas, y quién por aquí y quién por allí, a gustar según los distintos apetitos diversos deleites se dieron hasta la hora de la cena. Venida la cual, recogiéndose todos, como tenían por costumbre, junto a la hermosa fuente, a bailar y a cantar se pusieron, y dirigiendo Filomena la danza, dijo la reina:
-Filostrato, yo no pretendo apartarme de mis predecesores, sino, como ellos han hecho, entiendo que obedeciéndome se cante una canción; y porque estoy cierta de que tus canciones son como tus novelas, para no tener más días turbados con tus infortunios, queremos que una nos cantes como más te plazca.
Filostrato repuso que de grado, y sin demora comenzó a cantar de tal guisa:
Con lagrimas demuestro cuánta amargura siente, y qué dolor, el traicionado corazón, Amor.
Amor, amor, cuando primeramente pusiste en él a quien me mueve al llanto sin esperar salud, tan llena la mostraste de virtud que leve yo creí cualquier quebranto que embargase mi mente, ya mártir y doliente por causa tuya, pero bien mi error conozco ahora, y no sin gran dolor.
Me ha mostrado mi engaño el verme abandonado por aquella en quien sólo esperaba: que cuando, triste, yo creí que estaba más en su gracia y la servía a ella, sin pensar en el daño que sentiría hogaño, vi que la calidad de otro amador dentro acogía y yo perdí el favor.
Cuando me vi por ella desdeñado nació en mi corazón el doloroso llanto que lloro ahora; y mucho he maldecido el día y la hora en que primero vi el rostro amoroso de alba belleza ornado y muy mucho infamado, mi confianza, esperanza y ardor va maldiciendo mi alma en su dolor.
Cuán sin consuelo sea mi quebranto, señor, puedes sentirlo, pues te llamo con voz que se lamenta y te digo que tanto me atormenta que por menor martirio muerte clamo: venga, y la vida tanto anegada en su llanto termine con su golpe, y mi furor a donde vaya sentiré menor.
Ni otro camino ni otra salvación le queda sino muerte a mí afligida vida: dámela, Amor, pronto y con ella acaba mi amargor y al corazón despoja de tal vida.
¡Hazlo, ay, que sin razón se me ha quitado mi consolación! Hazla feliz con mi muerte, señor, como la has hecho con nuevo amador.
Balada mía, si otros no te aprenden me da igual, porque no sabrá la gente igual que yo cantarte; un trabajo tan sólo quiero darte a Amor encuentra, a él tan solamente cuánto me es enojosa esta vida angustiosa di claramente, y ruega que a mejor puesto la lleve para hacerse honor.
Demostraron las palabras de esta canción asaz claramente cuál era el ánimo de Filostrato, y la ocasión; y tal vez más declarado lo habría el aspecto de tal señora que estaba danzando, si las tinieblas de la llegada noche el rubor de su rostro no hubieran escondido. Pero luego de que él la hubo puesto fin, muchos otros cantares hubo hasta que llegó la hora de irse a dormir; por lo que, mandándolo la reina, cada uno en su cámara se recogió.


TERMINA LA CUARTA JORNADA







Giovanni Boccaccio - Opera Omnia  -  revisado por ilVignettificio

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